martes, 4 de julio de 2023
La " Trampa " de la diversidad...
La sociedad, un concepto en crisis
Salvador López Arnal
La sociedad, un concepto en crisis
Josep Burgaya es doctor en Historia Contemporánea por la UAB y profesor titular de la UVic-UCC, donde es decano de la Facultad de Empresa y Comunicación. Habitualmente realiza estancias en universidades de América Latina. De sus obras, destacamos Populismo y relato independentista en Cataluña. ¿Un peronismo de clases medias? (2020), y La manada digital. Feudalismo hipertecnológico en una democracia sin ciudadanos (2021). Su último libro publicado lleva por título Tiempos de confusión. De la clase adscriptiva a la identidad electiva (2023).
—¿Cuáles son las principales confusiones de estos Tiempos de confusión en que vivimos?
—De hecho, la confusión no es de los tiempos, sino de las personas y de gran parte de la sociedad. Multitud de desengaños e incertidumbres desde el futuro del trabajo hasta el deterioro medioambiental, de la crisis del modelo democrático hasta la proletarización creciente de las clases medias, del extractivismo de las grandes corporaciones a la exclusión social y laboral de un porcentaje cada vez mayor de la población. Triunfó en todo el arco político y social el individualismo más radical y las preocupaciones colectivas fueron desplazadas por el consumo compulsivo. Nos extraviamos con relación a las prioridades.
—Son muchos los temas y subtemas desarrollados en su libro. ¿Cuáles son las ideas-fuerzas esenciales que defiende?
—El tema central radica en lo que, a mi parecer, es el mayor error de la izquierda contemporánea, la “trampa de la diversidad” en la que ha caído, el error de no focalizar la desigualdad material como la base sobre la que se sustentan todo tipo de inequidades y marginaciones. La fragmentación de las luchas progresistas en un sinfín de movilizaciones particulares no es que divida al progresismo, es que le roba la legitimidad. Lo identitario, sea individual o tribal, tiende a desenfocar los problemas que habría que afrontar y, además, en su exageración sin matices, tiende a dar todo tipo de argumentos a la reacción derechista. La izquierda, desde hace mucho, especialmente en el mundo anglosajón, se dirige a clases medias urbanas universitarias. Los olvidados, aquellos que han cultivado el resentimiento en el olvido, se apuntan al discurso “transgresor” de la derecha. Se les acusa de primarios o “fachas”, cuando en realidad su incorrección política y cultural tiene que ver con hacer estridente su abandono. Recuerda a aquél dicho oriental que afirma que cuando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo.
— “De la clase adscriptiva a la identidad electiva” es el subtítulo del libro. ¿Qué era eso de la clase adscriptiva? ¿A qué refieren estas identidades electivas?
—Desde la Revolución Industrial y la Revolución Burguesa hasta los años noventa del siglo XX, se aceptaba y se compartía una ubicación de clase que nos venía dada por nuestra función en el proceso productivo y en la sociedad. Era algo dado que no implicaba forzosamente resignación, pero si un cierto orgullo y una “cultura de clase” compartida. A partir de los noventa, cuando entramos en el “ciclo de Hayek”, se nos inculcó que en la sociedad había “igualdad de oportunidades” y que seríamos y llegaríamos hasta dónde quisiéramos según talento y esfuerzo. A partir de ahí, creímos que todos éramos clases medias y nos esforzamos en subir por el ascensor social. Ahora todos podíamos elegir estilos de vida y apostar en el mercado de las identidades por la que más nos conviniera. Una cultura muy adecuada para no poner en cuestión las bases del problema principal en el mundo del capitalismo tardío, que es la desigualdad acumulativa y creciente.
—Abre su ensayo con una magnífica broma lingüística, una placa municipal en Ciudad de México que advierte a los repartidores de mercancías: “Se prohíbe a los materialistas aparcar en lo absoluto”. ¿Nos puede traducir la advertencia?
—La verdad es que esta placa, sacada de contexto, resulta deliciosa. En el libro la utilizo en el sentido que la izquierda actual, especialmente la que pretende estar más allá de la socialdemocracia, acostumbra a ser poco proclive a la diversidad de pensamiento, a los matices y fácilmente se erige en comisariado de la verdad. El mesianismo afecta también a la izquierda. Aunque no se tenga Dios, no quiere decir que se haya abandonado un concepto religioso de la política y de la identidad.
—¿Nos puede dar algún ejemplo de esa izquierda que pretende estar más allá de la socialdemocracia que acostumbra a ser poco proclive a la diversidad de pensamiento, a los matices?
—No se puede generalizar, pero en el mundo de Podemos existen sectores bastante cerrados, incluso sectarios, un poco dados a aquello de que “la realidad no nos estropee unas buenas convicciones”. Ensimismados, son incapaces de captar los efectos perversos que provocan sus planteamientos en algunos temas identitarios. No sucede tanto en Cataluña en el entorno de los Comunes, quizás porque se conforman con disponer de políticos y dependen menos de gurús. Quizás dónde es más exagerada la tendencia a lo absoluto sea en la, digamos, extrema izquierda independentista, instalada en una burbuja onírica.
—El sumario de su libro: introducción, diez capítulos, posdata. Una, dos preguntas por apartado. Vivimos según señala en tiempos de confusión, pero también en un “tiempo suspendido”, un concepto de Álvaro García Linera. ¿Qué tiempo suspendido en ese?
—García Linera habla de “tiempo liminal” para definir un momento de implosión de seguridades y verdades que ya no se sostienen, pero en el que todavía no se han diseñado propuestas de salida. Predominan los malestares, está en crisis el mismo concepto de sociedad, mientras resulta imposible de comprender y aún menos asir los cambios que se están produciendo…
Una parte de la población deviene “desechable”, se hunde la sociedad del trabajo que era la base del consenso democrático, la política es ya prácticamente “relato”, lo que quiere decir espectáculo. El cambio climático se acelera, el globalismo resultó si no un fracaso al menos una apuesta fallida. Se continúa confundiendo el crecimiento con el desarrollo, mientras se impone la gig economy y la financiarización que nos llevó a la crisis de 2008 y que se ha reemprendido de manera optimista. El mundo se ha convertido en algo inhóspito para una parte importante de la población. No hay explicaciones globales, solamente el recurso a dioses menores, encerrarse en una burbuja, y unas demandas de reconocimiento de identidades que se “adquieren” en el supermercado global de la cultura.
—¿Por qué es tan determinante el miedo en todos nosotros, por qué es tan poderoso?
—Los temores condicionan gran parte de las decisiones, de las opciones vitales que tomamos. Cuando más que en el miedo abstracto nos adentramos en el espanto, tendemos a sacar las peores pulsiones de nosotros mismos. Se acaba la cooperación, la empatía y se impone el individualismo, el sálvese quien pueda. Lo tribal representa una cierta seguridad ante los temores de lo desconocido, configurar la tribu la “identidad nacional” como apela la derecha o bien las identidades culturales particulares a las que recurre la izquierda.
—Finaliza el primer capítulo con estas palabras: “Un mundo orwelliano donde la exclusión social formará parte del paisaje, donde a las personas de bajos ingresos se las obligará a “salir” de la civilización autosatisfecha y minoritaria. ¿Quién quiere vivir en un mundo como este?”. Le devuelvo la pregunta: ¿quién quiere vivir en un mundo así?
—No quisiera caer en el tremendismo, en el agonismo, pero ciertamente el mundo en el que estamos y al que al parecer vamos resulta poco vivible, entendiendo esto como la posibilidad de poder desarrollar una vida digna. Hay temores fundados de que podemos ir a parar a una distopía de base tecnológica. Lo que ha significado la disrupción digital, el capitalismo de plataformas o la irrupción de la Inteligencia Artificial resulta tremendamente deshumanizador. Desaparece cualquier contexto de amabilidad y la posibilidad de desarrollar una vida plácida.
—¿Internet favorece los procesos democráticos?
—La sociedad digital resulta reacia a la primacía de lo colectivo y nos induce al aislamiento y al individualismo más recalcitrante. Las tiendas virtuales siempre están abiertas y, aunque algunos lo crean, las redes sociales no son un espacio público de deliberación.
—Señala que de un tiempo a esta parte el término “populista” está continuamente presente en el lenguaje político. ¿Qué entiende usted por populismo?
—El término se ha convertido más bien en un insulto descalificador en política que en un sustantivo. En realidad, nunca ha sido ni es una ideología. Es una manera de imaginar y practicar la política que se usa tanto a derecha como a izquierda, aún con matices. Establece bandos confrontados y polarizados, partir de una definición estricta de un “nosotros” y un “ellos”. Una prelatura de la emocionalidad sobre el razonamiento. El olvido de que la cultura democrática descansa sobre el espíritu de transacción y convivencia de intereses y valores diferentes. Aunque la izquierda populista parte de Laclau y Mouffe que sitúan su origen en el marco del concepto de “hegemonía cultural” de Gramsci, en realidad es un planteamiento que proviene de Carl Schmitt.
—¿Vivimos tiempos de irracionalismo? ¿De nuevo rige aquello que señalaba Lukács sobre el asalto a la razón?
—La razón ilustrada no vive su mejor momento. Predomina la emocionalidad, que es el refugio en tiempos de incertidumbre y de miedo. Cuando relativizamos los “hechos” y establecemos “verdades alternativas”, tenemos un serio problema para establecer un debate público fructífero y que nos pueda llevar a alguna parte. Quizás, en este momento y a diferencia de otros períodos históricos, la cultura política que tiende al fomento de lo irracional no es privativa de la derecha extrema.
—Cuando habla, críticamente, de corrientes identitarias de derecha a izquierda, ¿en qué está pensando? ¿Qué hay de malo en la cultura idenditaria progresista?
—Todos tenemos elementos de referencia diversos que nos definen. El identitarismo resulta negativo en la medida que produce una fragmentación irreal de la sociedad, de realzar la diferencia y no lo que compartimos y nos une. Delimita fronteras. Las identidades son en realidad diversas y cambiantes, evolucionan. Plantearlas como algo fosilizado con sus fronteras y rituales de admisión resulta una barbaridad. Se generan polaridades que nada tienen que ver con el desigual acceso a la riqueza y al bienestar. Hacen una función de opiáceo.
—¿La izquierda debe seguir vindicando el legado de la Ilustración? ¿No hay mucho desastre en estos dos últimos siglos realizado en nombre de la Ilustración?
—Seguramente es cierto que los sueños de la razón pueden engendrar monstruos. Ahí está la Revolución rusa como demostración de ello. Pero la alternativa a la razón es la barbarie. Es evidente que la reacción que supuso el Romanticismo aportó algunos matices interesantes a un pensamiento ilustrado que pudiera parecer esquemático y, a veces, reduccionista. Pero las emociones son esenciales en el ámbito personal y un mal contexto en el espacio colectivo. Las guerras, en su mayor parte, provienen de la manipulación de las emociones y las identidades.
—Sostiene también que la izquierda, desde los años setenta del pasado siglo, vive un repliegue ideológico, abandonando las luchas colectivas para refugiarse en la individualidad. ¿Toda la izquierda está inmersa en este paradigma identitario? ¿La izquierda clásica no hablaba también de la identidad de clase?
—Ha sido una dinámica global de la izquierda, aunque con muchos matices. Cualquier grupo social requiere de un cierto grado de cultura compartida para cohesionarse y mantenerse unido. El planteamiento marxista de la lucha de clases iba en este sentido. La clase, para pasar de ser una “clase en sí” a una “clase para sí”, debía identificar y reconocer sus intereses compartidos y elaborar una cultura común que estableciera lazos y vínculos duraderos. También objetivos colectivos. Pero esta cultura no se pretendía ni exclusiva ni excluyente. Pero hay una izquierda que ha nacido, justamente, para ser identitaria y confunde las prioridades. No representa, ni lo pretende, a las clases subalternas que lo requerirían. El triunfo del individualismo es inapelable. Se ha convertido en transversal, ha superado lo ideológico para representar el sentido común. Su triunfo tiene que ver con el discurso neoliberal predominante durante décadas, pero también con una izquierda imbuida por los valores, también individualistas, de la French Theory.
—Le pregunto más adelante sobre la French Theory. Hay en el libro varias referencias a lo que suele llamarse “ideología queer”. No parece muy próximo a esa ideología. ¿Por qué?
—Es un planteamiento iconoclasta que puede tener un cierto interés como elucubración teórica, pero que, a nivel práctico, actúa como ariete de ruptura de la acción colectiva en demanda de la emancipación social. Pude resultar muy atractivo, casi revolucionario, romper moldes y desacreditar referentes, pero induce a un nihilismo vacío. Toda pulsión individual, toda disforia de género debe ser aceptada y respetada, pero convertir esto en el estado “natural” de la condición humana es un desenfoque. Plantear que sexo y género son únicamente construcciones culturales resulta exagerado. Existe la biología y ésta nos plantea unos ciertos límites y también nos encauza. Lo individual, por sí mismo, no tiene por qué convertirse en norma global y, aún menos, en ley. Es un exceso de soberbia.
—En una nota al pie de página puede leerse su caracterización del transhumanismo: “un movimiento cultural vinculado a la fe en la capacidad de transformación de la condición humana gracias a la tecnología digital. El objeto es el superar las limitaciones fisiológicas y cognitivas de la especie humana para llegar a una hibridación entre el hombre y la máquina que resulta del todo distópica”. No se muestra muy partidario de esta nueva corriente filosófica. ¿Por qué?
—Es una barbaridad. Qué alguien pretenda “resetear” la condición humana es algo que resulta distópico y totalitario. La “imperfección”, justamente, hace grande y única a la condición humana. La exageración del pensamiento basado en la ingeniería que plantea un futuro de fusión material de lo humano y lo maquínico resulta un sueño propio de la locura en que determinados salvadores de lo humano se han instalado. En este sentido, el concepto de “singularidad” de Kurzweil resulta extremadamente indecente a nivel ético y moral.
—Ha hecho referencia anteriormente. Se le ve muy crítico con el pensamiento construido en Francia en los años sesenta, con la llamada French Theory. ¿Cuáles son tus principales críticas?
—El tema, desde el punto de vista teórico, es muy complejo y no se puede analizar en unas pocas frases. No descubro nada al decir que las aportaciones de Foucault, Deleuze, Guattari o Lacan han sido y son aún muy relevantes en el campo del pensamiento contemporáneo. Indispensables. Ahora bien, significan, cada uno es su ámbito, una renuncia a cualquier acción social colectiva. Se trata de liberar el deseo, de volver la mirada a uno mismo, se establece que ya solamente es posible la revolución individual. Para ellos, hay que convertir en público aquello estrictamente personal, enarbolarlo en el espacio público.
—¿Qué izquierda de Occidente ha cambiado, como afirma, de sujeto histórico? ¿Qué izquierda no considera al movimiento obrero como eje central de la emancipación?
—Aunque la izquierda ha mudado de sujeto histórico, esto no se ha formalizado. Es evidente que el trabajador de fábrica ancestral ya va deviniendo minoritario en el mundo occidental, pero hay un mundo de trabajadores ahí afuera hecho de precarios, excluidos, autónomos, informales, sobreexplotados… Como es evidente que la desigualdad en la distribución de la renta resulta cada vez más pronunciada. El problema de las izquierdas es que ya no los ve y construyen un discurso dirigido a las clases medias urbanas intelectualmente formadas. Este es el nuevo sujeto histórico. Pero lo es únicamente en términos electorales y no para plantear un proyecto de emancipación y transformación. Los abandonados, encuentran otros referentes, que no los salvan, pero que les confortan.
—Le cito: “La Unión Europea parece haber entendido que el capitalismo de las grandes plataformas, más que disruptivo, resulta ser un sistema depredador en la captación de rentas y un terrible acelerador de las desigualdades económicas y sociales”. ¿No es muy generoso con la UE? ¿No la sitúa en el “lado bueno” de la historia, por así decir, siendo muchas veces, así lo parece cuanto menos, representante de los intereses insaciables de las multinacionales?
—La UE representa la institucionalización de la europeidad. Conviven ahí, lógicamente, intereses contrapuestos. Puede ser un instrumento valiosísimo, y en muchos aspectos y momentos lo es, para la gobernanza en esta parte del mundo. No es un marco neutral, sus acciones son el resultado de la ideología dominante y, actualmente, lo es la que protege e impulsa un determinado capitalismo. Ahora bien, creo que hay una cierta conciencia de que la creciente desigualdad debilita la cohesión en los diversos estados que forman parte de ella, como también, que las grandes plataformas de internet, que son mayormente estadounidenses, saquean los ingresos fiscales y destrozan sectores económicos enteros a su paso. Sus intentos de controlar estas plataformas no es que sean sinceros, se han convertido en imprescindibles si no se quiere jugar un papel secundario en la economía y la geopolítica mundial.
—El capítulo 7º se titula: “Un mundo sin trabajo digno.” ¿Ve posible alcanzar un mundo con trabajo digno?
—No creo que se consiga si nos atenemos a la evolución de éste dentro de esta fase del capitalismo. No es solamente que el trabajo va a ser cada vez más escaso y se condena a una parte de la población a ser irrelevante. Es que la proporción de trabajo indigno –mal pagado, inseguro y en condiciones draconianas– va a seguir aumentando. Y no solamente en los “talleres del sudor” asiáticos o latinoamericanos, sino en la gig economy occidental hecha de repartidores, servicios personales, hostelería, microempleos informales…
—Cita a Diderot: “La democracia se detiene en los suburbios”. ¿Dónde se detiene hoy la democracia?
—La democracia requiere de entornos de una cierta dignidad, de un sentido de lo colectivo, de una desigualdad social contenida. Se detiene en la gente excluida, en los sin-trabajo, en la pobreza, en las banlieu de las ciudades, en los grupos sociales faltados de expectativas y de futuro, en la falta de espacio público, donde falta la reflexión pausada y serena… La democracia requiere de ciertas condiciones, del predominio de un sentido del “nosotros” sobre la hegemonía del “yo”.
—En Estados Unidos, afirma usted, la relación entre precarización, sufrimiento mental, ansiedad y toma de barbitúricos provoca entre 70.000 y 100.000 muertes anuales: muertes por desesperación que provocan un consumo desmesurado de opiáceos. ¿La situación es diferente en un país como el nuestro, con un capitalismo, digamos, algo menos salvaje y con algo más de protección social?
—El problema de Estados Unidos en este tema resulta brutal. Muere más gente cada año por desesperación que los americanos que murieron en la guerra del Vietnam. Hay que leer a Case y Deaton, o bien a Radden Keefe, para comprenderlo. Éste no es solamente un fenómeno norteamericano. La automedicación paliativa del sufrimiento funciona a lo largo y ancho del mundo occidental. El consumo farmacológico, recetado o no, resulta brutal. Algunas drogas, especialmente el consumo y dependencia de la marihuana entre los jóvenes hace también esta función de adormecimiento de los malestares. Los antidepresivos ya se toman más que la Coca-Cola. De hecho, el Prozac compite con Apple para ser la marca que representa y que define el mundo contemporáneo.
—¿La globalización que hemos vivido en estos últimos años ha sido letal para la clase obrera industrial de los países capitalistas occidentales?
—La absoluta mundialización de la economía, la nueva distribución planetaria de la producción ha resultado fatal para los trabajadores occidentales. La desindustrialización llevó a perder el trabajo a un porcentaje importante de los empleados de fábrica. La ocupación industrial está en el 12 y el 15%. Muchos desempleados han resultado muy difíciles de insertar en otras actividades. Pero mucha actividad terciaria y cuaternaria también se desplazó con la industria hacia los paraísos de la mano de obra barata de Asia, Latinoamérica o el norte de África. La “teoría del derrame” de riqueza que la globalización iba a traer al mundo no se cumplió ni tan solo en los grupos sociales de empleados del mundo occidental, como tampoco en aquellos que se convirtieron en la “fábrica del mundo”. Solamente ganó la capacidad extractiva de rendas y la dinámica de desigualdad, especialmente dentro de los propios países.
—¿Por qué es tan corrosiva la desigualdad? ¿Es compatible la democracia con los niveles de desigualdad realmente existentes? ¿Cómo se combate la desigualdad?
—Al final del libro recuerdo los datos básicos de la desigualdad y como ésta evoluciona. Éste y no otro debería ser el tema central de la política progresista contemporánea. La injusticia, la inequidad material es la base de la descomposición de la cohesión social. Desde la segunda mitad del siglo XX, la cultura democrática y la legitimación de sus instituciones ha descansado sobre el trabajo y sobre una cierta convicción de que funciona el ascensor social. Cuando amplios sectores sociales descubren que no existe la igualdad de oportunidades y que el concepto de mérito no es más que un trampantojo para mantener determinadas hegemonías, una parte importante de la sociedad se irrita, desconecta políticamente o acaba por recurrir a falsos emancipadores.
La desigualdad se puede combatir y reequilibrar con políticas económicas efectivas que lo pretendan. Fiscalidad realmente progresiva, legislaciones laborales que promuevan mejoras salariales significativas, asegurar el pleno empleo y buenos servicios públicos pueden generar sociedades bastante diferentes a las actuales. Incluso en Davos se cree que hay que “resetear” el actual capitalismo, como diría Keynes, protegerlo de sí mismo.
—Finaliza su libro con estas palabras: “La izquierda, el progresismo, debería recuperar la preocupación por los temas fundamentales, los cuales tienen su punto de arranque en la economía y en las políticas económicas que generan polaridad de rentas y practican el laissez-faire en relación con la creación de círculos cada vez mayores de empobrecimiento… Nadie si no es la izquierda política, liderará la lucha por la repolitización de la economía y las transformaciones sustanciales que se requieren en las políticas monetarias y fiscales”. ¿En qué izquierda está pensando?
—En realidad, en toda. Probablemente a la socialdemocracia, digamos que tradicional, le correspondería estar en la vanguardia de ello, más que nada porque mutó en mucha menor medida que las nuevas izquierdas hacia el predominio del discurso de la fragmentación social en identidades particulares, se dejó arrastrar mucho menos hacia el identitarismo y aún conserva ciertos vínculos con la clase trabajadora tradicional. Pero requiere del contrapeso de nuevas izquierdas que, una vez liberadas de las “guerras culturales” en las que se centran, eviten que la socialdemocracia se desplace hacia el centro y se pierda en el business friendly. La querencia en establecerse en la alternancia en lugar de como alternativa, que es lo que se requiere y se demanda.
—Gracias, muchas gracias por su tiempo y su amabilidad.
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Salvador López Arnal
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