domingo, 5 de diciembre de 2021
La buena memoria de Leopoldo Tolivar...
Lo que querría recordar
A veces resulta que, aquello que en el momento no te dejó huella en el cerebro, llegar a lamentar haberlo olvidado
LEOPOLDO TOLIVAR ALAS DANIEL CASTAÑO
Domingo, 5 diciembre 2021, 00:35
Desde el mes de abril, llevo aburriendo con esta columna a los pacientes lectores capaces de pasar de la segunda línea. Pero no me echen la culpa, que es toda, coincidentemente, de una persona muy querida que me lo sugirió y del director del periódico que estaba en la misma línea y le dio la bendición al experimento. Se trataba no tanto de articular desordenadamente unas memorias, para lo que no tenemos ni yo capacidad ni ellas interés, como de trasladar episodios vividos que, o coincidieron con hechos relevantes o marcaron mi saber y entender.
Soy de los que no desprecia, en absoluto, los acopios memorísticos, por más que no deban excluir otras vías más importantes de conocimiento. Y la vida -perdón por el tópico- es una fuente constante de aprendizaje. Por los aciertos y los errores que, incluso pasado mucho tiempo, vuelven a asomarse a nuestro examen crítico. No pocas personas usan el lugar común de haber estudiado en la universidad de la vida; pero, aunque se refieran a no haber realizado determinados estudios, lo cierto es que la existencia es el más hondo de los magisterios para todos los mortales.
También estamos cansados de oír que la mente es selectiva lo que, como todos los dichos, tiene su contrario: el saber no ocupa lugar. Pasa lo mismo, en estas cosas de sentencias y refranes, que la contraposición entre 'el que calla, otorga' (silencio estimatorio) y 'dar la callada por respuesta' (denegatorio).
Quienes conocen bien el tema, como el psicólogo y profesor Enrique Pallarés, han dejado dicho que 'la memoria es selectiva, y esto lleva a que se recuerde mejor lo que tiene mayor significado para nosotros'. Pero, desde mi humilde percepción, a veces resulta que aquello que, en el momento de producirse, no te dejó una huella indeleble en el cerebro, al cabo de los años, llegas a lamentar haberlo olvidado porque entiendes que, recordarlo, habría enriquecido tu comportamiento y ensanchado tu pensamiento.
No sólo de la primera infancia, incluso de mucho después, acumulo -como tantos- imágenes fijas o, a lo sumo, con un sutil y brevísimo movimiento, como saben hacer las cámaras de los móviles. Pero cuánto daría, pongo el ejemplo, por rememorar prolijamente los doce años que viví cerca de mi abuela materna. Cuántas cosas que me habrá contado, cuántas maneras de haber forjado buena parte de mi educación, cuánto cariño continuo no reducido a fechas singulares que no se olvidan...
Lo mismo puedo decir del resto de mi familia ya ausente. Y, por supuesto, de las clases a las que asistí, desde el parvulario al doctorado. Tantos años de estudio, ¿adónde han ido a parar? Asignaturas que estudié con delectación -no todas, por supuesto- y de las que, si hoy me preguntaran, apenas sabría resumir en unos renglones y posiblemente con errores.
A diferencia de Gloria Fuertes -a la que, penosamente, han privado de una calle en Oviedo- yo no querría, ni por una causa excelsa, 'olvidarme de todo, de los números (...), de los libros leídos' ni de nada que me haya supuesto esfuerzo o placer. Y la memoria, desde luego, es evolutiva. Hace unos días, escribí aquí mi veneración unamuniana en la adolescencia. ¡Tantos libros anotados a lápiz! No creo que hoy fuera capaz de hablar una hora de lo que, de todas esas lecturas -y las de sus críticos- me ha quedado en la mente. O en el alma, dada la temática.
Añoro, si este verbo encaja aquí, no poseer una mayor retención visual de los numerosos pueblos, capillas, ruinas de leproserías, que recorrimos mi hermana y yo, de punta a punta de Asturias, cuando mi padre hacía su tesis doctoral. Muchas han desaparecido ya, casi para curar una nostalgia a la que, por fortuna, no suelo entregarme.
Y antes hablaba de las aulas y el profesorado: todos sabemos que entre los estudiantes se recuerdan más las anécdotas jocosas o estrafalarias que el buen hacer pedagógico de la señora o caballero de la tarima. Por eso soy muy refractario a toda suerte de chanzas en las explicaciones. Y tampoco olvidamos -el mal bicho que llevamos dentro- los patinazos que, como humanos, tienen los profesores. Cito sólo dos, como prueba de lo mal que se borran estas cosas. La primera se refiere a una señora que, más o menos, nos había hecho memorizar la valencia de los elementos, a las bravas. Alguien, con aplastante sensatez, le preguntó qué era la valencia -ya se sabe, lo del exceso o defecto de electrones y su función de enlace químico con otro elemento- y, literalmente, quedó muda. Sólo le faltó decir que Valencia tiene arroz y naranjas. La segunda, corresponde a un profesor de Política que, al final del Régimen, nos estaba hablando de la composición de las Cortes orgánicas y de cómo se nutrían de los tercios municipal, familiar y sindical. Otro compañero inquirió por los que eran 'procuradores' sin simulacro electoral, lo que se llamaban miembros natos (caso de los rectores). El profesor recogió el guante y dejándonos atónitos a los alumnos -éramos de Ciencias-, dijo, textualmente, que es que, en realidad, había cuatro tercios.
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