Las tierras del fin del mundo
ASTURIAS24 muestra un adelanto del diario de peregrinación a Compostela por el Camino Primitivo que publica el escritor Miguel Barrero
Domingo 20 de marzo de 2016
El escritor Miguel Barrero publica Las tierras del fin del mundo (Trea), un diario en el que cuenta su peregrinación a Compostela siguiendo el Camino Primitivo. En la obra, se relata pormenorizadamente una andadura compartida junto a creyentes y agnósticos, viajeros y turistas, héroes y canallas. ASTURIAS24 publica en exclusiva cuatro fragmentos, incluida una parte del episodio en el que el autor cuenta el momento de la detención del presunto asesino de la estadounidense Denise Thiem, que él presenció en Grandas de Salime.
Pedro de Pedre
de Castro natural
hizo el puente de Salime
la iglesia i el hospital
i la catedral de Lugo
á donde se fué á enterrar
Abril año de 1113
¿Quién fue ese tal Pedro de Pedre? Es un completo enigma. No se habla de él de ninguna otra crónica y, pese a los testimonios que garantizan su existencia, nadie llegó a ver realmente esa inscripción que, con ritmo ciertamente pegadizo, perpetuaba las razones de su gloria.
La inventio compostelana
Hay muchos signos que delatan la proverbial habilidad de Alfonso II y su descomunal inteligencia para transitar por los vericuetos del poder. Uno de ellos, sin embargo, resulta crucial por su significado posterior y por el modo en que sienta las bases teóricas que permitirían considerar al noroeste peninsular como un escenario adornado con la gracia de los dioses. La historia debe contarse según la ha venido narrando la tradición para que no pierda su enjundia, pero el sentido de la oportunidad que dejan entrever sus costuras resulta, desde cualquier punto de vista, encomiable. Corrían los primeros años del siglo ix —unos sitúan el acontecimiento en torno al año 813, mientras que otros lo llevan hasta el 820— cuando un ermitaño llamado Paio que meditaba en unos dominios próximos al bosque de Libredón, en los terrenos de la Gallaecia, divisó unas extrañas luces que parecían señalar un lugar determinado entre la arboleda. Alarmado, consiguió dar aviso al obispo de Iria Flavia, Teodomiro, quien acudió de inmediato al lugar y encontró tres sepulturas que identificó como pertenecientes al apóstol Santiago y a dos de sus discípulos. La envergadura del hallazgo no admitía demoras: el rey Alfonso II fue informado del feliz descubrimiento y en seguida emprendió el camino hasta aquel lugar ubicado en el último confín de su reino para observar los túmulos con sus propios ojos y ordenar que se levantara en aquel espacio una construcción digna en la que albergar los huesos de quien fuera uno de los más leales seguidores de Cristo. No era mala cosa, teniendo en cuenta cómo andaba de revuelto el reino: se iniciaba toda una Reconquista, los musulmanes sufrían derrotas importantes a manos del ejército asturiano y el noroeste peninsular se iba convirtiendo por derecho propio en el último reducto de la cristiandad, allá donde se acababa el mundo. El hecho de que la tumba de todo un apóstol apareciese precisamente al otro lado de la única frontera que los sarracenos no habían conseguido traspasar refrendaba la inmaculada bondad de aquellas tierras y la evidente sagacidad de un monarca que no sólo contaba con unas inmejorables dotes de estratega, sino que tenía de su parte a la mismísima divinidad.El Cristo de Obona
Un cuarto de hora después ya estoy de vuelta con la llave y todos se arremolinan en torno a la elegante portada románica mientras hago girar los goznes para dejar al descubierto otra triple puerta de madera que, ésta sí, da acceso directo al interior. Sobrecogen las tres naves, sobrecoge la penumbra apenas rota por las mínimas ventanas, sobrecogen el vacío y la humedad de los muros y sobrecoge, sobre todo, el magnífico Cristo románico que cuelga del arco de triunfo y al que los desconchones no restan ni un miligramo de majestuosidad. Es posible que esta escultura sea la más protegida del mundo. Ni siquiera cuando en 1993 se organizó la exposición Orígenes, que reunió en la catedral de Oviedo una buena cantidad de piezas artísticas que pretendían resumir lo que habían dado de sí el arte y la cultura en Asturias entre los siglos VII y XV, los vecinos accedieron a prestarle la estatua al Arzobispado para que la exhibiera allí junto con otros tesoros. La desconfianza, en este caso, está justificada: Obona se quedó sin monjes con la desamortización de Mendizábal, y a esa primera decadencia sobrevino la que se desencadenó cuando la Iglesia recuperó la titularidad del edificio y decidió terminar de desmantelarlo en vez de recuperar lo que aún era salvable. Laureano nos contó en el transcurso de nuestro encuentro que los curas, poco a poco, fueron vendiendo hasta los remates del órgano —del que, en efecto, comprobamos ahora que sólo sobrevive la estructura de madera— y lo último de lo que decidieron prescindir fue del primoroso Cristo del siglo XII. La historia es tan suculenta que vale la pena imaginarla incluso en sus detalles más nimios. Corre la década de 1970 y un grupo de vecinos del pueblo de Obona recibe la orden (es de suponer que por parte del párroco) de descolgar la escultura del crucificado y llevarla en andas hasta la carretera general por los caminos que separan el monasterio del tráfago humano. Según parece, un anticuario de Zamora ha comprado la pieza para venderla por un buen precio en su establecimiento y ha traído un camión o una furgoneta en la que prevé guardarla personalmente para efectuar el traslado con garantías. Así pues, un grupo de cuatro o cinco hombretones penetra de madrugada en la iglesia expoliada. No sin dificultad consiguen bajar a tierra al Cristo y lo cargan sobre sus hombros para sacarlo de un edificio en el que, tras los sucesivos expolios, se puede decir que ya apenas queda nada. Avanzan lentamente por los senderos que conducen a la civilización cuando, de repente, uno de los fornidos zagales se detiene y obliga a los demás a frenar en seco. Sus compañeros le miran y él —Laureano no quiso decirme su nombre y creo que hizo mal, porque los pueblos necesitan conservar la memoria de sus héroes, y ese tipo lo fue, seguramente sin pretenderlo, y bien que se ganó los galones—, con una voz en la que debían de mezclarse la congoja y la necesidad de revalidar el amor propio, les espetó: «Me cago en Dios, hombre, el Cristo no». Fue dicho y hecho: los otros le miraron, asintieron y dieron la vuelta para devolver la escultura al interior de la iglesia, a ese arco de triunfo del que nunca tuvo que haber descendido, y cerrar después las puertas con siete llaves.El embalse de Salime
Recuerdo una historia que le escuché a Adolfo Rodríguez Asensio hace no mucho tiempo no muy lejos de aquí, en el transcurso de una comida que compartíamos con otras personas, y que contaba cómo, según la tradición popular, años atrás vino el mismísimo diablo a hacer de las suyas por estas tierras y, tras mucho saltar de acantilado en acantilado, terminó tropezando y dando con sus huesos bajo las aguas del río Navia, cuya corriente le arrastró durante un buen trecho a lo largo del cual la pobre criatura llegó a temer por su propia supervivencia, de tan violento como bajaba el caudal. Finalmente, pudo agarrarse a unas ramas y regresar al exterior, momento en el cual comenzó a proferir unos aterradores gritos de alegría que retumbaron por todo el valle en ese instante remoto en el que tal vez ni siquiera se había fundado aún nuestro propio tiempo. «¡Salime, salime!», dicen que repetía Luzbel pleno de euforia antes de que unos lugareños enfurecidos le descubriesen y le arrojaran de nuevo al caudal. Tras otro forcejeo, éste mucho más liviano aunque aún así se prolongó durante unos cuantos metros, logró repetir la operación y liberarse del río gritando: «¡Subsalime!», y esas dos exclamaciones terminaron dando nombre a los pueblos que en tales lugares se asentaron. No queda nada hoy de Salime y Subsalime porque, precisamente, ambas poblaciones terminaron hundidas bajo el embalse al que dio lugar la presa que se construyó aquí a mediados del siglo XX y que hoy nos sobrecoge con su presencia intimidante. […] No son los únicos pueblos que duermen bajo este enorme lago engendrado por la necesidad del hombre. Envueltos en estas mismas aguas yacen los restos de lo que un día fueron los lugares de Salcedo, San Feliz, Doade, Saborín, Riodeporco, A Quintana, Barqueiría, Veiga Grande, San Pedro de Ernes, Vilagudín y Barcela, cada uno con su pequeña historia y sus difuntos, con sus recuerdos y también con sus olvidos. Me pregunto qué habrá sido de los habitantes que aún estaban aquí cuando se anunció el levantamiento de la presa y llegó la consabida orden de abandonar, qué pensamientos cruzarían sus cabezas en el momento de hacer el equipaje, cómo se sale de esa cosa terrible que es ver el propio pasado sepultado por una mano ajena que decide que nuestra biografía no vale gran cosa, al menos no lo suficiente como para mantenerla a flote y visible. Cómo sigue viviendo alguien que no puede continuar llevando flores a sus muertos, durmiendo en la cama que acogió durante décadas sus descansos o labrando el mismo huerto al que están hechas sus entendederas y sus manos. Si se puede llamar vida a esa imposición que viene después del devenir que elegimos o que nos tocó en suerte, y a cuyas exigencias e inconvenientes nos plegamos con todas las consecuencias. Me gustaría, aquí, ahora, tener la ocasión de ver siquiera alguna fotografía, aunque sea una perspectiva lejana que ilustre la disposición de cada aldea cuando aún existía y sus vecinos ignoraban la aciaga suerte que ya les estaba persiguiendo. No quedan muchos restos de lo que pudo ser este paisaje antes del embalse. Que yo recuerde, sólo una foto en blanco y negro que en el tomo III de la monumental Asturias, coordinada por Octavio Bellmunt y Fermín Canella a caballo entre los siglos XIX y XX, muestra a página completa el aspecto que tuvo el recordado puente de Salime, de orígenes romanos, que según Jovellanos se encontraba «en prodigiosa altura del río» y en cuyos muros, según traslada el acervo popular en una aseveración que ni siquiera fue capaz de confirmar el muy erudito en estas lides Ciriaco Miguel Vigil, existía una inscripción que rezaba:Pedro de Pedre
de Castro natural
hizo el puente de Salime
la iglesia i el hospital
i la catedral de Lugo
á donde se fué á enterrar
Abril año de 1113
¿Quién fue ese tal Pedro de Pedre? Es un completo enigma. No se habla de él de ninguna otra crónica y, pese a los testimonios que garantizan su existencia, nadie llegó a ver realmente esa inscripción que, con ritmo ciertamente pegadizo, perpetuaba las razones de su gloria.
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