sábado, 30 de noviembre de 2024

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CTXT Suscríbete Inicio de sesión Tienda Orgullosas de llegar tarde a las últimas noticias Mostrar menú Ayúdanos a perseguir a quienes persiguen a las minorías. Total Donantes 3.437 Conseguido 94% Faltan 11.345€ Firmas / Tribunas y Debates fango El odio como hábito político La repetición de expresiones despectivas y humillantes contra el adversario trata de crear un hábito emocional. Las extremas derechas refutan las conquistas sociales como si fueran dictatoriales e inhumanas Cristina Peñamarín 30/11/2024

Odio. / Malagón

Odio. / Malagón En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí Existe una estrategia de un partido político capaz no solo de vencer a su adversario, sino de destruir el espacio público democrático. La estrategia es infalible para hacer imposible la política del otro, e incluso la vida política tal como la conocemos. Se trata de algo demasiado evidente, y demasiado desagradable quizá, para que le dediquemos mucha atención. Cuando vemos algo tan tosco y excesivo como una ristra de insultos lanzados con el tono más vehemente al adversario político, podemos pensar que se trata de un comportamiento primitivo, un impulso incontrolado, un dejarse llevar por la rabia y la torpeza. Pero nada más lejos de la realidad: se trata de una estrategia poderosa y muy elaborada, que cuenta con una larga tradición de éxito; consiste en crear un hábito de odio. Creo que necesitamos afinar nuestros recursos para comprender cómo y por qué ocurre esto, y para pensar en otras políticas posibles. Se razona que el populismo de derechas, que enarbolan Trump o Ayuso, triunfa porque buena parte de la sociedad ha perdido la confianza en sus representantes políticos y los ve ajenos a sus experiencias e incapaces de compartir sus puntos de vista y su malestar. Esta ciudadanía votaría por quienes se presentan como enemigos del establishment: cuanto más extremo, desafiante y simplista, más atractivo resulta un eslogan o un líder. Y así, sostiene Sánchez-Cuenca, domina el “cretinismo político”. Aunque estas emociones sean centrales, estas políticas no se basan sólo en el impulso ciego o en la rabia contra el establishment. La derecha (moderada o no) lleva décadas invirtiendo en la construcción de su discurso político, apoyada en escuelas de pensamientos afines, como el neoliberalismo. En su estudio sobre esta corriente, Wendy Brown argumenta que las ideas neoliberales sobre la libertad animan y legitiman a la derecha dura, incluyendo sus ataques a veces violentos. Porque “esta formulación de la libertad pinta a la izquierda, incluso a la izquierda moderada, como tiránica y hasta fascista en su interés por la justicia social” (Wendy Brown, En las ruinas del liberalismo. Madrid, Traficantes de sueños, 2021 [2019], p. 33). Nos recuerda Brown que para uno de los inspiradores del neoliberalismo, F. Hayek, la misma noción de lo social es falsa, peligrosa, destructiva y deshonesta; un “fraude semántico”. Hayek denuncia la preocupación por lo social como la marca de todos los intentos descabellados de “controlar la existencia colectiva”. Armada con el pensamiento neoliberal, buena parte de la derecha actual ha llegado a la conclusión de que la izquierda (es decir, quienes se preocupan por lo social o por la igualdad) es peligrosa para la humanidad. Esta creencia es antigua y nueva, como todo en esta neoderecha. Redunda en ciertos prejuicios enraizados en el imaginario conservador, pero añade algo. De entrada, la intensidad y la firmeza de la convicción asentada en la supuesta cientificidad que le aportan sus autores de cabecera. Esa convicción es clave en un contexto de confusión inducida sobre los criterios de verdad. Además, esta derecha ha estudiado a fondo las técnicas de la comunicación política. Por qué, nos preguntamos, tanta reiteración de vejaciones e insultos, día sí, día también. Porque la repetición es fundamental para crear un marco de sentido. Me permito recordar la atmósfera en que nos encontrábamos inmersos cuando, a los pocos meses de formar Pedro Sánchez su primer gobierno, en febrero de 2019, el presidente del PP, Pablo Casado, lo llamó “el mayor felón de la historia democrática de España”, “el mayor traidor”, “lo más grave que ha vivido la democracia española desde el 23F”. Docenas de estos improperios (“irresponsable, incapaz y desleal”, “mentiroso compulsivo”, etc.) fueron arrojados en una misma sesión parlamentaria sobre todos nosotros, aunque se dirigían en apariencia al presidente Sánchez. Hay que preguntarse cómo nos afecta el hecho de que en los años que llevamos de legislatura nunca haya faltado este castigo. Y que casi seis años después, con otro presidente del PP, esta estrategia siga aplicándose con frecuencia martilleante contra Sanchez, contra su gobierno o contra cualquiera de ese entorno que tenga la posibilidad de adquirir más relevancia o poder, como ha ocurrido en las últimas semanas con Teresa Ribera mientras aspiraba a la vicepresidencia de la UE. A ella y a cualquier persona vinculada al sanchismo se les acusa no de errores políticos, sino siempre de las mayores vilezas, de ser humanamente despreciables. Es importante recordarlo para constatar la continuidad de esta estrategia frente a quienes sostienen que todos los políticos hacen esto mismo, o que se está produciendo una situación de polarización. Cada portavoz, cada miembro del PP que toma la palabra, tiene un objetivo por defecto: degradar y hacer aborrecible al sanchismo enemigo. No importa el motivo político, todos los motivos son buenos para señalar con toda la furia y el desprecio de que sean capaces, lo ofendidos que se sienten por la bajeza del otro. Esa repetición constante de expresiones despectivas y humillantes trata de crear un hábito emocional. Logra acostumbrar a su audiencia, en primer lugar, a ver ese personaje y su gente como objetos de desprecio, como algo considerado, de forma general y “natural”, como deleznable, insufrible, impresentable. Y el hábito puede extenderse a la acción. Nos acostumbra al acto de insultar, a ver como habitual o natural el acto de agredir verbalmente a alguien con la mayor violencia en el ámbito político. El objetivo no es tanto ofenderle a él (Sánchez) como enterrarlo bajo una montaña de inmundicia para volverlo insoportable y repugnante ante la audiencia. Repetir los insultos (felón, okupa, traidor, perro) trata de crear un objeto de odio y desprecio, un Perro Sanxe, que siempre y sistemáticamente recibe las expresiones más denigrantes, hasta que, para la audiencia buscada, la degradación se le adhiere como un aspecto inseparable de su persona. Pronto la verosimilitud de cada ataque pasa a ser enteramente secundaria, porque no se trata tanto de justificar o argumentar una acusación concreta por un acto particular, como de evidenciar el carácter moral del enemigo odioso, su abyección. Así vemos en muchas personas no seguidoras de ningún partido, no politizadas, como se suele decir, crecer un sentimiento de aborrecimiento y de rechazo moral hacia ese ser o seres presentados por tantos medios afines a esa derecha como lo más bajo, lo abyecto, lo que amenaza con destruir nuestro orden social. Quienes son frecuentemente objeto de desprecio y de expresiones ofensivas son generalmente vistos y sentidos como despreciables Lo abyecto nada tiene de objetivo. Es más bien una frontera, un extraño repulsivo que hay que alimentar para mantener la propia fuerza y cohesión. El otro repugnante es el enemigo o el desecho que impide al grupo ofensor diluirse en la nada. Lo abyecto aparece para sostener el yo en el otro, afirma Julia Kristeva. Y aquí me pregunto si recordamos alguna propuesta política del PP en esta o en la anterior legislatura que no sea matar al soldado Sánchez, al parecer, su única estrategia y en la que basa su existencia. Numerosos estudios en psicología social han aportado un buen conjunto de investigaciones empíricas que permiten demostrar lo que nos parece obvio, por ejemplo, que quienes son frecuentemente objeto de desprecio y de expresiones ofensivas son generalmente vistos y sentidos como despreciables. Estos estudios se refieren a minorías sociales y culturales que con demasiada frecuencia son tratadas en modos despectivos (Bilewicz & Soral Hate_Speech_Epidemic). Pero la estrategia del populismo de derechas (de Vox y el PP españoles, de Trump, de Milei) presenta a la que llaman izquierda como dominante, como propietaria de los lugares comunes que rigen nuestros sistemas de sentido, la educación, la cultura de nuestras sociedades, y que niegan los valores tradicionales y “naturales” que representamos quienes la aborrecemos. Así, el ataque a esa izquierda se presenta como una rebelión justa contra quien rige indebidamente y amenaza los valores más básicos. Esa estrategia llama a rebelarse contra una imposición que está más allá de lo tolerable, ya que, si la aceptamos, nos aniquila, destruye nuestra existencia como humanos dignos y decentes (así Ayuso declara con tranquila convicción y desprecio que sus adversarios en la izquierda son “inhumanos”.) ¿Podemos decir que el pensamiento de derecha se limita a repetir lo que hay? Para A. F. Savater, el discurso de derecha “no es una palabra impugnadora o transformadora, sino redundante con lo que existe” (Ctxt. Una utopía en marcha. p. 257). La derecha de la que hablamos ha hecho una inversión mágica: ellos son los “expulsados” del sistema y buscan precisamente impugnar lo que hay, movilizar a su audiencia para transformar lo que según ellos son las normas impuestas de la “corrección política” o del “comunismo”. Lo que para muchos demócratas son conquistas sociales y políticas que han permitido ciertos triunfos en igualdad y justicia, las instituciones y valores democráticos, son definidos por esa derecha como el statu quo que hay que refutar firmemente como impositivo, dictatorial e inhumano. Y ese lado combativo arrastra a muchos de quienes están desalentados, desorientados y sin esperanza en las posibilidades de la política convencional de transformar las cosas (como señala Sánchez Cuenca). No despreciemos su carácter repetitivo, pues no es banal. Observemos el marco de sentido y el clima afectivo que crean con la ayuda de sus omnipresentes medios afines. Es una estrategia poderosa que exige implicación y convicción (o falta de vergüenza, por ejemplo, para presentar en la UE la idea de que Teresa Ribera era responsable de los muertos de Valencia). Nada importa donde ganar lo es todo. Y crear desconfianza o rechazo hacia el enemigo es, para esta perspectiva, ganar. Es importante retóricamente que los insultos a esa “izquierda” sean proferidos, además de con firmeza, con orgullo, con la jactancia de quien lucha contra un poderoso e insidioso mal, de quien asume la defensa de sus conciudadanos frente al oprobio. De ahí la desmesura en el tono y el gesto, que representa la enormidad del mal a combatir. Esta estrategia conduce a la naturalización de un desprecio que de tan reiterado se convierte en asco y es sumamente eficaz para crear una epidemia de odio y asco moral entre amplias audiencias. Hemos de preguntarnos cómo contestar su naturalización, su conversión en hábito mental y afectivo para crecientes audiencias El hábito del asco y el odio se hace, como todos los hábitos, segunda naturaleza ¿Qué naturaleza es ésta? Hemos de habitar un espacio político en el que hay siempre un enfrentamiento entre grupos que se acusan de ser moralmente deleznables. Sabemos lo difícil que es responder a esta estrategia infalible, ya que no contestar una ofensa equivale a aceptarla, y contestar supone entrar en su terreno, en una realidad definida por la degradación de los interlocutores. Crea un relato que tiene sólo dos finales posibles: a) la izquierda es vil y despreciable; b) si responde, si pone en duda las acusaciones o el derecho del ofensor a insultar, se concluye fácilmente que todos los políticos hacen lo mismo porque son iguales y, por tanto, como ha pretendido siempre la derecha, la ciudadanía no debe interesarse por la política, sino permanecer ajena a esos actores y discursos tóxicos. Y así desaparece el espacio de la discusión y confrontación entre adversarios que hace posible la vida política en democracia. Pese a esta enorme dificultad, creo que no debemos no contestar a la imagen de abyección que trata de hacerse, o se ha hecho ya, tan obvia que en amplios sectores está activa incluso cuando nadie la menciona (por eso es hegemónica). Hemos de preguntarnos cómo contestar su naturalización, su conversión en hábito mental y afectivo para crecientes audiencias. Cómo hacer para tomar cada insulto actual no sólo como una ofensa que ocurre ahora sino sobre todo como un medio para construir una imagen abyecta de la izquierda que permita a los partidos de esta neoderecha afirmarse como sujetos políticos en este enfangado e impracticable espacio público. Autora > Cristina Peñamarín es catedrática de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Ver más artículos

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