Sostenía hace algún tiempo el historiador García Cárcel que el principal problema de los españoles era su tendencia, casi innata, a soñar la España que pudo ser.
Históricamente, tanto una cierta derecha, empeñada en la construcción de unideal nacional escasamente integrador en lo social y en lo territorial, como una cierta izquierda, con una tendencia suicida a destruir lo que funciona simplemente porque viene del pasado, han cincelado un discurso apocalípticoque tiende a levantarse sobre la negación del adversario. Como si los votos de unos valieran más que los de otros.
Se vota a la derecha para que no gobierne la izquierda y, al revés, se respalda a los partidos de izquierda para que la derecha sea desalojada del poder. En ambos casos, con el convencimiento de que es posible construir una utopía sobre la tumba del contrario. De ahí, esa tendencia al ensoñamiento de la que hablaba el historiador.
Esta concepción maniquea de la política explica, en buena medida, el fracaso constitucional de España. Al menos, hasta 1977, cuando un nuevo espíritu de reconciliación -el abrazo de Genovés como símbolo de una generación- caló entre los españoles y su sistema político. Los odios africanos pasaron a mejor vida.
Julián Marías, que representa como pocos ese espíritu de la España integradora -eso que se ha venido en llamar la tercera España-, reflejó con lucidez en sus memorias su anhelo y el de toda una generación: “Estaba convencido de dos cosas”, sostenía, “la primera, que no basta con decir o proclamar las cosas, sino que hay que hacerlas; es decir, que las transformaciones, si han de ser reales, requieren tiempo; la segunda, que no se puede partir de una idea vaga acerca de un país, sino que es menester verlo y volver a mirarlo, rectificar las impresiones, contrastarlas, complementarlas hasta poseer una imagen que refleje la complejidad efectiva. No sabíamos en rigor cómo era España; había que averiguarlo; la única consigna posible era esta: veracidad”.
Lo veraz, ya se sabe, tiene elementos subjetivos. Pero lo que parece evidente es que un cierto clima guerracivilista contrario al mejor Ridruejo, Madariaga oBesteiro sigue instalado en el país. Sin duda, con la colaboración interesada de algunos medios de comunicación (en particular, ciertas televisiones), que, como el persa Manes, solo distinguen la realidad entre el bien y el mal en aras delnegocio. Lo terrible es que, si nada ni nadie lo remedia, es muy probable que esa visión sectaria de la política estalle con la crudeza que la ocasión merece durante el próximo debate de investidura.
Lecciones de canto
La España de hoy, sin embargo, y habría que decir afortunadamente, no puede verse reflejada en las discusiones broncas, y a veces poco civilizadas, que se transmiten en tiempo real a modo de Super Bowl. Entre otras cosas, porque ni siquiera los propios dirigentes políticos están convencidos de lo que sostienen en público. Cualquiera que haya estado unas horas paseando por los pasillos del viejo caserón de la carrera de San Jerónimo comprobará la política de cartón piedra -ahora se dice postureo- que se esconde cuando un diputado sube a la tribuna de oradores. Baroja, que a principios del siglo pasado coqueteaba con meterse en el mundo de la política, recordaba que en una ocasión Lerroux le dijo: "Usted, Baroja, si quiere vivir de la política, debe tomar lecciones de canto".
Esa teatralidad ridícula de la política puede explicar la torpe posición de Sánchez, Rajoy e Iglesias. Parece obvio que Rivera es el único que no ha esgrimido cordón sanitario alguno, lo cual hace recaer la carga de la prueba entre quienes son incapaces de evitar al país tanto sufrimiento innecesario. Unos por acción y otros por omisión.
El problema, sin embargo, no es la polarización de la vida política. Al fin y al cabo, democracias tan consolidadas como la estadounidense o la británica llevan dos siglos articuladas en torno a dos grandes fuerzas políticas. El problema es la inexistencia de espacios comunes capaces de construir un clima de diálogo. Probablemente, por una visión bizarra de la ideología, que tiende inevitablemente a la simplificación del discurso y del análisis político. Y en lo que, desde luego, no es ajeno el secuestro del poder legislativo por parte del ejecutivo.
La paradoja de Sánchez, en realidad una verdadera contradicción, es que al mismo tiempo que procura un pacto de centro izquierda con Ciudadanos, sin duda de enorme valor estratégico y necesario para un país acostumbrado al rompe y rasga en lo ideológico, es incapaz de alejarse de los viejos fantasmas de una determinada izquierda que construye su identidad sobre la descalificación del adversario político. Su grosera actuación en las dos entrevistas que ha mantenido con Rajoy es buena prueba de ello. El secretario general socialista acierta intentando un pacto por imposible que parezca, pero yerra fijando cordones sanitarios.
No hay nada que aterre más a un liberal que una dictadura, lo que explica que en Reino Unido y EEUU no haya habido asonadas en los dos últimos siglos
Rodríguez Zapatero es, sin duda, el antecedente más cercano de esta visión chata de la política, cuando resucitó la memoria histórica simplemente para recordar que en España la derecha hunde sus raíces en la dictadura franquista. No le faltaba razón en términos históricos, pero lo hizo por puro tacticismo electoral, y eso ha tenido efectos devastadores sobre el clima de convivencia. Desde entonces, se ha resucitado el espíritu de las dos Españas.
Ahora bien, es evidente que la derecha, desde luego el Partido Popular, nunca ha hecho una reflexión a fondo de su pasado intelectual alejándose de la Dictadura y todo lo que representó. Probablemente, porque en España la derecha -ya desde los tiempos de la Restauración- siempre ha sido conservadora y casi nunca liberal. Y no hay nada que aterre más a un liberal que una dictadura, lo que explica que Reino Unido y EEUU sean de los pocos países del mundo en los que no ha habido ninguna asonada en los dos últimos siglos. Un sistema político que no comparte un pasado común está condenado a revivir una y otra vez sus pesadillas.
Aznar y Azaña
El expresidente Aznar lo intentó durante su primera legislatura reivindicandoen público a Manuel Azaña. O, incluso, la figura del escritor exiliado Max Aub, con el loable propósito de construir una idea común de la historia de España más ajustada e integradora de la realidad, pero pronto él mismo malogró ese esfuerzo por la reconciliación intelectual de las dos Españas. Un error trágico que han capitalizado los nacionalistas intentando demostrar que España no existe como nación unitaria. El mensaje, muy atractivo para quienes ignoran nuestra historia, se ha filtrado entre amplios segmentos de la población, y políticos de nimio bagaje como el pequeño Robespierre lo han comprado haciendo suya la sandez de la España plurinacional.
Esa España inexistente, sin embargo, es la que sigue atravesando la política de lado a lado, lo que explica algo inexplicable: las dos principales fuerzas políticas son incapaces de pactar un Gobierno de gestión con unos puntos muy concretos para desatascar la situación y evitar otras elecciones, lo que llevaría al país a tener -en el mejor de los casos- un Gobierno en funciones durante casi un año.
Rajoy no está dispuesto a dar un paso atrás y dejar a alguien de su partido que intente liderar un nuevo Gobierno, tras el previsible fracaso de Sánchez
Lo dramático, además, es que en todo este sainete trágico existe un fuertecomponente personalista impropio de una democracia consolidada como la española, y que tuvo su momento álgido en el debate preelectoral en la TV entre los dos candidatos a propósito de la decencia del presidente en funciones.
El resultado es que Rajoy no está dispuesto a dar un paso atrás y dejar a alguien de su partido que intente liderar un nuevo Gobierno -tras el previsible fracaso de Sánchez-. Simplemente, porque tras darle la vuelta a la economía no quiere salir por el patio trasero de la historia (corrupción, malos resultados electorales…). Sánchez, por su parte, sabe que solo llegando a La Moncloa podrá salvar su futuro político después del desastre electoral socialista, con solo 90 escaños de 350.
Como se ve, mucha retórica y poca cosecha, que hace bueno aquello que decía don Pío cuando le preguntaron cómo debía ser un político: “Debe ser realista, con un conocimiento claro del país... y si es retórico, el pueblo lo agradecerá. Parece que en España la retórica es una virtud del gobernante”. Eso es, exactamente, lo que sobra: retórica.
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