sábado, 31 de octubre de 2020
Difícil coyuntura...
La pandemia: vivir o sobrevivir
Antonio PapellPor ANTONIO PAPELL 14 horas
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Covid-19 pandemia
La gran pandemia es la mayor desastre sanitario natural que ha padecido la humanidad en más de un siglo, y su irrupción saca a la luz descarnadamente el sistema de relaciones sociales a todos los niveles: la geopolítica abre o consolida rivalidades profundas y campos inéditos de colaboración; la amortiguada lucha de clases resucita cuando se hace evidente que los pobres sufren más en las contrariedades; la política, una lucha a menudo obscena de intereses, tiene que hacer un gran esfuerzo para que surjan de sus profundidades la solidaridad y el sentimiento humanitario.
En realidad, el dilema que se ha planteado una parte de la clase política dirigente es inconfesable: no se enuncia con claridad pero subyace en el debate sobre las medidas que hay/habría que adoptar para contener el actual y segundo ascenso de la pandemia del coronavirus, hoy absolutamente fuera de control, y retroceder o avanzar hacia situaciones más manejables.
La preocupación es general: todos somos conscientes de que cuanto más afectemos a la actividad económica en la tarea de reducir a toda costa el chorro intolerable de fallecimientos diarios, cercano a las doscientas personas, más profundamente hundiremos nuestra economía. Todos sabemos asimismo que el reto consiste en conseguir el prodigio de conciliar ambos objetivos: detener la epidemia y no deteriorar más la economía sino al contrario. Aunque todos sabemos que eso es imposible. Lo sugieren las caras atribuladas de quienes nos explican mediante eufemismos bienintencionados la realidad de lo que acontece.
Veamos el más evidente caso particular: el nuevo estado de alarma que acaba de aprobarse por amplio margen parlamentario y que puede durar hasta seis meses lleva implícito un cese nocturno de actividad —un toque de queda— entre las 23 horas y las 6 horas, pudiendo cada comunidad atrasar o adelantar una hora ambos límites, el superior y el inferior. Es muy evidente que la medida, por sí sola, no parece muy eficaz, no va a suponer un cambio radical y profundo en los hábitos de la inmensa mayoría de los ciudadanos… pero es todavía más claro que no significa sanitariamente lo mismo iniciar esta situación a las diez de la noche (o bastante antes, como se ha hecho en Francia y otros países) que a las doce. En el primer caso, sí se desbarata en buena medida la vida social nocturna —la cena gregaria y la copa posterior— en tanto en el segundo la medida no tiene efectos relevantes, salvo el cierre de discotecas y lugares de ocio nocturno, que entre semana no representa una movilización significativa. Los botellones, por definición ilegales, no dependen del ordenamiento sino de las medidas de control y sanción que se establezcan policialmente.
La comunidad de Madrid, además de intentar utilizar la pandemia para potenciar la imagen de sus dirigentes (es algo muy notorio) con fines abiertamente políticos, mantiene que es necesario compatibilizar las medidas sanitarias con el salvamento de la economía, de forma que no nos libremos del virus pasra morirnos de hambre después. Por eso ha dispuesto el principio del toque de queda a las 24. Pues bien: en estas circunstancias, ya puede asegurarse que el éxito de la medida será perfectamente descriptible: nulo, o casi nulo. Máxime cuando obstinadamente se rechaza potenciar la asistencia primaria e incrementar significativamente el número de rastreadores. En Madrid, según datos recientemente publicados, hay un rastreador por cada 7.800 habitantes, mientras en la Rioja hay uno por cada 2.800; en la Comunidad Valenciana, uno por cada 3.100; en Cataluña, uno por cada 4.800… Es cierto que el rastreo es prácticamente imposible en situaciones graves como la actual, cuando más del 35% de los infectados no sabe identificar el origen del contagio, pero parece evidente que si ahora se disponen los medios adecuados, podremos conseguir que una vez dominado el actual segundo episodio, estaremos en mejores condiciones para prevenir el tercero.
Lamentablemente, como presagian entre líneas los expertos, dentro de poco —en días, como mucho en semanas— tendremos que tomar decisiones muy graves, que se relacionan con el precio que atribuimos a la vida humana. Si, como parece, el toque de queda no resuelve el problema, ¿estamos dispuestos a acudir de nuevo al confinamiento domiciliario puro y duro, a la paralización de la actividad económica, salvo el mantenimiento de los servicios fundamentales? Ello supondría un tremendo quebranto para el país, algo inimaginablemente grave, pero quizá no haya otra solución si queremos detener, como es nuestra obligación, el reguero de muertes.
La opción contraria, la que ha pretendido el mundo anglosajón y que el Reino Unido ha debido rectificar por los efectos catastróficos que tenía (a Trump le da igual que mueran sus compatriotas), era buscar la inmunidad de rebaño, que pasa por permitir el contagio de un porcentaje significativo de la comunidad (con las víctimas mortales que ello provocaría), hasta que el conjunto de la población superviviente quede inmunizado. Este efecto fue el que puso fin a la gripe española en 1920. La masacre previa fue de tal calibre que no puede ser de ningún modo sugerida hoy.
La tentación del pesimismo
Manuel Castells está publicando una nueva edición de su conocido libro “Ruptura: la crisis de la democracia liberal”, aparecido por primera vez en 2017, en que ya toma en consideración los primeros efectos de la gran pandemia. De momento, conocemos el epílogo de la obra renovada, publicado como adelanto en la prensa catalana.
En dicho apéndice, Castells pone de manifiesto que el problema suscitado por la covid-19 no decaerá con la vacuna, que se prevé próxima, ya que antes habrá que probarla, manufacturarla y distribuirla de forma que llegue a todos los confines del planeta, dado que cualquier reservorio del virus podrá ser causa de rebrotes en cualquier lugar. Y mientras tanto —escribe Castells— “la economía sigue en caída libre, el paro aumenta a niveles que apenas podrán ser sostenidos por el seguro de desempleo, las fronteras se cierran, la agresividad entre las personas se incrementa, en particular en la violencia machista, la xenofobia se generaliza, la transición al teletrabajo y a la teleenseñanza se hace en la confusión, mientras las redes sociales se pueblan de mitos apocalípticos y teorías conspirativas que ponen en duda la ciencia y la democracia. Se socava el orden geopolítico mundial mientras un nacionalismo rampante amenaza con confrontaciones peligrosas entre estados y con supresión de la disidencia so pretexto de inseguridad. Es más, las necesarias precauciones sanitarias de restricción de la movilidad y vigilancia de los contactos sociales como principales formas de prevenir la difusión del virus han introducido ya limitaciones extremas a las libertades que alimentan la tentación siempre presente en los estados de un autoritarismo puro y duro para mantener el orden”.
La tentación del pesimismo acecha siempre a los intelectuales, pero en este caso, carece de verdadero fundamento. La tragedia que estamos padeciendo es inmensa, monstruosa, y todo indica que nos quedan meses de muerte, dolor y sufrimiento, pero por primera vez en la historia, y gracias al desarrollo científico que hemos alcanzado, estamos cerca de conseguir una vacuna que nos evite tener que resignarnos a la mencionada inmunización de rebaño. Hay, en fin, esperanza en el horizonte y es muy probable que a lo largo de 2021 cesen o disminuyan muy significativamente las muertes debidas a esta enfermedad. La ciencia no estaba preparada para una embestida de esta naturaleza, pero sí está sabiendo reaccionar, aunque no todo lo deprisa que desearíamos, y muchos ya confiamos en que el saber y el conocimiento resolverán el drama a plazo no muy largo.
Cuando esto suceda, la economía de la mayoría de los países estará seriamente afectada (salvo en China, que ya ha conseguido la normalidad de 2019 por procedimientos autoritarios, la covid-19 sigue haciendo estragos en prácticamente todo el planeta), pero a diferencia de crisis anteriores, los aparatos productivos estarán prácticamente intactos y el sistema financiero internacional habrá padecido pero no se habrá derrumbado.
La capacidad de oferta tiene inercias negativas que harán imposible una recuperación automática; así por ejemplo, es evidente que el turismo no alcanzará las cotas anteriores hasta que el nivel de vida real de las sociedades maduras vuelva a remontar. Pero de otra parte, si se consigue que los recursos habilitados para la reconstrucción se apliquen verdaderamente a la modernización de los sistemas productivos —mediante la digitalización, la descarbonización y la mejora de la formación—, es muy probable que se consigan con rapidez crecimientos altos de la productividad, que hubieran sido inimaginables sin la mediación de un contratiempo tan grave como la pandemia.
En cuanto al sistema financiero, el hecho de que la crisis esté globalizada y todas las economías hayan tenido que endeudarse para responder al reto de la epidemia, tanto en el fortalecimiento de los servicios sanitarios cuanto en el socorro de las empresas afectadas por las etapas terapéuticas de confinamiento, sugiere la posibilidad de una quita global, que descargue el conjunto de los déficit fiscales hasta volverlos manejables. Los organismos económicos internacionales deberán ponerse a trabajar en esta dirección en cuanto se vea una luz en le horizonte.
Hay que compartir con Castells la convicción de que después de la pandemia ya nada será igual. Pero esta afirmación no ha de ser necesariamente negativa. A veces, las convulsiones permiten renacimientos inesperados, resurgimientos que no habrían acontecido de otra manera. Y a todas luces tenemos enfrente la oportunidad de renacer dentro de poco, en todo caso más pronto que tarde.
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