Mariano guindal recuerda al periodista
Llanto por mi maestro Manu Leguineche
Empecé a trabajar con él en 1972. Estaba en primero de Periodismo y empecé como chico para todo. Me dio una oportunidad y me enseñó a ser un reportero, salir a la calle a buscar la noticia y correr a un teléfono para reportarla lo más rápidamente posible. El sonido de los teletipos echando chispas, las campanillas de las noticias urgentes, la adrenalina por haber conseguido una primicia –"los scoop son la sal de nuestra profesión", me decía una y otra vez–. Aún me tiemblan las piernas recordando cuando le llevé la quiebra de Rumasa: "Boyer amenaza a Ruiz Mateos con enviarle a los inspectores del Banco de España"; la matanza de los abogados laboralistas de Atocha: "¡Manu, te lo juro, han sido los del sindicato vertical!"; o el asesinato de Carrero Blanco: "¡Aunque no lo creas, ha volado por los aires!".
Me mandó a cubrir el golpe de Estado del 23-F, el triunfo electoral de Felipe González, la masacre de los huelguistas de Vitoria, el incendio del Corona de Aragón... Iba, buscaba la noticia y la reportaba. Al otro lado del hilo telefónico, Manu sentado al teletipo. ¡Un director que hacía de teletipista! Le contaba atropelladamente lo que estaba viendo y él picaba la cinta para no perder ni un segundo y ser los primeros en dar la información. Vivíamos el periodismo de calle contando historias y haciendo reportajes a cuatro manos.
Cuando había una guerra era él quien cogía el petate y se iba de enviado especial. Entonces éramos nosotros quienes tomábamos nota de lo que nos contaba y le escribíamos la crónica. La primera siempre era la conversación con el taxista que le llevaba del aeropuerto a la pensión más barata que había encontrado. Eso nos ponía en situación y a partir de ahí era un torbellino. No había hora ni de la noche ni del día para descansar; teníamos plena dedicación por gusto de trabajar: "Espero que los que nos pagan el jornal nunca sepan que esto nos gusta tanto que lo haríamos gratis", bromeábamos mientras nos tomábamos unos vinos. De regreso de sus viajes nos reuníamos en su casa de Islas Filipinas hasta altas horas de la madrugada para que nos contara las historias que había vivido con la tribu de corresponsales. A las cinco de la mañana abría una lata de fabada Litoral y unas botellas de vino y volvíamos a cenar.
Ese era Manu. La pasión por la información, las partidas de mus, la caza en la sierra de Madrid, las historias con Miguel Delibes, las peleas por el Athletic de Bilbao, las crónicas de guerra, los libros, las historias y ahora está muerto. Murió ayer de una insuficiencia respiratoria en la Fundación Jiménez Díaz de Madrid. Le tenía que haber visitado hace unas semanas en su casa alcarreña de Brihuega, pero no pude ir porque tenía cita con mi oncólogo. "Los dos hemos terminado con cáncer", me dijo la última vez que le vi junto a Jesús Picatostes, Marisa Ciriza, Ángel Benito, Ramón Perelló y mi mujer, Mar Díaz Varela, a quien conocí en su agencia. Le llevaba mi libro El Declive de los dioses, dedicado a él, y para que conociese a mi hijo San, un niño nacido en China que hemos adoptado. Cuando me vio se echó a llorar, me eché a llorar y nos abrazamos.
Dicen que el periodismo ha muerto, yo no lo creo y él tampoco lo creía. Mientras haya pasión por buscar la verdad y contar historias, habrá periodistas.
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