sábado, 9 de noviembre de 2024

Manualillos críticos ...

S uScríbete www . newleftreview . es © New Left Review Ltd., 2000 Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0) t sd new left review 147 julio-agosto 2024 ENTREVISTA Rashid khalidi El cuello y la espada 7 ARTÍCULOS Tony Wood México en estado de cambio 44 Cédric durand Paisajes del capital 77 Radhika desai ¿El punto álgido de la hindutva? 97 Rebecca Lossin La mirada múltiple 123 CRÍTICA Grey Anderson El imperio al desnudo 137 Sanjay Subrahmanyam Sangre y pompa 156 Owen Hatherley ¿Dentro y contra el laborismo? 167 segunda época new left review 147 jul ago 2024 137 Tom Stevenson, Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony, Londres y Nueva York, Verso, 2023, 272 pp. EL IMPERIO AL DESNUDO Grey Anderson «La economía mundial, tanto en términos de capacidad productiva como comercial, es tripolar: Estados Unidos, la Unión Europea y China. Pero el poder mundial sigue siendo prácticamente unipolar. Esta configuración, inherentemente inestable, es el elemento central de la política mundial». Durante la década pasada afirmaciones tan lapidarias como esta han sido una característica distintiva de los ensayos de Tom Stevenson publicados en la London Review of Books, de la que es editor adjunto. Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony reúne varios de estos artí- culos, dotando de mayor nitidez a la concepción del mundo de Stevenson. Como queda claro en su «Introducción» y en su «Epílogo», su interés versa sobre las estructuras y prácticas del poder más que sobre la acumulación de riqueza, pero Stevenson considera que estas estructuras y prácticas se basan en la defensa de esta frente a la totalidad de los competidores presentes en el escenario mundial. Siguiendo los pasos de Sumner, Hull, Berle y otros estrategas del Brains Trust de Franklin D. Roosevelt, Stevenson considera que los acuartelamientos estadounidenses en el Golfo Pérsico –donde se encuentran algunas de sus mayores bases militares en el extranjero, una de sus tres flotas navales y decenas de miles de soldados– no son un medio para obtener petróleo y gas para sí mismo, sino un instrumento para controlar el acceso a esas fuentes de energía de los otros dos polos del comercio y la pro- ducción mundial, Europa y el Este de Asia, que le permitiría eventualmente estar en condiciones de estrangular sus economías. crítica 138 nlr 147crítica El libro de Stevenson está planteado como un desafío a las tres narrativas convencionales existentes sobre las relaciones internacionales. La primera presenta «reconfortantes historias de coaliciones de democracias que se unen contra amenazas autocráticas». Stevenson señala que el imperio esta- dounidense no debería comprenderse como un constructo ideológico, como un compromiso con ciertas normas o con el liberalismo y menos todavía con el gobierno democrático. El poder estadounidense está fundamentado sobre «crudas realidades militares y su centralidad en los sistemas energéticos y financieros mundiales». Estados Unidos permite un abanico de formas polí- ticas en sus Estados clientes, que incluyen desde monarquías medievales, juntas militares, parlamentos racialmente segregados y autocracias presi- denciales, hasta democracias liberales dotadas de una representación más justa y de mayor igualdad social que el propio sistema político y la propia sociedad estadounidenses; para Washington lo que importa es la acepta- ción general de sus objetivos. En opinión de Stevenson, lo que está fuera de duda es la preponderancia del poder estadounidense: una superioridad militar inigualable, el control de las vías marítimas decisivas, puestos de mando en cada continente, una red de alianzas que cubre a la mayoría de las economías avanzadas, el 30 por 100 de la riqueza global y las palancas del sistema financiero internacional. Desde Honduras a Japón, ningún otro Estado puede influir sobre el día a día de los acontecimientos políticos en otros países de la manera en que Washington puede hacerlo. «Llamar a esto un imperio es en todo caso subestimar su alcance». La segunda narrativa ligada la emergencia de un mundo multipolar acre- dita también el escepticismo de Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony. La costosa invasión de su vecino ucraniano difícilmente pone de manifiesto la capacidad de Rusia de proyectarse como una potencia global, mientras que las fantasías de la Unión Europea sobre una autonomía estratégica son «insustanciales». La India tiene poca capacidad de acción fuera del subcontinente. Turquía es una base para los misiles nucleares estadounidenses. Para Stevenson, la competición chino-estadounidense está claramente desequilibrada y el balance estratégico se inclina abruma- doramente en favor de Estados Unidos, constatando que China no amenaza militarmente a Estados Unidos y ni siquiera está claro que pueda invadir Taiwán. Washington amenaza a Pekín con el aislamiento y las sanciones, no a la inversa. «El hecho de que Estados Unidos mantenga un “perímetro de defensa” en el este y el sur del mar de China, que, a diferencia del orga- nizado originalmente en la década de 1950, llega hoy a pocos kilómetros de la China continental, y mientras se halle en condiciones de seguir mante- niéndolo, muestra que no está tratando con un igual, sino amenazando a un recalcitrante». Anderson: Geopolítica 139crítica La tercera narrativa en liza es la que postula el declive estadounidense. Stevenson rechaza la salida de Afganistán como evidencia de una retirada más amplia de Estados Unidos de la escena mundial. El hecho de que veinte años de gobernanza de la otan pudieran desmoronarse en semanas confirmó únicamente que el gobierno de Afganistán había sido «corrupto y artificialmente dependiente». Las humillantes condiciones de la salida del país se compensaban parcialmente con la firma de Biden del «sádico castigo» de congelar los activos del banco central de Kabul, «un gesto de maldad como despedida». La invasión rusa de Ucrania fue ampliamente proclamada como una amenaza mortal para el orden internacional, como les gusta llamarlo a los propagandistas imperiales, pero Stevenson echa una jarra de agua fría sobre esa idea. La estrategia estadounidense de fortalecer a las fuerzas armadas ucranianas se demostró «muy efectiva»; el que la cia pareciera tener un topo en el Kremlin con acceso a los planes de invasión también «iba en contra de la narrativa de la desaparición del imperio». Stevenson recalca que las razones que llevaron a Rusia a pasar de opera- ciones a pequeña escala, dirigidas a reafirmar su influencia en los Estados con los que tiene fronteras, a adoptar «una estrategia completamente dife- rente y mucho más arrogante» respecto a Ucrania no se han comprendido adecuadamente. «Parte de la historia descansa en los acuerdos firmados por Estados Unidos y Ucrania entre septiembre y noviembre de 2021», aun- que las potencias occidentales mantuvieran una «estudiada ambigüedad» sobre la entrada del país en la otan; evidentemente, el fracaso de las con- versaciones entre Estados Unidos y Rusia en enero de 2022 «determinó» la decisión de invadir. Para Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony resulta más significativo afirmar que la «peligrosa apuesta» de lanzar el ataque por parte de Moscú se correspondía con la estrategia de escalada de Washington y sus aliados, la cual cambió en abril de 2022 del aparente objetivo de fortalecer las defensas ucranianas a la «grandiosa ambi- ción» de utilizar la guerra para conseguir el desgaste estratégico de Rusia, lo cual constituye un riesgo terrible para los europeos, pero no una prueba del declive de Estados Unidos. «No vivimos en las abandonadas ruinas del imperio, sino en sus todavía humeantes campos de batalla». Si el poder estadounidense no está en declive, a pesar de la catástrofe de la crisis financiera registrada en el corazón de su modelo de acumulación, del claro fracaso a la hora de estar a la cabeza de las cuestiones medioam- bientales y de una serie de guerras coronadas por el desastre, ¿cómo se explica su permanencia? Stevenson sugiere que la magnitud misma de la superioridad estadounidense puede ser tan enorme como para desalentar a posibles rivales. En ese caso, la posición de fuerza de la política de Estados Unidos, siempre dispuesto a escalar hacia el conflicto militar, puede enten- derse como un esfuerzo coordinado para seguir demostrando el alcance de 140 nlr 147crítica esa superioridad y para mantener su efecto disuasorio: la estrategia pro- puesta por Stephen Brooks y William Wohlforth en World Out of Balance (2008). Stevenson sostiene que las confrontaciones propiciadas con China y Rusia fueron claramente elegidas por Estados Unidos, como puede leerse «con toda claridad en los documentos estratégicos redactados antes de cual- quier posterior ruptura». Hay varias características que diferencian a Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony del habitual planteamiento realista de las relaciones internacionales, como, por ejemplo, el representado por Patrick Porter en Gran Bretaña. En primer lugar, Stevenson se enfrentó inicial- mente a estas cuestiones siendo un joven periodista en medio del tumulto de la Primavera Árabe. Educado en Queen Mary, en la Universidad de Londres, donde estudiaba periodismo, se encontraba en la sección de pen- siones del Financial Times, cuando comenzaron los levantamientos. Partió hacia la región enviando crónicas desde El Cairo y el Magreb. Esta exposi- ción a las realidades de la geopolítica, que le permitió ser testigo directo de los papeles desempeñados sobre el terreno por los funcionarios británicos y estadounidenses, que raramente llegaban a las páginas de la prensa occi- dental, tuvo un efecto electrizante. En particular, lo que le resulto difícil de digerir y le enfureció fue el papel desempeñado por Gran Bretaña como ayudante de Estados Unidos en Oriente Próximo. Someone Else’s Empire muestra los resultados. Stevenson proporciona relatos devastadores sobre las actuaciones de Gran Bretaña en Iraq y Afganistán, al mismo tiempo que hace un implacable análisis de la «peculiaridad» de la política exterior britá- nica, estructurada alrededor de los intereses de otro Estado. En la «Introducción» del libro Stevenson señala que «muchos de los capítulos fueron originalmente reportajes escritos desde lugares donde las tensiones de la situación mundial no pueden ocultarse con eufemismos»: Escribir sobre Libia, Iraq o Egipto o desde ellos es enfrentarse a todas las contradicciones del poder angloestadounidense. Había dos temas que eran ineludibles: la permanente presencia del imperio estadounidense, a pesar del discurso sobre su declive, y la consistencia del servilismo británico a los designios estadounidenses cualesquiera que fuesen las consecuencias. Con estas palabras Stevenson establece el tono de lo que vendrá a con- tinuación. Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony está dividido en tres secciones. La primera, «Equerry Dreams» [«Sueños del escudero»], disecciona las «ilusiones británicas» a las que alude el subtí- tulo. Aunque la «relación especial» angloestadounidense ha sido el principal determinante del lugar ocupado por Gran Bretaña en el mundo durante los últimos ochenta años, es raro encontrar una evaluación sobria de su con- tenido. El repertorio nacional está atestado de lemas gastados, que van de la translatio imperii y el destino etnocultural, a la «fraternal asociación de Anderson: Geopolítica 141crítica los pueblos de habla inglesa» de Churchill, pasando por la identificación de Macmillan de los ingleses con los griegos del periodo helenístico destinados a «civilizar» a la nueva Roma. Margaret Thatcher insistía en que la relación entre Estados Unidos y el Reino Unido «es especial». «Es como es y eso es todo». Los funcionarios estadounidenses han utilizado términos más mor- daces. El comentario al vuelo de Dean Acheson ante los cadetes de West Point, «Gran Bretaña ha perdido un imperio, pero todavía no ha encontrado su lugar en el mundo», obsesionó a los comentaristas británicos durante la década de 1960 y durante un buen tiempo después. Mucho menos citada es su sugerencia de que la solución radicaba en «hacer que Gran Bretaña actúe como nuestro lugarteniente». En el análisis efectuado por Stevenson, la perspectiva del dominio marí- timo de Estados Unidos, ya previsto a finales de la Primera Guerra Mundial, fue lo que obligó a Londres a buscar algún acomodo con su sucesor hegemó- nico. Tres años después del armisticio, la Conferencia Naval de Washington (1921-1922), que congeló el equilibrio mundial del poder militar a favor de Gran Bretaña y Estados Unidos, también estableció la paridad entre las dos flotas; los altos cargos del almirantazgo se quedaron estupefactos cuando el secretario de Estado estadounidense citó por su nombre los acorazados que tenían que proceder a desguazar. Después de estar más o menos al mismo nivel en 1941, en 1944 la Royal Navy desplazaba una cuarta parte del tone- laje de su contraparte estadounidense. Durante la Guerra del Pacífico, las batallas aeronavales en el Mar del Coral y Midway exhibieron la magnitud del poderío estadounidense, una supremacía fortalecida durante los años posteriores. En marzo de 1944 un informe del Foreign Office señalaba el descenso de estatus de Gran Bretaña, de «protagonista a asistente»; el país salió del conflicto como un siervo del programa del Lend-Lease estipulado por Estados Unidos y recogido en la An Act to Promote the Defense of the United States, aprobada por el Congreso estadounidense en 1941, que había permitido la financiación estadounidense del esfuerzo de guerra británico y de los Aliados en general. Stevenson sostiene que el sometimiento no fue el único legado del mencionado acuerdo con Estados Unidos durante el periodo bélico. La com- partición de información por los servicios de inteligencia de ambos países, originalmente al hilo del trabajo de criptoanálisis, quedó formalizado en 1946 con el ukusa Agreement. El armamento atómico suponía un pro- blema menos manejable. Científicos británicos habían participado en el Proyecto Manhattan en el convencimiento de que Gran Bretaña se beneficia- ría de un acceso privilegiado a la tecnología nuclear estadounidense. Antes de que se cumpliera un año de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, el Congreso puso abruptamente fin a esa idea en lo que el historiador oficial de la Atomic Energy Authority describió como «el deprimente panorama de 142 nlr 147crítica una superpotencia jugando con un país satélite». Con la llegada del Sputnik, se reanudó la cooperación nuclear y a finales de 1957 Gran Bretaña probó con éxito un artefacto termonuclear. Pero nunca se desplegó una bomba «totalmente británica». Lastrado por los crecientes costes, el gobierno de Macmillan abandonó el programa y aceptó comprar los misiles Skybolt de largo alcance; cuando en 1962 Washington abandonó unilateralmente su producción, el primer ministro fue con el sombrero en la mano rogando el acceso a sus sustitutos, los misiles Polaris montados en submarinos. Como parte del acuerdo, Estados Unidos estableció una base para su propia flota de Polaris en Holy Loch, ubicado en el fiordo escocés de Clyde. A partir de entonces, el potencial nuclear británico sería dependiente de los misiles de fabricación, mantenimiento y operatividad estadounidense. Stevenson señala que «no existe ninguna posibilidad de que se utilicen sin la apro- bación de Washington». «A los políticos británicos les gusta hablar de la “capacidad disuasoria independiente” del país, pero en la práctica sus armas nucleares son un elemento más del poder estadounidense». En el análisis de Stevenson, el espionaje, las cabezas termonucleares y la logística bélica en el extranjero han sido el verdadero contenido de la alianza. Estos tres componentes también ayudan a entender su notable continui- dad a pesar de cambios periódicos registrados en la atmósfera y el tono del acuerdo. Surgirían ocasionalmente fisuras entre los aliados, pero Acheson había comprendido la dinámica subyacente. La periodización convencio- nal de las relaciones entre ambos países plantea una residual añoranza por parte británica de su estatus de gran potencia concluido en 1956, cuando Eisenhower puso fin a la aventura de Suez. Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony deja claro que después de este episodio se abrieron dos nuevas etapas. Durante el interregno transcurrido entre la década de 1960 y la de 1990, los dirigentes británicos se ajustaron a su nuevo estatus, pero todavía conservaban la mentalidad residual de ser un Estado independiente. En 1967 Harold Wilson explicaba a Lyndon B. Johnson que su gobierno no podía enviar dos brigadas simbólicas a Indochina sin con- vertirse públicamente en «la marioneta británica» de Washington. Edward Heath siguió un rumbo determinadamente proeuropeo y se negó a autori- zar la utilización del espacio aéreo británico para organizar el puente aéreo a Israel durante la guerra de 1973. Thatcher y Reagan eran almas ideológicas gemelas, pero ella se embarcó en la campaña de las Malvinas en contra de la inicial desaprobación de Washington, que después acudió en su ayuda a través de la ayuda prestada por sus servicios de inteligencia, lo cual hizo también Pinochet. En la nueva era iniciada con Blair, los dirigentes británicos se con- vertirían en predicadores de la política exterior estadounidense, por muy imprudente o mal concebida que pudiera estar. Antes de cumplir un año de Anderson: Geopolítica 143crítica su mandato, un veterano del Consejo de Seguridad Nacional de la época de Johnson se preguntó públicamente si «el seguidismo británico de la política exterior estadounidense» no había «devaluado la posición británica hasta el punto de convertirse más en un estorbo que en un activo diplomático». Pero ello reflejaba un nuevo consenso del establishment de seguridad: la primera prioridad para Gran Bretaña era estar implicada en la ejecución de la estra- tegia estadounidense, ya que supuestamente ello le ofrecería la oportunidad de influir sobre ella. Formulada en el momento de la guerra de la otan en Yugoslavia, esta ilusoria convicción se endureció hasta el punto de justificar informes dudosos, de decir mentiras en el Parlamento y de protagonizar actuaciones similares para asegurar que Gran Bretaña desempeñara un papel protagonista en la invasión de Iraq. Lawrence Freedman, promotor del departamento de War Studies del King’s College de Londres, pensó que el envío de una división completa sería «la tarifa de entrada en el círculo estadounidense de toma de decisiones» para «moderar la línea dura». Freedman y John Bew, también del King’s College, se cuentan entre las «mentes directoras» de una intelectualidad autóctona especializada en cues- tiones de defensa subvencionada por el Royal United Services Institute, el International Institute for Strategic Studies, Chatham House (Royal Institute of International Affairs) y otros think tanks. Stevenson hace un incisivo retrato de esta camarilla. Salpicada con antiguos funcionarios estadouniden- ses de la seguridad nacional y con unas arcas complementadas con fondos estadounidenses, su influencia sobre el centro imperial es nula. Atlantista hasta la médula, siempre al acecho del «atávico antiamericanismo», proba- damente más belicista y dispuesta a combatir que el propio Estado Mayor, para Stevenson, la función central de esta camarilla es «desafiar las señales de declive y las sugerencias de que Gran Bretaña podría verse degradada de la “mesa principal”». Con Blair, que sobrepasó en belicosidad a la Casa Blanca de Clinton en la cuestión de Kosovo, la cool Britannia de la época se esforzó por estar a la altura de la tarea. El primer ministro expresó franca- mente su concepción de la relación con la potencia hegemónica durante el periodo previo que llevó a la invasión de Iraq. Los gestos amistosos eran insuficientes para convencer a los estadounidenses de la consistencia de la fidelidad británica. «Necesitan saber si estás preparado para comprometerte, ¿estás preparado para estar allí cuando empiecen los disparos?». Stevenson proporciona una excelente valoración de los resultados. No obstante, los relatos interesados sobre los bien intencionados británicos, que se unían a la Operación Libertad para Iraq con el fin de suavizar su desen- volvimiento, lo cierto es que Londres tomó la iniciativa en la carrera hacia la guerra convocando a otros miembros, de modo que se aliviara la impresión de su soledad junto a la belicosidad texana. La actuación sobre el terreno de las fuerzas británicas fue menos satisfactoria. Encargadas de tomar la 144 nlr 147crítica provincia sudoriental de Basora, las unidades blindadas tuvieron problemas para superar a un enemigo mal equipado y peor alimentado. Una vez que se apoderaron de la capital, después de dos semanas de lucha, el empleo de 20.000 bombas de racimo y un silenciado coste de vidas civiles, los ocu- pantes se demostraron todavía menos competentes a la hora de garantizar la seguridad del enclave. Stevenson señala que «a principios de 2007 las fuerzas británicas presentes en Basora estaban encerradas en la guarnición bajo un constante bombardeo». Cuando en junio de ese año Blair abandonó el cargo, el ejército britá- nico estaba entregando prisioneros a las milicias de la ciudad a cambio de ceses temporales de los ataques sobre sus posiciones […]. Hicieron falta ocho semanas para sacar el equipo militar británico del centro de Basora, pero los soldados se retiraron de la ciudad en una sola noche, como si fueran criminales que abandonan una casa saqueada. Su partida había sido negociada por adelantado con las milicias chiitas. En sep- tiembre de 2007 las fuerzas británicas controlaban tan poco la ciudad que retirarse sin semejante acuerdo hubiera sido muy difícil. El convoy de la medianoche sufrió solamente un ataque con artefactos explosivos, lo que habida cuenta de las circunstancias se consideró un éxito. Basora quedó en manos de las milicias. Después de haber invadido la segunda ciudad de Iraq y haberla ocupado durante cuatro años, los soldados bri- tánicos acabaron sentados en un aeropuerto en las afueras de la ciudad mientras los milicianos les lanzaban cohetes a placer. La humillación fue todavía más dolorosa para una institución neuróti- camente preocupada por mantener su reputación ante los estadounidenses. Los generales estadounidenses hablaron claramente sobre su desilusión con los comandantes británicos, que habían llegado jactándose de su tradición colonial y su sentido táctico duramente ganado en Irlanda del Norte. En Afganistán el panorama no fue más positivo. Después de una contribución inicial protagonizada por comandos, desde 2006 Gran Bretaña asumió la tarea de pacificar la provincia de Helmand bajo los auspicios de la otan, y con el gobierno y el Alto Mando británicos ávidos de redención en vista de la desordenada y penosa retirada de Iraq. La misión rápidamente se con- virtió en un fiasco, siendo desmentida la retórica de una intervención de contrainsurgencia «concebida para no agredir a la población» por la serie de masacres y atrocidades indiscriminadas cometidas. En ninguno de los dos casos hubo una estimación adecuada de las consecuencias. Pero como Stevenson señala sobre Iraq, «hablar de crímenes individuales de guerra es ignorar el hecho de que la propia guerra era un crimen terrible, un irres- ponsable asalto similar que en otro momento provocó que se desarmara a naciones por cometerlo». Anderson: Geopolítica 145crítica Stevenson sugiere en la «Introducción» que la desesperada manera en que Londres se aferra a Washington solamente tiene sentido, si cree que Estados Unidos ha entrado realmente en una fase en la que pretende demos- trar repetida y agresivamente su colosal superioridad para así desincentivar a cualquier rival. Desde esta perspectiva, Stevenson admite que, como aliado designado, «la servil adhesión de Gran Bretaña al proyecto global de Estados Unidos es por lo menos inteligible». Sin embargo, hay algo en el servilismo británico, que se ha acentuado durante la década pasada sin importar los costes que supone, que desafía la comprensión. Mientras su posición eco- nómica continua en declive, el presupuesto militar de Gran Bretaña es el mayor de todos los miembros de la otan con excepción de Estados Unidos, un gasto que tanto los laboristas como los conservadores prometen aumen- tar. Las declaraciones sobre la estrategia de defensa nacional copian las que realiza Washington, incluyendo frases que a menudo se repiten lite- ralmente. Londres abandonó esperanzadores proyectos de acercamiento a Pekín para sumarse a la línea dura estadounidense, copiando el «giro» estadounidense con su propia «reorientación hacia Asia», anunciada en la «revista de seguridad integral», Global Britain in a Competitive Age en 2021, que dirige John Bew. Ese mes de mayo el portaviones hms Queen Elizabeth partió rumbo al mar de China. La misma revista de defensa reveló que Gran Bretaña aumentaría su arsenal de armas nucleares, una decisión trascen- dental tomada con muy poca discusión pública. Como señala Stevenson, la racionalidad estratégica de esta escalada no está clara. Mientras tanto, el planteamiento del gobierno de Johnson sobre la guerra en Ucrania –«más virginiano que el Pentágono o la cia»– ha sido celosamente mantenido por sus sucesores y Gran Bretaña sistemáticamente se sitúa a la cabeza de los demás Estados europeos a la hora de suministrar a Kiev sistemas armamen- tísticos cada vez más sofisticados. Stevenson señala que «una cosa es estacionar fuerzas militares por todo el mundo para mantener tu propio imperio y otra distinta es hacerlo para el imperio de otro. ¿Hay alguna alternativa posible? No hay ningún elemento del establishment británico que favorezca uno u otro tipo de ruptura del pro- yecto atlantista; incluso en el momento cumbre de su influencia, Corbyn no pudo incluir una crítica radical de la política exterior británica en el mani- fiesto del Partido Laborista. «Por otro lado», continua Stevenson, en el Reino Unido la comunidad estratégica es nominalmente tecnocrática. Su preferencia por una estrategia amarrada al poder estadounidense no pro- cede de una coalición de clase o de cualquier otra tendencia política más general excepto de manera muy superficial. Sus efectos no tienen beneficios evidentes. Y mientras la mayor parte del mundo no tiene ninguna decisión que tomar respecto a la hegemonía estadounidense, Gran Bretaña se halla en la afortunada posición que le permitiría optar por una cooperación mucho menor, si quisiera hacerlo. 146 nlr 147crítica Semejante opción haría que evitar correrías militares en el extranjero fuera una prioridad estratégica, readaptándose a la tarea más manejable de la «defensa de las islas». Desengañada de la equivocada búsqueda de un papel global, Gran Bretaña por lo menos podría reconciliarse consigo misma en la categoría de un poder económico de nivel medio, una posición asociada a menudo con la neutralidad en política exterior y el no alineamiento. En cual- quier caso, «las fuerzas armadas británicas han sido una constante fuente de maldad para el mundo; cualquier reducción de la capacidad expedicionaria sería beneficiosa en sí misma». La segunda parte de Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony examina los «instrumentos de orden» internacionales de Estados Unidos. Lo que Stevenson califica como «la gestión reactiva del imperio» no se limita a Oriente Próximo. Los documentos sobre la Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense, la posición sobre la fuerza nuclear y la exhibición de su fortaleza geoeconómica dan fe de la cohesión del pensa- miento sobre política exterior a lo largo de los diversos gobiernos. Stevenson sostiene que, consideradas colectivamente, la potencia de estas herramientas va en contra de precipitadas declaraciones sobre el declive estadounidense. Si la primacía económica de Estados Unidos ha disminuido en términos relativos, su centralidad para las finanzas globales y la importancia del dólar siguen siendo unos recursos inestimables. La creciente utilización de san- ciones refleja una dimensión de la excepcional capacidad de presión que esto representa. En manos estadounidenses, el arma económica no solo puede prohibir el comercio nacional con un Estado extranjero, sino afectar a la capacidad de cualquier otro sujeto económico de comerciar con el mismo so pena de sufrir las llamadas sanciones secundarias. Irán fue el terreno de prueba para esta iniciativa. Washington dictó embargos contra la República Islámica a partir de la década de 1980, pero no fue hasta el nuevo milenio, tras el establecimiento de una nueva jurisdicción sobre el sistema de pagos interbancarios impuesta por decreto presidencial y la normativa de la Patriot Act, cuando empezaron realmente los esfuerzos para aislar a la economía iraní, «asalto» anunciado por Obama en 2011. Las sanciones, parcialmente levantadas después del «acuerdo» nuclear de 2015 –un «éxito» en opinión de Stevenson– volvieron a entrar en vigor cuando años después, Trump se retiró del paic (Plan de Acción Integral Conjunto). La vuelta atrás irritó a los aliados de Estados Unidos obligados a seguir el ejem- plo, pero la iniciativa europea para desarrollar un mecanismo alternativo para efectuar los pagos fue inútil, mientras se ignoraron las objeciones planteadas en las Naciones Unidas. Desde entonces, Washington ha apuntado a Rusia con el mismo mecanismo a una escala todavía mayor, que a fecha de hoy se ha saldado con un resultado no concluyente. El hecho de que las sanciones «funcionen» como un medio de coaccionar a los Estados para que cambien su Anderson: Geopolítica 147crítica comportamiento, en vez de simplemente como un expediente para aumentar la miseria de sus poblaciones, es cuestionable. Pero, como señala Stevenson, tienen otros usos: preparar el terreno para la acción militar, si es necesaria, y disciplinar a los aliados. La vigilancia es otro valioso activo. Stevenson ofrece una excelente pano- rámica de la infraestructura física de la alianza de los Cinco Ojos, cuya existencia solo se reveló oficialmente al público en 2010, y del enorme conjunto de estaciones de control encargadas de recoger información de cables submarinos, llamadas telefónicas, radiobalizas marítimas y comu- nicaciones electrónicas. Gran Bretaña al este, Canadá al norte, y Australia y Nueva Zelanda en el Pacífico Sur, son parte integral de esta iniciativa. Pero mientras Estados Unidos recibe automáticamente las señales que sus socios recogen, no siempre las comparte; la National Security Agency (nsa) algunas veces reclasifica los informes que recibe de sus aliados, haciéndolos inaccesibles para la nación que los generó. Gran parte de esta red se basa en el reconocimiento espacial. Estados Unidos controla actualmente más satéli- tes que el resto de países del planeta juntos, lo cual facilita tanto el espionaje como los «ataques cinéticos» por vehículos aéreos no tripulados. Esta es la base del aparentemente fantasioso entusiasmo de los estrategas estadou- nidenses por la «astroestrategia», institucionalizada con la creación de la Fuerza Espacial en 2019. Las alucinantes anticipaciones de una guerra orbi- tal tienen una base semirracional en la ansiedad que produce el hecho de que Rusia y China puedan desarrollar una capacidad contraespacial capaz de poner en peligro la red de satélites estadounidenses y de este modo neutra- lizar potencialmente sus fuerzas armadas, actualmente incapaces de actuar sin el gps. Se trata de una perspectiva lejana. Sin embargo, como remarca Stevenson, «el manual de estrategia estadounidense considera que el país está librando una constante batalla contra la complacencia. Para prevenirla, la clase política periódicamente conjura inminentes amenazas, que se yer- guen contra la superioridad estadounidense». Lo mismo sucede con las afirmaciones de que la superioridad nuclear estadounidense se encuentra en peligro. Tras la desaparición de la Unión Soviética, la estrategia estadounidense en este ámbito respondía a un plan- teamiento doble: mantener y «modernizar» su arsenal mientras persuadía a otras potencias nucleares para que redujeran el suyo y, por encima de todo, impedir que cualquier otro Estado accediera al club nuclear. El principal instrumento para conseguir este objetivo es el Tratado de No Proliferación Nuclear, que mantiene la superioridad estadounidense en nombre de la paz. Obama, elogiado por el Comité Noruego del Nobel por su visión de «un mundo sin armas nucleares», comprometió un billón de dólares para modernizar el arsenal estadounidense. Recientemente se ha hablado desde el gobierno de Biden de aumentarlo y mejorarlo, lo cual se justifica trayendo 148 nlr 147crítica a colación las opiniones del Pentágono de que en 2030 China contará con más de un millar de cabezas nucleares. Si eso fuera cierto, supondría menos de una tercera parte del arsenal estadounidense, pero además existen dudas sobre la viabilidad de la disuasión china. Stevenson señala que en todo caso la incertidumbre respecto al equilibrio de fuerzas y la derogación de los acuerdos de la Guerra Fría sobre control de armas significa que los próxi- mos años «bien pueden representar un peligroso momento de transición similar al atravesado por Estados Unidos y la Unión Soviética a principios de la década de 1960». Antes de la segunda década de este siglo, había pocas discusiones sobre cualquier desafío creíble al dominio marítimo estadounidense. Sin embargo, en 2021 el Departamento de Defensa informó al Congreso de que China poseía «la fuerza naval más numerosa del mundo». Esto es cierto si se cuentan los pequeños buques de apoyo y similares. En cualquier otro sentido, Stevenson hace hincapié en que la us Navy eclipsa a la flota china, manteniendo una ventaja cuantitativa y cualitativa en buques de guerra, submarinos y barcos anfibios de asalto. Washington tiene el mando de once portaaviones de propulsión nuclear, razonablemente todavía el sistema de referencia para la proyección marítima del poder armado. China afirma tener tres, dos de los cuales son naves soviéticas reacondicionadas de apenas la mitad de tamaño de los superportaaviones de tipo Nimitz estadouniden- ses, y todos ellos son de propulsión convencional mediante diésel y turbinas. Dejando aparte a los mercantes, el alcance de la estrategia marítima estadou- nidense no tiene parangón. Al tener asegurado su control sobre los puntos de paso claves de Malaca, Yokosuka, Ormuz, Suez y Panamá –«los equivalentes contemporáneos», señala Stevenson, de las «cinco llaves» controladas por el almirante John Fisher, que permitían a la Royal Navy «cerrar el mundo»– Washington mantiene además bases en Guam, Japón, Singapur, Tailandia, Corea del Sur y Filipinas, así como en Diego García, la isla nominalmente británica situada en el centro el Océano Indico, que alberga instalaciones navales de apoyo, un centro clandestino de la cia y uno de los cuatro nodos de gps del planeta. En comparación, por el momento la marina del Ejército Popular de Liberación chino no es más que una flotilla regional. En el estudio de Stevenson, la prepotencia militar, los exorbitantes pri- vilegios del dólar y la última palabra sobre las finanzas globales, junto a un sistema de alianzas que circunda el mundo, constituyen la base del dominio estadounidense y no desde luego el «poder blando» o la influencia nor- mativa. Sus resultados se exploran en la tercera sección del libro, «A Prize from Fairyland» [Un premio desde el país de las hadas], que hace referen- cia al entusiasmo de Churchill al enterarse de las reservas de petróleo del Golfo Pérsico, una región que Gran Bretaña había rodeado de protectorados (Omán, los Estados de la Tregua/Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Bahréin, Anderson: Geopolítica 149crítica Qatar) desde el siglo xviii. Stevenson es categórico respecto a los intereses en juego. Si Estados Unidos mantiene una presencia militar tan enorme en Oriente Próximo, a pesar de las críticas internas y las promesas de redirigir la atención hacia otros teatros de operaciones, es porque los hidrocarburos del Golfo Pérsico constituyen «un extraordinario recurso estratégico», dicho en palabras de un funcionario estadounidense. Habida cuenta de que tres cuartas partes del petróleo y del gas se exportan hacia Asia, la protección armada a los países productores de petróleo asegura que Japón, Corea del Sur, la India y China «deban tratar con Estados Unidos conscientes de que, si lo deseara, la potencia estadounidense podría privarles de su principal fuente de aprovisionamiento energético». Dentro de ese esquema, sin embargo, la estrategia estadounidense siem- pre ha utilizado un criterio variable de uno a otro Estado en función de su acceso a las riquezas petrolíferas y a su peso geopolítico. Para Stevenson, estas son las consideraciones que explican la respuesta de Washington al levantamiento que recorrió el mundo árabe en 2011. En los emiratos del Golfo, legatarios de una larga historia de injerencias anglo-estadounidenses, no se planteó la posibilidad de permitir que el malestar se propagara. El Alto Mando estadounidense tiene su cuartel general en la gigantesca base aérea de Al Udeid ubicada en Qatar y mantiene otras bases en Bahréin, los Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Omán. Cuando estallaron las protestas en Manama, donde está anclada la Quinta Flota estadounidense, llegaron las fuerzas saudíes y emiratíes, armadas y equipadas por Estados Unidos y Gran Bretaña, para ayudar a la dinastía Al Jalifa a sofocar el levantamiento. Stevenson señala que dos días antes la dinastía gobernante había recibido la visita del secretario de Defensa de Obama. En Yemen, situado en el extremo meridional de la península, Alí Abdalá Salé fue obligado a rendirse a una camarilla de elites del antiguo régimen con la idea de prevenir demandas más radicales en las calles. En Egipto, que ocupa el segundo lugar después de Israel como receptor de la ayuda militar estadounidense, la Casa Blanca fracasó en mantener a Mubarak en el poder, pero encargó a la cúpula militar que se asegurara de que su sustituto no se desviara de los términos de la «asociación estratégica». A Libia, de menos importancia para Occidente y presidida por el poco fiable Gadafi, se le reservó un tratamiento diferente. Instigado por Francia y Gran Bretaña, un ataque aéreo de la otan perpetrado en marzo de 2011 y santificado por una resolución de la onu con el pretexto de proteger a los manifestantes civiles de un inminente baño de sangre, consumó el cambio de régimen con el pro- pio déspota identificado y asesinado en octubre de ese año. La oposición de China y Rusia en el Consejo de Seguridad descartó un mandato equivalente para actuar contra la Siria baazista, una espina mucho más molesta para Washington; en vez de ello, Estados Unidos y Gran Bretaña unieron a sus 150 nlr 147crítica sátrapas del Golfo para patrocinar a grupos yihadistas, armados y atendidos desde el sur de Turquía, para luchar contra el régimen de Assad. En una secuencia de capítulos, Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony revisa las secuelas de estas convulsiones. En la Alta Mesopotamia surgió el isis como un inesperado heredero de la arrogante «construcción nacional» de Estados Unidos. En 2014, en el momento de su apogeo, el Estado Islámico gobernaba un territorio que alcanzaba más de 100.000 kilómetros cuadrados, con capitales en Mosul y Raqqa. La inter- vención rusa en beneficio de su aliado sirio y una «guerra de aniquilación» encabezada por Estados Unidos acabaron efectivamente con el califato, aunque la lucha continua en el norte de Siria, donde Ankara realiza ofensi- vas intermitentes contra los aliados kurdos de Washington presentes en la coalición creada contra el isis. Libia se encuentra en ruinas, acosada por el hambre y las enfermedades, mientras diversas facciones armadas se dis- putan sus reservas de petróleo. Fuerzas especiales británicas, francesas e italianas respaldan a grupos rivales en una guerra civil, que ha supuesto la reaparición de las antiguas divisiones entre la Cyrenaica, en el este, y la Tripolitania, en el oeste. El informe de Stevenson bulle con la vida y la mise- ria del lugar, mientras toma nota de los lamentos de los revolucionarios, las pretensiones de los líderes de las milicias y el cinismo de los posibles ministros en la devastada capital. En El Cairo, el régimen de Sisi, que llegó al poder mediante un golpe de Estado en 2013, ha sido en muchos aspectos más represivo incluso que el régi- men de Mubarak. El mantenimiento del orden interno está muy militarizado, a imagen del propio Estado. Los ciudadanos hacen frente a arrestos y detencio- nes arbitrarias en un archipiélago de prisiones, que incluyen cárceles secretas manejadas por militares y servicios de seguridad y que Stevenson detalla en un magnífico trabajo de investigación. Las evidencias de tortura sistemática y otros abusos pueden ser intermitentemente deplorados por las cancillerías occi- dentales, pero no hay ninguna posibilidad de una reprimenda importante habida cuenta del trascendental emplazamiento estratégico del país. Túnez, la chispa que encendió las revueltas árabes, pareció ser durante un tiempo la única excep- ción a su desalentador balance. Diez años después de la expulsión de Ben Ali, un autogolpe presidencial anunció el regreso de la dictadura. El interés europeo por el país se limita esencialmente a sus servicios como gendarme del litoral marítimo, que debe impedir que los migrantes crucen el Mediterráneo, y a su posición como lugar de tránsito para el gas argelino. Stevenson señala que «la política exterior estadounidense ha sido objeto de ataque rutinariamente aduciendo su incoherencia, pero tal crítica ignora, sin embargo, que ha sido más relevante su estabilidad, incluso a lo largo de la teme- raria disfuncionalidad de los años de Trump». La guerra en Yemen, otra secuela de la Primavera Árabe, es un buen ejemplo de ello. Allí, el déspota derrocado se Anderson: Geopolítica 151crítica unió a un grupo rebelde chiita, los hutís, en un intento por derribar al gobierno de transición encabezado por su anterior vicepresidente. En la primavera de 2015, Arabia Saudí intervino para controlar la temida influencia iraní sobre su vecino tributario. La campaña dependió en gran medida del apoyo de Gran Bretaña y Estados Unidos para el suministro de armas, la selección de objetivos y el reabastecimiento de combustible en el aire. Seis años después, el conflicto se había cobrado más de 150.000 vidas, pero había fracasado claramente en su pretensión de expulsión de los hutís. Al tomar posesión de su cargo en 2021, el gobierno de Biden declaró que Washington estaba retirando su apoyo a las «ope- raciones militares ofensivas» en Yemen. Estados Unidos ya «no daría un cheque en blanco a sus socios de Oriente Próximo para que llevaran adelante políticas en conflicto con los intereses y valores estadounidenses». Sin embargo, como Stevenson corrobora, los servicios de inteligencia estadounidenses continua- ron asistiendo a Riad y a su cobeligerante Abu-Dhabi. Tras la publicación del libro, Estados Unidos y Gran Bretaña iniciaron sus propios ataques contra los rebeldes yemenitas en represalia por el cierre del mar Rojo al tráfico marítimo impuesto tras la ofensiva israelí sobre Gaza. Preguntado en enero si los ataques aéreos estaban «funcionando», Biden replicó: «¿Están deteniendo a los hutís? No. ¿Van a continuar? Sí». La honorable propuesta de Stevenson sobre una política exterior británica neutral está envuelta por el aroma de su trabajo. Una alergia a la mistificación, una mirada aguda para el eufemismo y una atención concentrada en los hechos crudos de los asuntos internacionales no son las menores de sus virtudes, atrac- tivamente mostradas en Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony. El lúcido análisis de la política de las grandes potencias se acompaña del registro de sus consecuencias sobre el terreno, presenciadas directamente y documentadas sin sentimentalismos. No hay muchos escritores de su gene- ración, que tengan virtudes semejantes; menos todavía que las combinen. En cierto sentido es una pena que el libro esté estructurado –y titulado– para des- tacar cuestiones británicas; lógicamente, la segunda sección debería preceder a la primera: predominio de Estados Unidos, servilismo británico. En cuanto a la anatomía del imperio estadounidense, el libro de Stevenson pertenece a la tradición de Chalmers Johnson y Gabriel Kolko o, en una posterior genera- ción de la izquierda, a la de Peter Gowan y Perry Anderson. Sobre su propio grupo de edad, nacido en 1980, trae a la memoria el trabajo de Richard Beck, Thomas Meaney o el primer Stephen Wertheim. Pero resulta difícil pensar en cualquier estadounidense contemporáneo capaz de igualar la variedad y habili- dades periodísticas de Stevenson. Su conclusión guarda cierta semejanza con el llamamiento de Christopher Layne para que Estados Unidos abandone la insostenible persecución de la «pri- macía» y regrese a su vocación natural de «equilibrador offshore» bendecido por la geografía con una seguridad continental y un vasto mercado interno. La 152 nlr 147crítica comparación invita a una pregunta. ¿Qué marco teórico sustenta el análisis de Stevenson? La génesis de muchos de sus capítulos como ensayos publicados en la London Review of Books, donde la elaboración conceptual ha sido histó- ricamente aborrecida (teoría no, por favor, somos británicos), explica que no se examine la relación existente entre el poder imperial estadounidense y los inte- reses capitalistas y otras necesidades nacionales. Para Layne, la paradoja de la grandiosa estrategia hegemónica estadounidense es que obliga al país a arries- garse a guerras libradas en lugares que estratégicamente carecen de importancia para Estados Unidos a fin de demostrar, tanto a aliados como adversarios por igual, que Washington está dispuest0 a defender Estados que no son importan- tes. Esto no quiere decir que los mecanismos sean inmutables. Desde la década de 1990, al menos, ha crecido la importancia relativa del poder aéreo y de las fuerzas auxiliares, lo cual evidencia tanto el abanico de teatros bélicos en los que Estados Unidos está comprometido como su menguante disposición a sufrir bajas, que corre en proporción inversa a la mortífera capacidad de sus armas. Semejante atenuación del «ethos guerrero», junto a la valoración de las opera- ciones en Oriente Próximo y los inciertos resultados de la guerra por delegación librada en Europa del Este, ha suscitado un renovado escepticismo en cuanto a la utilidad de la fuerza militar estadounidense, agravado todavía más por las carencias evidenciadas en la capacidad industrial en defensa. Pero el poder duro otorga ventajas más allá del campo de batalla. Entre otras cosas, el avivamiento de las tensiones internacionales sirve para que Washington reafirme su papel indispensable como proveedor de «seguridad» para sus clientes. Las amenazas de reducir esa provisión son una potente palanca para alcanzar otros objetivos, del aumento del gasto aliado en los equipos fabricados en Estados Unidos a las concesiones extraídas sobre el comercio y la inversión extranjeros. A la inversa, consideraciones similares sirven para explicar lo que de otra manera es la des- concertante crónica de la subordinación británica. Pero estas consideraciones, ¿lo explican todo? Se puede saludar la expe- ditiva puesta a buen recaudo por Stevenson de las versiones idealistas del internacionalismo liberal, junto a los eufemismos utilizados para referirse a un imperio nacional respaldado por el armamento y el infierno de las armas nuclea- res –«el orden internacional», etcétera– y, sin embargo, todavía querer mantener un lugar para el papel de las ideas en la política mundial. Nos podemos pre- guntar, por ejemplo, ¿cómo explicaría Stevenson la decisión de la Inglaterra eduardiana de luchar contra un rival imperial, Alemania, y, sin embargo, con- sentir la subordinación frente a otro, Estados Unidos? Los contemporáneos sin duda pensaron que las afinidades del lenguaje, la cultura y la religión desem- peñaban un papel, así como los flujos de inversión de la City fluyendo a través del Atlántico y, por supuesto, el cálculo militar. También sería interesante saber cómo explicaría Stevenson el creciente control de Washington sobre la política exterior de la Unión Europea. Anderson: Geopolítica 153crítica Su insistencia en las fuentes materiales del poder, un instinto realista para exponer las distorsiones ideológicas que hacen pasar la fuerza por consenti- miento, tiene una gran solidez. Stevenson no hace tampoco ninguna concesión a la apologética del imperio en nombre de los «valores». Sin embargo, si la violencia y la persuasión se perciben como un continuo, aparecen a la vista diferentes proporciones; para Gramsci entre los dos polos se encontraba la «corruzione-frode», la compra de influencia y otras técnicas resbaladizas. Volviendo de nuevo a las relaciones existentes entre Gran Bretaña y Estados Unidos, más allá de la lista de antiguos alumnos del programa de «Foreign Leaders» del Departamento de Estado (Heath, Thatcher, Blair, Brown, May) o de los arcanos de la Comisión Trilateral (Starmer, Rory Stewart) y de Le Cercle (Zahawi, de nuevo Stewart), los altos políticos británicos son rutinariamente captados por universidades, think tanks y empresas estadounidenses al dejar el gobierno o antes de hacerlo. Desde luego, combinado con esto nos topamos con la subestructura estatal de cooperación e intercambio de información en cuestio- nes de seguridad, que implica a una amplia colección de militares, diplomáticos y espías. Alrededor de 12.000 militares estadounidenses están estacionados en Gran Bretaña en una docena de bases nominalmente bajo el mando de la Royal Air Force. El personal ligado al establishment de Defensa británico en Washington supervisa a cientos de personas destacadas en los «comandos de combate» del Pentágono; el mayor destacamento, ubicado en la sede del centcom en Tampa, está dirigido por un general de dos estrellas. Juegos de guerra, despliegues «integrados» y ejercicios de entrenamiento contribuyen a sostener estos programas, sumamente institucionalizados, que ofrecen un grado de continuidad y estabilidad, que aísla la «relación especial» angloestadouni- dense de las oscilaciones de la política nacional. En palabras de un antiguo consejero del Departamento de Estado al que se le pidió imaginar una hipotética deserción británica: «La relación está tan entrelazada a tantos niveles que con- tamos con lo que yo denominaría estabilizadores automáticos […]. Si las cosas comenzaran a moverse en esa dirección, surgirían y se impondrían fuerzas que empujarían a ambos gobiernos por el camino correcto». El Partido Laborista, históricamente una fuerza subalterna de la vida nacio- nal británica, siempre ha encontrado más fácil asumir el cargo de lugarteniente que los conservadores, mucho más propensos a las crispaciones soberano-impe- riales. El desafío sobre Suez de Anthony Eden animó al gobierno de Eisenhower a organizar su salida, realizada con la debida delicadeza. («Ha sido como un acuerdo de negocios», telegrafió Macmillan a Butler después de una conver- sación con el secretario de Estado estadounidense: «Ellos estaban poniendo mucho dinero en la reorganización de Gran Bretaña y tenían muchas esperanzas en que esa empresa tuviera éxito. Pero, desde luego, cuando estás reorganizando un negocio que está en dificultades, no pueden descartarse que surjan problemas personales»). El fracaso de Heath a la hora de lograr la aprobación por Estados 154 nlr 147crítica Unidos de su política europea impulsó a Kissinger a suspender el intercambio de información entre los respectivos servicios de inteligencia, mientras que la neutralidad británica en la guerra del Yom Kippur se topo con la amenaza de poner fin a la asistencia nuclear estadounidense. La posición de Wilson sobre la Guerra de Vietnam era en comparación una pequeñez y regresó al gobierno prometiendo reparar las relaciones. «Harold va a querer tener alguna política exterior», se burlaba Nixon en aquel momento, «introduzcamos algunas peque- ñeces en su cabeza para hacerle pensar y así podría empezar a tener un poco de influencia política». Una hiperatlantista como Thatcher podía denunciar la duplicidad de Estados Unidos en la invasión de Grenada y su prepotente gestión de la reunificación alemana. Major y Hurd disentían de la beligeran- cia del gobierno de Clinton en Bosnia. Incluso Cameron y Osborne trataron de mantener buenas relaciones económicas con China y el Asian Infrastructure Investment Bank después de que se les hubiese instruido para que no lo hicieran y Johnson insistió en contratar a Huawei para levantar en Gran Bretaña la red 5G hasta que la presión de Washington finalmente impuso un cambio total sobre el asunto. «Algo que aprendes sobre la relación con Estados Unidos –insisti- ría el primer embajador de Blair en Washington– es que es que si te muestras muy duro con ellos y te mantienes firme en tu posición […] ellos respetan ese comportamiento». «Los israelíes –que realmente sí disfrutan de una relación especial con Estados Unidos– son increíblemente duros con ellos, aunque sean completamente dependientes de los millardos de dólares que reciben en con- cepto de ayuda estadounidense». Desde otro ángulo de observación, el historial del vasallaje ukaniano podría considerarse como un predecible corolario de lo que Tom Nairn identificó como la secular «eversión» de la elite británica, tanto imperial como posimperial, predispuesta a intentar resolver contradicciones internas mediante la internacio- nalización de las mismas. Enfrentada a la elección entre mantener la posición mundial de la City y las prerrogativas de la soberanía nacional –una alternativa planteada crudamente en Suez– la camarilla gobernante británica ha optado desde hace tiempo por la primera. «Habiendo dejado por fin atrás su Revolución Industrial –pronosticaba Nairn a finales de la década de 1980– el imperio que daba la vuelta al planeta acabará siendo una colonia». El «churchillismo», un grandilocuente pastiche que mezcla el militarismo chauvinista con la bona fides atlantista, contribuyó a dar una pátina de grandeza a este estado de cosas, pero era su efecto más que la causa. El giro neoliberal, augurando una mayor hipertrofia y la desterritorialización del propio centro financiero –y con ello un mayor entrelazamiento con Estados Unidos– simplemente agravó un per- sistente tropismo. Para quienes recogen sus recompensas, los beneficios no son desdeñables. Como Washington, Londres pretende romper barreras comerciales y modelar las normas y las regulaciones que gobiernan los flujos de capital, la provisión internacional de servicios financieros y actuariales, las «mejores Anderson: Geopolítica 155crítica prácticas reguladoras», la «gobernanza digital» y los procedimientos de arbi- traje. Los favores dispensados por el «hacedor del sistema» no son totalmente ilusorios. Indudablemente, a ojos de Estados Unidos, Gran Bretaña es sola- mente una de sus muchas dependencias. Como destaca con razón Stevenson, su aventurerismo militar, su capacidad nuclear auxiliar y su predisposición a «estar ahí cuando empiecen los disparos», no sirven realmente para gran cosa. Su fun- ción es demostrar al patrón la importancia del país. Resulta difícil imaginar una marcha atrás de este acuerdo, que no suponga una transformación mucho más radical del Estado británico y de su clase dominante.

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