sábado, 24 de junio de 2023
Ordine al habla....
«NUESTRA SOCIEDAD DESPRECIA LOS SABERES QUE NO PRODUCEN BENEFICIO ECONÓMICO»
David Lorenzo Cardiel
@davidlorcardiel
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13 ABR
2023
«Nuestra sociedad desprecia los saberes que no producen beneficio económico»
Nuccio Ordine (Italia, 1958) lo tiene claro: «Esta sociedad está amenazando el futuro de la democracia». El reconocido ensayista, profesor y filósofo italiano, recientemente galardonado con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, acaba de publicar en España ‘Los hombres no son islas‘ (Acantilado), un delicado canto de amor hacia la cultura universal que inició con ‘La utilidad de lo inútil’. Ordine defiende, con total determinación, la necesidad de perseguir las utopías: «Si no, no podremos imaginar, pensar o llegar a hacer un mundo mejor».
«Escuela» proviene, como bien sabe, del griego scholé, «ocio, tiempo libre», a la vez que se asocia a la raíz del reconstruido indoeuropeo, segh, «sostener». ¿El saber nos alimenta, nos libera y nos sostiene ante las adversidades de la vida?
Hemos olvidado que significa exactamente «ocio, tiempo libre». Ahora la escuela y la universidad están enfocadas hacia un saber práctico, que se considera la respuesta adecuada para plantear la educación. Toda la educación tiene que estar orientada hacia la estrella polar del trabajo. No tienen como tarea principal en estos momentos el formar jóvenes hombres y mujeres que piensan de manera independiente sino futuros empleados. Esta idea de profesionalizar el estudio en la enseñanza es una locura total. La mejor respuesta a todo esto se encuentra en Aristóteles: cuando le preguntaron en su época para qué sirve la filosofía, respondió que era inútil. No sirve porque la filosofía no es servil, la filosofía te enseña a ser un hombre libre. Cuando surge esta idea del saber útil, de profesionalizar la escuela, de mirar únicamente al mercado, significa que hemos perdido totalmente la idea de la importancia del conocimiento como experiencia en sí: estudiar para ser mejores.
¿Por qué hemos desembocado en ese utilitarismo económico?
Es el producto de un neoliberalismo que gobierna el mundo en estos momentos y que hace pensar que lo útil es la cosa más importante de la vida, pero lo útil únicamente en un sentido económico. Esto se debe a que hay otras formas de uso. Por ejemplo, hay un discurso fantástico que hizo Federico García Lorca que preparó para la inauguración de una biblioteca en su pueblo natal, Fuentevaqueros: «si no tuviese dinero y estuviese en la calle pediría no un pan, pediría medio pan y un libro». Esta es la idea. Es muy importante alimentar el cuerpo para vivir, pero si no alimentamos también el espíritu, el hombre no puede encontrase. Michel de Montaigne decía que el ser humano «no es sólo cuerpo, no es sólo espíritu, son las dos cosas juntas». Sin embargo, esto no está nada claro en la sociedad: durante la pandemia, por ejemplo, no hubo ninguna réplica cuando se decidió mantener abiertos los supermercados, pero cuando las librerías y las bibliotecas se cerraron la mayoría de la gente pensó que era algo normal cuando no lo es. Ahora bien, esta idea de la importancia del dinero y de las cosas materiales existe después del mundo clásico, pero en los últimos cuarenta años, con el capitalismo rapaz, ha adquirido una fuerza que casi ha destruido todo interés por el espíritu.
«La vida de los estudiantes solo la puede cambiar un buen profesor, no una plataforma digital»
Los hombres no son islas (Acantilado) es una recopilación de fragmentos de autores occidentales de todas las épocas brevemente comentados por usted. ¿Estamos más aislados que antes, a pesar de vivir una época de esplendor tecnológico en las telecomunicaciones?
En estos momentos estamos viviendo una paradoja. A través de la tecnología tenemos esta idea de que estamos conectados con los demás las veinticuatro horas. Es cierto: puedo dialogar todo el día con gente de todo el mundo. Pero estas conversaciones, ¿son acaso verdaderas? ¿Son genuinas relaciones humanas? No, son una ilusión. En realidad, estamos encerrados en nuestras habitaciones y acogemos la ilusión de estar hablando con todo el mundo, cuando no es exactamente así. Estoy convencido de que como explico en páginas que he escrito en mi libro sobre la interpretación de El Principito toda relación humana, para ser tal, exige un contacto material; es decir, dos personas que se miran a los ojos, que se hablan directamente. En este sentido, la pandemia ha sido un laboratorio para el futuro. Encerrados en nuestras casas, las aplicaciones como Whatsapp o Skype cobraron una importancia vertebral al habernos permitido no interrumpir brutalmente las relaciones. Pero una cosa es un momento puntual y otra muy distinta es pensar que las tecnologías digitales deben convertirse en la forma de comunicación del futuro.
¿Ocurre lo mismo con la enseñanza?
Así es. Una cosa es enseñar virtualmente sin mirar siquiera a los ojos con los estudiantes, ya que es muy frecuente que no conecten la cámara. Si yo, como docente, estoy obligado a hablarle a una pantalla, lo puedo hacer, pero una cosa es impartir clases así bajo unas circunstancias en las que sea necesario y otra afirmar que la pandemia nos ha hecho comprender que el futuro de la comunicación es digital y a distancia. Ninguna plataforma virtual puede cambiar la vida de los estudiantes. La vida de los estudiantes sólo la puede cambiar un buen profesor. Precisamente en el libro incluyo la carta de Albert Camus a su profesor donde lo dice muy claramente: «sin usted nada de todo habría sucedido, no habría ganado el premio Nobel». Es muy conmovedor que el día en que un gran literato como Camus recibe la noticia de la concesión del premio Nobel en las primeras personas que piensa son en su madre y en su profesor de Argel.
«Esta sociedad está amenazando el futuro de la democracia»
Estoy convencido de que hoy en día sigue siendo fundamental la importancia de un buen profesor. Sin embargo, mucha gente piensa, por el contrario, que es necesario invertir mucho dinero en tecnología mientras no se forma ni se remunera adecuadamente al profesorado. Para esto último nunca hay dinero; para invertir en tecnología, sí (y mucho). El reparto tendría que ser equilibrado. Pero la dignidad de la enseñanza es casi inexistente en todo el mundo, porque hoy el valor de la persona es el dinero que gana. Y esto es una estupidez: un buen profesor puede ganar poco, pero es fundamental para el futuro de una nación y de sus jóvenes. Vuelvo a lo que dije antes sobre el aislamiento: tiene una raíz económica neoliberal, que es una nueva forma de egoísmo, pensar exclusivamente en uno mismo. Los partidos que hacen campañas electorales como America First o France d’abord representan esa idea, la de un egoísmo individual que se convierte en un egoísmo nacional. Nuestra nación sirve, los demás no. Esto una locura. ¿Cómo podemos vivir los unos sin los otros? ¿Cómo una nación va a vivir sin una relación con Europa, con el mundo, con una globalización evidente en nuestro tiempo?
Usted es actualmente profesor en la Universidad de Calabria, pero antes lo ha sido en otras instituciones académicas (Yale, París, Nueva York…). ¿Se está enfocando correctamente la manera en que se plantea la educación, ya no la universitaria, también los demás grados intermedios? ¿Qué les aconseja a sus alumnos en sus clases?
La mercantilización de la educación no es un tema de Italia o de España, es internacional. En todo el mundo hay esta idea de pensar que el estudio debe estar al servicio de una profesión. Hay ejemplos recientes que permiten comprender los riesgos que estamos asumiendo al enfocar la educación únicamente hacia este objetivo. Uno de ellos son los rankings de mejores universidades del mundo donde siempre destacan las mismas, en su mayoría estadounidenses. Hay una explicación y reside en los presupuestos: Harvard tiene como presupuesto el 50% del de todas las universidades italianas juntas; sin embargo, allí asisten solamente 20.000 estudiantes. Es decir, Harvard posee el equivalente a la mitad del presupuesto de todas las universidades italianas para formar a 20.000 estudiantes. Las universidades italianas reúnen un millón, en cambio. ¿Cómo competir en esta situación? De hecho, la prestigiosa universidad de Columbia admitió haber trucado algunos parámetros para conseguir situarse en la cima de estos ránquines. Ahora bien, tras haberlo admitido, ha perdido ocho posiciones en el ranking. Otro suceso: en la universidad de Nueva York despiden al mejor profesor de química porque 65 de 300 estudiantes enviaron una carta al rector para quejarse de que sus exámenes eran muy rigurosos. ¿Cómo ha justificado esta universidad el despido? Debían ser gentiles con los alumnos que pagan por estudiar en su campus. Esto significa que los estudiantes compran los títulos. Es una relación mercantil que únicamente sirve para vender el producto a un precio mayor, como pasaría con, por ejemplo, una chaqueta. Los rankings están corrompiendo la vida universitaria. Por otra parte, a mis alumnos les digo que el discurso que Boris Johnson dio hace unos siete meses, tras el verano, a los estudiantes británicos es un discurso vergonzante para mí, terrible. ¿Qué dijo? Que los estudiantes debían elegir las disciplinas que les permitiesen ganar dinero.
Pues él estudió clásicas, además.
Sí, estudió griego en Oxford. Pero él es un hombre vendido a la ideología neoliberal. Ahora bien, ¿cuál es mi respuesta a los estudiantes? Pienso que deben elegir las disciplinas que aman y que la pasión es mejor que el dinero. Porque la pasión puede hacer que nosotros podamos vivir una vida feliz. He conocido a mucha gente que tiene mucho dinero, pero que no es feliz, porque está realizando un trabajo solamente para ganar cada vez más dinero. Si se ama el trabajo que se realiza, la situación cambia. Yo soy un hombre feliz porque cada día de mi vida me levanto y me pagan por hacer cosas que para mí no son un trabajo, son la joya de mi vida. Los jóvenes exigen valores y comprenden muy bien mis palabras. Entienden que el discurso de Boris Johnson parece muy realista, pero, en cambio, empobrece moralmente la función de la educación.
«Existe una Europa del comercio, una de los bancos, una de las finanzas… pero no existe ninguna Europa de la cultura»
¿De qué manera podemos contrarrestar el utilitarismo?¿Necesitamos personas que investiguen por el placer de investigar, como antaño?
El premio Nobel de Física de 1965, Richard Feynman, formuló un brillante aforismo en el que comparó la investigación científica con el acto sexual: «la física es como el sexo, puede tener resultados concretos, pero no es por eso por lo que la practicamos». Si alguien practica una relación sexual para tener hijos no está satisfaciendo verdaderamente el objetivo. Así, la investigación científica tampoco debe dirigirse tanto hacia la obtención de resultados como al placer de aprender. Se practica por el placer de investigar y conocer. El mismo discurso es muy importante para la escuela y para la universidad: hacer comprender a los estudiantes que el objetivo de su estudio no puede ser exclusivamente material, que existe un placer del conocimiento muy fundamental. Hay dos poesías equivalentes en mensaje: una es Ítaca, de Kavafis, quien reinterpretó el mito de Ulises para incidir en que la importancia del viaje no era llegar al destino, sino la experiencia que el héroe acumuló en su camino desde Troya.
La transformación vital es cuánto queda…
Exactamente. Esa es la vida. Como dijo Antonio Machado, «caminante, no hay camino/se hace camino al andar». Es caminando que uno aprende. Para la ciencia sucede igual: la meta es la búsqueda de conocimiento, no otras cosas ajenas a ello.
A lo largo de Los hombres no son islas abarca múltiples temas y autores. Desde Luciano de Samosata a León Tolstói, Bartolomé de las Casas o Juan Rulfo, entre otros. Es una especie de caja de Pandora del saber. ¿Qué nos ha llevado a diseminar los saberes y alejar cada disciplina de sus semejantes? ¿No es el conocimiento, acaso, una única ambición, universal y aglutinante?
Claro. En el fondo, si pensamos qué es la historia de la literatura sabemos que es una colección de citas. ¿Esto qué significa? Que de manera encubierta (y tal vez de manera abierta) los clásicos citan otros clásicos para aclarar conceptos y expresar acuerdo o desacuerdo… Esta es la Historia de la Literatura: dice y repite siempre, pero cada repetición, cada cita, acaba siendo diferente del modelo. Toda literatura tiene una relación con los otros clásicos, es un diálogo con un clásico previo y una proyección hacia aquellas obras que se convertirán en clásicos en un futuro. Por eso, el conocimiento no puede ser restringido. Es estúpido enseñar El Quijote sin haber enseñado antes Orlando furioso de Ludovico Ariosto. Pero ¿qué importancia tiene estudiar Orlando furioso sin leer Elogio de la locura, de Erasmo de Róterdam? La literatura está conectada y no podemos imaginar una nacional solamente. Cervantes tenía Orlando furioso sobre su mesa de trabajo, y Ariosto tenía a mano Elogio de la locura; y a su vez, Erasmo leía a autores clásicos como Cicerón o Platón. Leer literatura implica romper las barreras idiomáticas, las barreras políticas, las barreras entre los países, las ideologías y las diferentes visiones del mundo.
«Si no cultivamos la utopía no podremos imaginar, ni pensar, ni llegar a hacer un mundo mejor»
Vivimos bajo sistemas democráticos, donde el acceso al conocimiento es más fácil que, probablemente, nunca antes. El ideal ilustrado consideraba que ese acceso liberaría en buena medida al hombre del peso de la ignorancia original (tabula rasa). Sin embargo, ahora son nuestros semejantes quienes renuncian a sumergirse en la búsqueda del saber. ¿Estamos hipnotizados por la híper tecnologización? ¿Estamos perdiendo la inquietud por aprender, por descubrir, por saber?
Es verdad que tenemos muchas posibilidades de aprender mediante las nuevas tecnologías, pero, como ya he dicho, hoy en día hay también un desprecio en nuestra sociedad hacia los saberes que no producen beneficio económico. Esta es la paradoja. Y la idea es que son valiosos únicamente los saberes prácticos que permiten un bien vivir, como dijo Boris Johnson. El mismo discurso se emplea para despreciar las lenguas antiguas. ¿Para qué sirve estudiar griego y latín? ¿Cuál es la condición que permite apreciar la cultura, la literatura, la filosofía, el arte, todas aquellas cosas que nuestra sociedad considera inútil porque no producen provecho económico? Esa condición es la curiosidad. Albert Einstein hablaba de la «divina» curiosidad. Hoy en día se pregunta a los estudiantes de once años qué profesión desea realizar, y a partir de ese momento se toman decisiones sobre a qué escuela y universidad acudirá a formarse en el futuro. Einstein dijo que esta era una manera de matar la curiosidad y el interés de los estudiantes hacia el conocimiento. Esto supone toda una amenaza a la democracia y se ve con un sencillo ejemplo. Si aplicamos la lógica empresarial a la educación y hay una universidad con un único profesor que está enseñando el sánscrito, una lengua muy antigua, la sociedad puede decidir que no puede permitirse el lujo de pagar el sueldo de un profesor para dos estudiantes. Se corta la rama que no produce lo suficiente. Si la universidad aplica esta lógica a la educación se produce una catástrofe total, porque si hoy decidimos cortar la enseñanza del sánscrito, mañana acabaremos decidiendo cortar la enseñanza del griego. Después será el latín, donde hay un profesor para diez alumnos. De esta manera, cuando los últimos conocedores del sánscrito, del griego y del latín fallezcan, se producirá una incapacidad arqueológica y cultural insalvable: ya no quedará quien sea capaz de leer unas inscripciones o unos documentos escritos en esas lenguas. Y una sociedad desmemoriada, que no tiene relación con su pasado, es una sociedad que no tiene futuro ni tendrá democracia porque la memoria es fundamental para comprender el presente y prever el futuro.
Eso ya ha pasado en España: ya se ha jubilado la una única docente de fenicio que quedaba y nadie ha seguido sus pasos.
Es muy peligroso. El futuro es importante, sí, pero si cortamos la relación con el pasado no podremos comprender ese futuro.
Stefan Zweig tuvo una gran preocupación vital, de hecho, por el estado de la cultura europea: para él, la Gran Guerra fue el inicio de su paulatina destrucción. Ahora, en 2022, la UE representa una unión económica entre países, pero ¿cómo observa la cohesión de la cultura europea? ¿Existe una cultura europea nativa, propia de nuestro tiempo y evolución de nuestras raíces clásicas, o asistimos a las ruinas de nuestra propia idiosincrasia?
No existe una Europa de la cultura. Existe una del comercio, una de los bancos, una de las finanzas… pero no de la cultura. Y esta situación también es el fruto de una política de partidos nacionalistas que han tenido un peso enorme en las decisiones comunes. Un ejemplo es Meloni en Italia: no es posible pensar primero en los italianos y luego en Europa. Lo que deberíamos decir es «somos italianos, pero el valor de Europa es más importante que el de Italia, ya que representa la unidad de todos los ciudadanos europeos». Y el valor de la comunidad mundial es más importante que el valor de Europa al representar a la humanidad en su totalidad. En la actualidad, la cultura no ejerce ninguna fuerza sobre la manera en que se organiza y se constituye Europa. En el Renacimiento, por ejemplo, estaba la idea de la «República de las letras», de los literatos, que significó que hablaban entre sí y compartían ideas independientemente del lugar de nacimiento. Un caso fue Giordiano Bruno, que vivió entre Francia, Suiza, Inglaterra, Alemania… Obró así porque Bruno fue un hombre que albergaba en su mente la noción de ser un ciudadano del mundo. Para filósofos de este tipo, poder dialogar con otros humanistas implicaba un sentido muy importante. También los científicos lo hacían: Isaac Newton, Tycho Brahe, Galileo Galilei y otros muchos mantenían una relación epistolar constante con sus contemporáneos a nivel universal.
«He conocido a mucha gente que tiene mucho dinero pero no es feliz, porque está realizando un trabajo solamente para ganar cada vez más»
Usted, precisamente, es especialista en el filósofo Giordano Bruno, un pensador muy especial por su aperturismo: su cosmología, sus comentarios de la física de su tiempo, sus reflexiones sobre el papel de la religión… Consideraba el saber como un único objetivo para la humanidad.
En la vida hay descubrimientos que, quizá, son casuales. Yo debía escribir mi tesis tras mis cuatro años de estudio de literatura y mi profesor me dijo que podía abarcar un símbolo que fue muy importante en el Renacimiento, el del asno. Giordiano Bruno escribió dos obras que tenían como símbolo el burro. Y leyendo su trabajo comprendí cosas muy importantes y que me gustaron mucho. Por ejemplo, la idea de la unidad de los saberes: para Bruno todos los saberes hablan el mismo lenguaje de la mutación y la incertidumbre. También está la idea del universo infinito. En su época existía la división aristotélica de separar el cielo, con los astros, perfectos, y el mundo sublunar, colmado de imperfección. No: Bruno dijo que lo que está en el cielo, en la Tierra y en todo el universo es lo mismo. Las leyes que funcionan en la Tierra lo hacen también en cualquier otra parte del cosmos, son parte de la perfección de la mutación de la incertidumbre. Otra idea trascendental es que el conocimiento no puede ser utilitarista. Según Bruno, el filósofo, si era un verdadero filósofo, no podía entregarse ni al servicio del poder ni al del dinero. Hay más cosas. Una frase suya que me encanta es la que dice que «para el verdadero filósofo, toda la tierra es su patria». Está diciendo claramente que la patria no se limita al lugar de nacimiento, sino que es el lugar donde hay libros y buenos profesores, donde se puedan tener magníficos amigos con los que dialogar y de los que aprender. Para Bruno, la patria no se limita a la mediocridad de unas fronteras nacionales y de un territorio. Esta percepción se gestó porque él pudo dialogar, viajar y vivir en lugares como Francia o Alemania, además de su Italia natal.
¿Cómo ve el futuro de Europa y del mundo en esta década? ¿Nuestras libertades, el concepto mismo de «libertad», están en peligro?
Existe una relación muy intensa entre conocimiento y libertad. Una época como la nuestra, que desprecia el conocimiento, es una época donde la ignorancia se prefigura como una amenaza contra la libertad. Pensemos en algunos grandes líderes que han gobernado países importantes. Por ejemplo, Donald Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil. Son gente que desprecia la ciencia, que han apostado por políticas antivacunas, que desprecian la cultura porque para ellos el dinero es la única fuente de dignidad en el mundo. Su manera de pensar es una amenaza para la libertad. Nicolás Maquiavelo decía «quien sabe es un hombre libre, quien no sabe será siempre esclavo de otro hombre». Quien no sabe depende de que otra persona elija por él, porque su ignorancia le niega la posibilidad de elegir por sí mismo. Ser ignorante significa ser esclavo de otras personas. Ahora existe una ilusión de conocimiento; de hecho, hay una confusión entre información y saber. Es verdad que hay mucha información disponible, pero tenerla no significa albergar conocimiento. Además, se da la paradoja de que cuando hay mucha información es como si no hubiera ninguna, porque se genera confusión. Lo cierto es que el nivel cultural medio está descendiendo en nuestra sociedad: los trabajadores de oficina de hace 25 años habían leído a Karl Marx y disponían de unos rudimentos culturales que les permitían razonar y discernir por sí mismos; ahora, un obrero no recibe una formación que le permita leer clásicos. ¿Cómo puede verificarse esta caída? Con el hecho de que se está destruyendo cada vez más la educación en la escuela y en la universidad, reduciendo cada vez más el nivel exigido.
«Una sociedad desmemoriada, sin relación con su pasado, es una sociedad que no tendrá democracia: la memoria es fundamental para comprender el presente y prever el futuro»
En una entrevista afirmó que «mi patria es una nación que me permite pensar y escribir libremente». Marco Tulio Cicerón, en sus Disputaciones Tusculanas, sentenció que «allí donde me encuentro bien está mi patria». ¿Ese bienestar vital es la república del conocimiento? En un tiempo en el que el concepto de lo patriótico, vinculado a una identidad lingüístico-cultural, está invadiendo el viejo continente, ¿cómo desprendernos de los prejuicios?
La trilogía que he escrito (La utilidad de lo inútil, Clásicos para la vida y Los hombres no son islas) muestra que los clásicos no se leen para conseguir un título, sino para aprender a vivir. Para entenderlo voy a comentar un fragmento de Los hombres no son islas que es la paradoja del barco de Teseo, descrita por Plutarco. Nos permite comprender que la identidad nunca es estable, sino una mezcla de lo viejo y de lo nuevo. ¿Cuál es la historia? Atenas paga un tributo muy elevado a Creta: debe enviar jóvenes a la isla para satisfacer el hambre del Minotauro, que se encuentra en Creta. Teseo cree que puede matar al Minotauro. Parte junto con los jóvenes que van a ser sacrificados y, como el relato mitológico afirma, gracias al hilo de Ariadna el héroe consigue matar al monstruo. Luego, Teseo regresa a Atenas con el barco. Este barco es el símbolo de esta victoria, que fue la base del nacimiento de una nueva vida de la ciudad de Atenas. Y se encuentra en el puerto de Atenas. Medio siglo después se cambian algunos tablones deteriorados por unos nuevos. Y medio siglo más tarde se cambian otras maderas. La pregunta es: ¿el barco sigue siendo el mismo en el que navegó Teseo? ¿O existe un límite a partir del cual el barco deja de ser el mismo que conoció Teseo? ¿Cuál es? Así vemos que la identidad se compone de lo viejo y de las nuevas cosas. Y con las personas pasa lo mismo que con el barco de Teseo. Yo, sin ir más lejos, soy calabrés, de la Magna Grecia, que es el sur de Italia, y en esta cultura dejaron huella los griegos, los romanos, los árabes, los españoles, los franceses, los normandos… Existieron muchas culturas que se mezclaron. Eso es la identidad.
¿Cabe entonces la posibilidad de construir aquella utopía de un mundo global sin globalización, de paz, de unión? León Tolstói, en su El reino de Dios está en vosotros, afirmaba que el ser humano jamás podría pensar, y menos aún, obrar, bajo un concepto de «humanidad». ¿Hay esperanza para salvar este escollo cultural por encima de creencias, intereses y religiones opuestas?
Óscar Wilde dijo que «un mapa del mundo que no incluye la utopía no es digno de ser consultado». El progreso es la realización de utopías. Si nuestra sociedad, como desafortunadamente estamos viviendo hoy en día, no cultiva la utopía, no podremos imaginar ni llegar a hacer un mundo mejor. Nunca lograremos entonces que lo imposible llegue a ser posible. Para conseguir este objetivo pensar la utopía es fundamental. Existen personajes de la literatura que nos enseñan todo esto de manera muy clara. No sólo está la Utopía de Tomás Moro, está también la utopía, por ejemplo, del hidalgo Don Quijote, que para defender sus valores vive una vida que todo el mundo piensa que es una vida de locos. Y todo ello porque no se basa en el dinero ni en los falsos valores que animan la cultura de su tiempo (y de nuestro tiempo). El ingenioso hidalgo nos enseña que en la vida hay derrotas gloriosas. Podemos perder –siempre hemos perdido–, pero las acciones, palabras y gestos que la nutren construyen una utopía que, a su vez, permite comprender los verdaderos valores del mundo.
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