sábado, 9 de noviembre de 2024
Manualillos críticos ...
S uScríbete
www . newleftreview . es
© New Left Review Ltd., 2000
Licencia Creative Commons
Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0)
t sd
new left review 147
julio-agosto 2024
ENTREVISTA
Rashid khalidi El cuello y la espada 7
ARTÍCULOS
Tony Wood México en estado de cambio 44
Cédric durand Paisajes del capital 77
Radhika desai ¿El punto álgido de la hindutva? 97
Rebecca Lossin La mirada múltiple 123
CRÍTICA
Grey Anderson El imperio al desnudo 137
Sanjay Subrahmanyam Sangre y pompa 156
Owen Hatherley ¿Dentro y contra el laborismo? 167
segunda época
new left review 147 jul ago 2024 137
Tom Stevenson, Someone Else’s Empire: British Illusions and American
Hegemony, Londres y Nueva York, Verso, 2023, 272 pp.
EL IMPERIO AL DESNUDO
Grey Anderson
«La economía mundial, tanto en términos de capacidad productiva como
comercial, es tripolar: Estados Unidos, la Unión Europea y China. Pero el
poder mundial sigue siendo prácticamente unipolar. Esta configuración,
inherentemente inestable, es el elemento central de la política mundial».
Durante la década pasada afirmaciones tan lapidarias como esta han sido
una característica distintiva de los ensayos de Tom Stevenson publicados
en la London Review of Books, de la que es editor adjunto. Someone Else’s
Empire: British Illusions and American Hegemony reúne varios de estos artí-
culos, dotando de mayor nitidez a la concepción del mundo de Stevenson.
Como queda claro en su «Introducción» y en su «Epílogo», su interés versa
sobre las estructuras y prácticas del poder más que sobre la acumulación de
riqueza, pero Stevenson considera que estas estructuras y prácticas se basan
en la defensa de esta frente a la totalidad de los competidores presentes en
el escenario mundial. Siguiendo los pasos de Sumner, Hull, Berle y otros
estrategas del Brains Trust de Franklin D. Roosevelt, Stevenson considera
que los acuartelamientos estadounidenses en el Golfo Pérsico –donde se
encuentran algunas de sus mayores bases militares en el extranjero, una de
sus tres flotas navales y decenas de miles de soldados– no son un medio para
obtener petróleo y gas para sí mismo, sino un instrumento para controlar el
acceso a esas fuentes de energía de los otros dos polos del comercio y la pro-
ducción mundial, Europa y el Este de Asia, que le permitiría eventualmente
estar en condiciones de estrangular sus economías.
crítica
138 nlr 147crítica
El libro de Stevenson está planteado como un desafío a las tres narrativas
convencionales existentes sobre las relaciones internacionales. La primera
presenta «reconfortantes historias de coaliciones de democracias que se
unen contra amenazas autocráticas». Stevenson señala que el imperio esta-
dounidense no debería comprenderse como un constructo ideológico, como
un compromiso con ciertas normas o con el liberalismo y menos todavía con
el gobierno democrático. El poder estadounidense está fundamentado sobre
«crudas realidades militares y su centralidad en los sistemas energéticos y
financieros mundiales». Estados Unidos permite un abanico de formas polí-
ticas en sus Estados clientes, que incluyen desde monarquías medievales,
juntas militares, parlamentos racialmente segregados y autocracias presi-
denciales, hasta democracias liberales dotadas de una representación más
justa y de mayor igualdad social que el propio sistema político y la propia
sociedad estadounidenses; para Washington lo que importa es la acepta-
ción general de sus objetivos. En opinión de Stevenson, lo que está fuera
de duda es la preponderancia del poder estadounidense: una superioridad
militar inigualable, el control de las vías marítimas decisivas, puestos de
mando en cada continente, una red de alianzas que cubre a la mayoría de
las economías avanzadas, el 30 por 100 de la riqueza global y las palancas
del sistema financiero internacional. Desde Honduras a Japón, ningún otro
Estado puede influir sobre el día a día de los acontecimientos políticos en
otros países de la manera en que Washington puede hacerlo. «Llamar a esto
un imperio es en todo caso subestimar su alcance».
La segunda narrativa ligada la emergencia de un mundo multipolar acre-
dita también el escepticismo de Someone Else’s Empire: British Illusions and
American Hegemony. La costosa invasión de su vecino ucraniano difícilmente
pone de manifiesto la capacidad de Rusia de proyectarse como una potencia
global, mientras que las fantasías de la Unión Europea sobre una autonomía
estratégica son «insustanciales». La India tiene poca capacidad de acción
fuera del subcontinente. Turquía es una base para los misiles nucleares
estadounidenses. Para Stevenson, la competición chino-estadounidense
está claramente desequilibrada y el balance estratégico se inclina abruma-
doramente en favor de Estados Unidos, constatando que China no amenaza
militarmente a Estados Unidos y ni siquiera está claro que pueda invadir
Taiwán. Washington amenaza a Pekín con el aislamiento y las sanciones,
no a la inversa. «El hecho de que Estados Unidos mantenga un “perímetro
de defensa” en el este y el sur del mar de China, que, a diferencia del orga-
nizado originalmente en la década de 1950, llega hoy a pocos kilómetros de
la China continental, y mientras se halle en condiciones de seguir mante-
niéndolo, muestra que no está tratando con un igual, sino amenazando a un
recalcitrante».
Anderson: Geopolítica 139crítica
La tercera narrativa en liza es la que postula el declive estadounidense.
Stevenson rechaza la salida de Afganistán como evidencia de una retirada
más amplia de Estados Unidos de la escena mundial. El hecho de que
veinte años de gobernanza de la otan pudieran desmoronarse en semanas
confirmó únicamente que el gobierno de Afganistán había sido «corrupto
y artificialmente dependiente». Las humillantes condiciones de la salida
del país se compensaban parcialmente con la firma de Biden del «sádico
castigo» de congelar los activos del banco central de Kabul, «un gesto de
maldad como despedida». La invasión rusa de Ucrania fue ampliamente
proclamada como una amenaza mortal para el orden internacional, como
les gusta llamarlo a los propagandistas imperiales, pero Stevenson echa una
jarra de agua fría sobre esa idea. La estrategia estadounidense de fortalecer
a las fuerzas armadas ucranianas se demostró «muy efectiva»; el que la cia
pareciera tener un topo en el Kremlin con acceso a los planes de invasión
también «iba en contra de la narrativa de la desaparición del imperio».
Stevenson recalca que las razones que llevaron a Rusia a pasar de opera-
ciones a pequeña escala, dirigidas a reafirmar su influencia en los Estados
con los que tiene fronteras, a adoptar «una estrategia completamente dife-
rente y mucho más arrogante» respecto a Ucrania no se han comprendido
adecuadamente. «Parte de la historia descansa en los acuerdos firmados por
Estados Unidos y Ucrania entre septiembre y noviembre de 2021», aun-
que las potencias occidentales mantuvieran una «estudiada ambigüedad»
sobre la entrada del país en la otan; evidentemente, el fracaso de las con-
versaciones entre Estados Unidos y Rusia en enero de 2022 «determinó» la
decisión de invadir. Para Someone Else’s Empire: British Illusions and American
Hegemony resulta más significativo afirmar que la «peligrosa apuesta» de
lanzar el ataque por parte de Moscú se correspondía con la estrategia de
escalada de Washington y sus aliados, la cual cambió en abril de 2022 del
aparente objetivo de fortalecer las defensas ucranianas a la «grandiosa ambi-
ción» de utilizar la guerra para conseguir el desgaste estratégico de Rusia,
lo cual constituye un riesgo terrible para los europeos, pero no una prueba
del declive de Estados Unidos. «No vivimos en las abandonadas ruinas del
imperio, sino en sus todavía humeantes campos de batalla».
Si el poder estadounidense no está en declive, a pesar de la catástrofe de
la crisis financiera registrada en el corazón de su modelo de acumulación,
del claro fracaso a la hora de estar a la cabeza de las cuestiones medioam-
bientales y de una serie de guerras coronadas por el desastre, ¿cómo se
explica su permanencia? Stevenson sugiere que la magnitud misma de la
superioridad estadounidense puede ser tan enorme como para desalentar a
posibles rivales. En ese caso, la posición de fuerza de la política de Estados
Unidos, siempre dispuesto a escalar hacia el conflicto militar, puede enten-
derse como un esfuerzo coordinado para seguir demostrando el alcance de
140 nlr 147crítica
esa superioridad y para mantener su efecto disuasorio: la estrategia pro-
puesta por Stephen Brooks y William Wohlforth en World Out of Balance
(2008). Stevenson sostiene que las confrontaciones propiciadas con China
y Rusia fueron claramente elegidas por Estados Unidos, como puede leerse
«con toda claridad en los documentos estratégicos redactados antes de cual-
quier posterior ruptura».
Hay varias características que diferencian a Someone Else’s Empire: British
Illusions and American Hegemony del habitual planteamiento realista de las
relaciones internacionales, como, por ejemplo, el representado por Patrick
Porter en Gran Bretaña. En primer lugar, Stevenson se enfrentó inicial-
mente a estas cuestiones siendo un joven periodista en medio del tumulto
de la Primavera Árabe. Educado en Queen Mary, en la Universidad de
Londres, donde estudiaba periodismo, se encontraba en la sección de pen-
siones del Financial Times, cuando comenzaron los levantamientos. Partió
hacia la región enviando crónicas desde El Cairo y el Magreb. Esta exposi-
ción a las realidades de la geopolítica, que le permitió ser testigo directo de
los papeles desempeñados sobre el terreno por los funcionarios británicos
y estadounidenses, que raramente llegaban a las páginas de la prensa occi-
dental, tuvo un efecto electrizante. En particular, lo que le resulto difícil de
digerir y le enfureció fue el papel desempeñado por Gran Bretaña como
ayudante de Estados Unidos en Oriente Próximo. Someone Else’s Empire
muestra los resultados. Stevenson proporciona relatos devastadores sobre
las actuaciones de Gran Bretaña en Iraq y Afganistán, al mismo tiempo que
hace un implacable análisis de la «peculiaridad» de la política exterior britá-
nica, estructurada alrededor de los intereses de otro Estado.
En la «Introducción» del libro Stevenson señala que «muchos de los
capítulos fueron originalmente reportajes escritos desde lugares donde las
tensiones de la situación mundial no pueden ocultarse con eufemismos»:
Escribir sobre Libia, Iraq o Egipto o desde ellos es enfrentarse a todas las
contradicciones del poder angloestadounidense. Había dos temas que eran
ineludibles: la permanente presencia del imperio estadounidense, a pesar
del discurso sobre su declive, y la consistencia del servilismo británico a los
designios estadounidenses cualesquiera que fuesen las consecuencias.
Con estas palabras Stevenson establece el tono de lo que vendrá a con-
tinuación. Someone Else’s Empire: British Illusions and American Hegemony
está dividido en tres secciones. La primera, «Equerry Dreams» [«Sueños del
escudero»], disecciona las «ilusiones británicas» a las que alude el subtí-
tulo. Aunque la «relación especial» angloestadounidense ha sido el principal
determinante del lugar ocupado por Gran Bretaña en el mundo durante los
últimos ochenta años, es raro encontrar una evaluación sobria de su con-
tenido. El repertorio nacional está atestado de lemas gastados, que van de
la translatio imperii y el destino etnocultural, a la «fraternal asociación de
Anderson: Geopolítica 141crítica
los pueblos de habla inglesa» de Churchill, pasando por la identificación de
Macmillan de los ingleses con los griegos del periodo helenístico destinados
a «civilizar» a la nueva Roma. Margaret Thatcher insistía en que la relación
entre Estados Unidos y el Reino Unido «es especial». «Es como es y eso es
todo». Los funcionarios estadounidenses han utilizado términos más mor-
daces. El comentario al vuelo de Dean Acheson ante los cadetes de West
Point, «Gran Bretaña ha perdido un imperio, pero todavía no ha encontrado
su lugar en el mundo», obsesionó a los comentaristas británicos durante la
década de 1960 y durante un buen tiempo después. Mucho menos citada es
su sugerencia de que la solución radicaba en «hacer que Gran Bretaña actúe
como nuestro lugarteniente».
En el análisis efectuado por Stevenson, la perspectiva del dominio marí-
timo de Estados Unidos, ya previsto a finales de la Primera Guerra Mundial,
fue lo que obligó a Londres a buscar algún acomodo con su sucesor hegemó-
nico. Tres años después del armisticio, la Conferencia Naval de Washington
(1921-1922), que congeló el equilibrio mundial del poder militar a favor de
Gran Bretaña y Estados Unidos, también estableció la paridad entre las dos
flotas; los altos cargos del almirantazgo se quedaron estupefactos cuando el
secretario de Estado estadounidense citó por su nombre los acorazados que
tenían que proceder a desguazar. Después de estar más o menos al mismo
nivel en 1941, en 1944 la Royal Navy desplazaba una cuarta parte del tone-
laje de su contraparte estadounidense. Durante la Guerra del Pacífico, las
batallas aeronavales en el Mar del Coral y Midway exhibieron la magnitud
del poderío estadounidense, una supremacía fortalecida durante los años
posteriores. En marzo de 1944 un informe del Foreign Office señalaba el
descenso de estatus de Gran Bretaña, de «protagonista a asistente»; el país
salió del conflicto como un siervo del programa del Lend-Lease estipulado
por Estados Unidos y recogido en la An Act to Promote the Defense of the
United States, aprobada por el Congreso estadounidense en 1941, que había
permitido la financiación estadounidense del esfuerzo de guerra británico y
de los Aliados en general.
Stevenson sostiene que el sometimiento no fue el único legado del
mencionado acuerdo con Estados Unidos durante el periodo bélico. La com-
partición de información por los servicios de inteligencia de ambos países,
originalmente al hilo del trabajo de criptoanálisis, quedó formalizado en
1946 con el ukusa Agreement. El armamento atómico suponía un pro-
blema menos manejable. Científicos británicos habían participado en el
Proyecto Manhattan en el convencimiento de que Gran Bretaña se beneficia-
ría de un acceso privilegiado a la tecnología nuclear estadounidense. Antes
de que se cumpliera un año de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, el
Congreso puso abruptamente fin a esa idea en lo que el historiador oficial
de la Atomic Energy Authority describió como «el deprimente panorama de
142 nlr 147crítica
una superpotencia jugando con un país satélite». Con la llegada del Sputnik,
se reanudó la cooperación nuclear y a finales de 1957 Gran Bretaña probó
con éxito un artefacto termonuclear. Pero nunca se desplegó una bomba
«totalmente británica». Lastrado por los crecientes costes, el gobierno de
Macmillan abandonó el programa y aceptó comprar los misiles Skybolt de
largo alcance; cuando en 1962 Washington abandonó unilateralmente su
producción, el primer ministro fue con el sombrero en la mano rogando el
acceso a sus sustitutos, los misiles Polaris montados en submarinos. Como
parte del acuerdo, Estados Unidos estableció una base para su propia flota
de Polaris en Holy Loch, ubicado en el fiordo escocés de Clyde. A partir
de entonces, el potencial nuclear británico sería dependiente de los misiles
de fabricación, mantenimiento y operatividad estadounidense. Stevenson
señala que «no existe ninguna posibilidad de que se utilicen sin la apro-
bación de Washington». «A los políticos británicos les gusta hablar de la
“capacidad disuasoria independiente” del país, pero en la práctica sus armas
nucleares son un elemento más del poder estadounidense».
En el análisis de Stevenson, el espionaje, las cabezas termonucleares y la
logística bélica en el extranjero han sido el verdadero contenido de la alianza.
Estos tres componentes también ayudan a entender su notable continui-
dad a pesar de cambios periódicos registrados en la atmósfera y el tono del
acuerdo. Surgirían ocasionalmente fisuras entre los aliados, pero Acheson
había comprendido la dinámica subyacente. La periodización convencio-
nal de las relaciones entre ambos países plantea una residual añoranza por
parte británica de su estatus de gran potencia concluido en 1956, cuando
Eisenhower puso fin a la aventura de Suez. Someone Else’s Empire: British
Illusions and American Hegemony deja claro que después de este episodio
se abrieron dos nuevas etapas. Durante el interregno transcurrido entre la
década de 1960 y la de 1990, los dirigentes británicos se ajustaron a su nuevo
estatus, pero todavía conservaban la mentalidad residual de ser un Estado
independiente. En 1967 Harold Wilson explicaba a Lyndon B. Johnson que
su gobierno no podía enviar dos brigadas simbólicas a Indochina sin con-
vertirse públicamente en «la marioneta británica» de Washington. Edward
Heath siguió un rumbo determinadamente proeuropeo y se negó a autori-
zar la utilización del espacio aéreo británico para organizar el puente aéreo a
Israel durante la guerra de 1973. Thatcher y Reagan eran almas ideológicas
gemelas, pero ella se embarcó en la campaña de las Malvinas en contra de
la inicial desaprobación de Washington, que después acudió en su ayuda
a través de la ayuda prestada por sus servicios de inteligencia, lo cual hizo
también Pinochet.
En la nueva era iniciada con Blair, los dirigentes británicos se con-
vertirían en predicadores de la política exterior estadounidense, por muy
imprudente o mal concebida que pudiera estar. Antes de cumplir un año de
Anderson: Geopolítica 143crítica
su mandato, un veterano del Consejo de Seguridad Nacional de la época de
Johnson se preguntó públicamente si «el seguidismo británico de la política
exterior estadounidense» no había «devaluado la posición británica hasta el
punto de convertirse más en un estorbo que en un activo diplomático». Pero
ello reflejaba un nuevo consenso del establishment de seguridad: la primera
prioridad para Gran Bretaña era estar implicada en la ejecución de la estra-
tegia estadounidense, ya que supuestamente ello le ofrecería la oportunidad
de influir sobre ella. Formulada en el momento de la guerra de la otan en
Yugoslavia, esta ilusoria convicción se endureció hasta el punto de justificar
informes dudosos, de decir mentiras en el Parlamento y de protagonizar
actuaciones similares para asegurar que Gran Bretaña desempeñara un
papel protagonista en la invasión de Iraq. Lawrence Freedman, promotor
del departamento de War Studies del King’s College de Londres, pensó que
el envío de una división completa sería «la tarifa de entrada en el círculo
estadounidense de toma de decisiones» para «moderar la línea dura».
Freedman y John Bew, también del King’s College, se cuentan entre las
«mentes directoras» de una intelectualidad autóctona especializada en cues-
tiones de defensa subvencionada por el Royal United Services Institute, el
International Institute for Strategic Studies, Chatham House (Royal Institute
of International Affairs) y otros think tanks. Stevenson hace un incisivo
retrato de esta camarilla. Salpicada con antiguos funcionarios estadouniden-
ses de la seguridad nacional y con unas arcas complementadas con fondos
estadounidenses, su influencia sobre el centro imperial es nula. Atlantista
hasta la médula, siempre al acecho del «atávico antiamericanismo», proba-
damente más belicista y dispuesta a combatir que el propio Estado Mayor,
para Stevenson, la función central de esta camarilla es «desafiar las señales
de declive y las sugerencias de que Gran Bretaña podría verse degradada
de la “mesa principal”». Con Blair, que sobrepasó en belicosidad a la Casa
Blanca de Clinton en la cuestión de Kosovo, la cool Britannia de la época se
esforzó por estar a la altura de la tarea. El primer ministro expresó franca-
mente su concepción de la relación con la potencia hegemónica durante el
periodo previo que llevó a la invasión de Iraq. Los gestos amistosos eran
insuficientes para convencer a los estadounidenses de la consistencia de la
fidelidad británica. «Necesitan saber si estás preparado para comprometerte,
¿estás preparado para estar allí cuando empiecen los disparos?».
Stevenson proporciona una excelente valoración de los resultados. No
obstante, los relatos interesados sobre los bien intencionados británicos, que
se unían a la Operación Libertad para Iraq con el fin de suavizar su desen-
volvimiento, lo cierto es que Londres tomó la iniciativa en la carrera hacia la
guerra convocando a otros miembros, de modo que se aliviara la impresión
de su soledad junto a la belicosidad texana. La actuación sobre el terreno
de las fuerzas británicas fue menos satisfactoria. Encargadas de tomar la
144 nlr 147crítica
provincia sudoriental de Basora, las unidades blindadas tuvieron problemas
para superar a un enemigo mal equipado y peor alimentado. Una vez que
se apoderaron de la capital, después de dos semanas de lucha, el empleo de
20.000 bombas de racimo y un silenciado coste de vidas civiles, los ocu-
pantes se demostraron todavía menos competentes a la hora de garantizar
la seguridad del enclave. Stevenson señala que «a principios de 2007 las
fuerzas británicas presentes en Basora estaban encerradas en la guarnición
bajo un constante bombardeo».
Cuando en junio de ese año Blair abandonó el cargo, el ejército britá-
nico estaba entregando prisioneros a las milicias de la ciudad a cambio
de ceses temporales de los ataques sobre sus posiciones […]. Hicieron
falta ocho semanas para sacar el equipo militar británico del centro de
Basora, pero los soldados se retiraron de la ciudad en una sola noche,
como si fueran criminales que abandonan una casa saqueada. Su partida
había sido negociada por adelantado con las milicias chiitas. En sep-
tiembre de 2007 las fuerzas británicas controlaban tan poco la ciudad
que retirarse sin semejante acuerdo hubiera sido muy difícil. El convoy
de la medianoche sufrió solamente un ataque con artefactos explosivos,
lo que habida cuenta de las circunstancias se consideró un éxito. Basora
quedó en manos de las milicias. Después de haber invadido la segunda
ciudad de Iraq y haberla ocupado durante cuatro años, los soldados bri-
tánicos acabaron sentados en un aeropuerto en las afueras de la ciudad
mientras los milicianos les lanzaban cohetes a placer.
La humillación fue todavía más dolorosa para una institución neuróti-
camente preocupada por mantener su reputación ante los estadounidenses.
Los generales estadounidenses hablaron claramente sobre su desilusión con
los comandantes británicos, que habían llegado jactándose de su tradición
colonial y su sentido táctico duramente ganado en Irlanda del Norte. En
Afganistán el panorama no fue más positivo. Después de una contribución
inicial protagonizada por comandos, desde 2006 Gran Bretaña asumió la
tarea de pacificar la provincia de Helmand bajo los auspicios de la otan, y
con el gobierno y el Alto Mando británicos ávidos de redención en vista de
la desordenada y penosa retirada de Iraq. La misión rápidamente se con-
virtió en un fiasco, siendo desmentida la retórica de una intervención de
contrainsurgencia «concebida para no agredir a la población» por la serie
de masacres y atrocidades indiscriminadas cometidas. En ninguno de los
dos casos hubo una estimación adecuada de las consecuencias. Pero como
Stevenson señala sobre Iraq, «hablar de crímenes individuales de guerra es
ignorar el hecho de que la propia guerra era un crimen terrible, un irres-
ponsable asalto similar que en otro momento provocó que se desarmara a
naciones por cometerlo».
Anderson: Geopolítica 145crítica
Stevenson sugiere en la «Introducción» que la desesperada manera en
que Londres se aferra a Washington solamente tiene sentido, si cree que
Estados Unidos ha entrado realmente en una fase en la que pretende demos-
trar repetida y agresivamente su colosal superioridad para así desincentivar
a cualquier rival. Desde esta perspectiva, Stevenson admite que, como aliado
designado, «la servil adhesión de Gran Bretaña al proyecto global de Estados
Unidos es por lo menos inteligible». Sin embargo, hay algo en el servilismo
británico, que se ha acentuado durante la década pasada sin importar los
costes que supone, que desafía la comprensión. Mientras su posición eco-
nómica continua en declive, el presupuesto militar de Gran Bretaña es el
mayor de todos los miembros de la otan con excepción de Estados Unidos,
un gasto que tanto los laboristas como los conservadores prometen aumen-
tar. Las declaraciones sobre la estrategia de defensa nacional copian las
que realiza Washington, incluyendo frases que a menudo se repiten lite-
ralmente. Londres abandonó esperanzadores proyectos de acercamiento
a Pekín para sumarse a la línea dura estadounidense, copiando el «giro»
estadounidense con su propia «reorientación hacia Asia», anunciada en la
«revista de seguridad integral», Global Britain in a Competitive Age en 2021,
que dirige John Bew. Ese mes de mayo el portaviones hms Queen Elizabeth
partió rumbo al mar de China. La misma revista de defensa reveló que Gran
Bretaña aumentaría su arsenal de armas nucleares, una decisión trascen-
dental tomada con muy poca discusión pública. Como señala Stevenson,
la racionalidad estratégica de esta escalada no está clara. Mientras tanto, el
planteamiento del gobierno de Johnson sobre la guerra en Ucrania –«más
virginiano que el Pentágono o la cia»– ha sido celosamente mantenido por
sus sucesores y Gran Bretaña sistemáticamente se sitúa a la cabeza de los
demás Estados europeos a la hora de suministrar a Kiev sistemas armamen-
tísticos cada vez más sofisticados.
Stevenson señala que «una cosa es estacionar fuerzas militares por todo
el mundo para mantener tu propio imperio y otra distinta es hacerlo para el
imperio de otro. ¿Hay alguna alternativa posible? No hay ningún elemento
del establishment británico que favorezca uno u otro tipo de ruptura del pro-
yecto atlantista; incluso en el momento cumbre de su influencia, Corbyn no
pudo incluir una crítica radical de la política exterior británica en el mani-
fiesto del Partido Laborista. «Por otro lado», continua Stevenson,
en el Reino Unido la comunidad estratégica es nominalmente tecnocrática.
Su preferencia por una estrategia amarrada al poder estadounidense no pro-
cede de una coalición de clase o de cualquier otra tendencia política más
general excepto de manera muy superficial. Sus efectos no tienen beneficios
evidentes. Y mientras la mayor parte del mundo no tiene ninguna decisión
que tomar respecto a la hegemonía estadounidense, Gran Bretaña se halla en
la afortunada posición que le permitiría optar por una cooperación mucho
menor, si quisiera hacerlo.
146 nlr 147crítica
Semejante opción haría que evitar correrías militares en el extranjero
fuera una prioridad estratégica, readaptándose a la tarea más manejable de la
«defensa de las islas». Desengañada de la equivocada búsqueda de un papel
global, Gran Bretaña por lo menos podría reconciliarse consigo misma en
la categoría de un poder económico de nivel medio, una posición asociada a
menudo con la neutralidad en política exterior y el no alineamiento. En cual-
quier caso, «las fuerzas armadas británicas han sido una constante fuente de
maldad para el mundo; cualquier reducción de la capacidad expedicionaria
sería beneficiosa en sí misma».
La segunda parte de Someone Else’s Empire: British Illusions and American
Hegemony examina los «instrumentos de orden» internacionales de Estados
Unidos. Lo que Stevenson califica como «la gestión reactiva del imperio»
no se limita a Oriente Próximo. Los documentos sobre la Estrategia de
Seguridad Nacional estadounidense, la posición sobre la fuerza nuclear y
la exhibición de su fortaleza geoeconómica dan fe de la cohesión del pensa-
miento sobre política exterior a lo largo de los diversos gobiernos. Stevenson
sostiene que, consideradas colectivamente, la potencia de estas herramientas
va en contra de precipitadas declaraciones sobre el declive estadounidense.
Si la primacía económica de Estados Unidos ha disminuido en términos
relativos, su centralidad para las finanzas globales y la importancia del dólar
siguen siendo unos recursos inestimables. La creciente utilización de san-
ciones refleja una dimensión de la excepcional capacidad de presión que
esto representa. En manos estadounidenses, el arma económica no solo
puede prohibir el comercio nacional con un Estado extranjero, sino afectar a
la capacidad de cualquier otro sujeto económico de comerciar con el mismo
so pena de sufrir las llamadas sanciones secundarias. Irán fue el terreno de
prueba para esta iniciativa. Washington dictó embargos contra la República
Islámica a partir de la década de 1980, pero no fue hasta el nuevo milenio,
tras el establecimiento de una nueva jurisdicción sobre el sistema de pagos
interbancarios impuesta por decreto presidencial y la normativa de la Patriot
Act, cuando empezaron realmente los esfuerzos para aislar a la economía
iraní, «asalto» anunciado por Obama en 2011.
Las sanciones, parcialmente levantadas después del «acuerdo» nuclear de
2015 –un «éxito» en opinión de Stevenson– volvieron a entrar en vigor cuando
años después, Trump se retiró del paic (Plan de Acción Integral Conjunto).
La vuelta atrás irritó a los aliados de Estados Unidos obligados a seguir el ejem-
plo, pero la iniciativa europea para desarrollar un mecanismo alternativo para
efectuar los pagos fue inútil, mientras se ignoraron las objeciones planteadas
en las Naciones Unidas. Desde entonces, Washington ha apuntado a Rusia
con el mismo mecanismo a una escala todavía mayor, que a fecha de hoy se
ha saldado con un resultado no concluyente. El hecho de que las sanciones
«funcionen» como un medio de coaccionar a los Estados para que cambien su
Anderson: Geopolítica 147crítica
comportamiento, en vez de simplemente como un expediente para aumentar
la miseria de sus poblaciones, es cuestionable. Pero, como señala Stevenson,
tienen otros usos: preparar el terreno para la acción militar, si es necesaria, y
disciplinar a los aliados.
La vigilancia es otro valioso activo. Stevenson ofrece una excelente pano-
rámica de la infraestructura física de la alianza de los Cinco Ojos, cuya
existencia solo se reveló oficialmente al público en 2010, y del enorme
conjunto de estaciones de control encargadas de recoger información de
cables submarinos, llamadas telefónicas, radiobalizas marítimas y comu-
nicaciones electrónicas. Gran Bretaña al este, Canadá al norte, y Australia
y Nueva Zelanda en el Pacífico Sur, son parte integral de esta iniciativa.
Pero mientras Estados Unidos recibe automáticamente las señales que sus
socios recogen, no siempre las comparte; la National Security Agency (nsa)
algunas veces reclasifica los informes que recibe de sus aliados, haciéndolos
inaccesibles para la nación que los generó. Gran parte de esta red se basa en
el reconocimiento espacial. Estados Unidos controla actualmente más satéli-
tes que el resto de países del planeta juntos, lo cual facilita tanto el espionaje
como los «ataques cinéticos» por vehículos aéreos no tripulados. Esta es la
base del aparentemente fantasioso entusiasmo de los estrategas estadou-
nidenses por la «astroestrategia», institucionalizada con la creación de la
Fuerza Espacial en 2019. Las alucinantes anticipaciones de una guerra orbi-
tal tienen una base semirracional en la ansiedad que produce el hecho de
que Rusia y China puedan desarrollar una capacidad contraespacial capaz de
poner en peligro la red de satélites estadounidenses y de este modo neutra-
lizar potencialmente sus fuerzas armadas, actualmente incapaces de actuar
sin el gps. Se trata de una perspectiva lejana. Sin embargo, como remarca
Stevenson, «el manual de estrategia estadounidense considera que el país
está librando una constante batalla contra la complacencia. Para prevenirla,
la clase política periódicamente conjura inminentes amenazas, que se yer-
guen contra la superioridad estadounidense».
Lo mismo sucede con las afirmaciones de que la superioridad nuclear
estadounidense se encuentra en peligro. Tras la desaparición de la Unión
Soviética, la estrategia estadounidense en este ámbito respondía a un plan-
teamiento doble: mantener y «modernizar» su arsenal mientras persuadía a
otras potencias nucleares para que redujeran el suyo y, por encima de todo,
impedir que cualquier otro Estado accediera al club nuclear. El principal
instrumento para conseguir este objetivo es el Tratado de No Proliferación
Nuclear, que mantiene la superioridad estadounidense en nombre de la
paz. Obama, elogiado por el Comité Noruego del Nobel por su visión de
«un mundo sin armas nucleares», comprometió un billón de dólares para
modernizar el arsenal estadounidense. Recientemente se ha hablado desde
el gobierno de Biden de aumentarlo y mejorarlo, lo cual se justifica trayendo
148 nlr 147crítica
a colación las opiniones del Pentágono de que en 2030 China contará con
más de un millar de cabezas nucleares. Si eso fuera cierto, supondría menos
de una tercera parte del arsenal estadounidense, pero además existen dudas
sobre la viabilidad de la disuasión china. Stevenson señala que en todo caso
la incertidumbre respecto al equilibrio de fuerzas y la derogación de los
acuerdos de la Guerra Fría sobre control de armas significa que los próxi-
mos años «bien pueden representar un peligroso momento de transición
similar al atravesado por Estados Unidos y la Unión Soviética a principios
de la década de 1960».
Antes de la segunda década de este siglo, había pocas discusiones
sobre cualquier desafío creíble al dominio marítimo estadounidense. Sin
embargo, en 2021 el Departamento de Defensa informó al Congreso de que
China poseía «la fuerza naval más numerosa del mundo». Esto es cierto
si se cuentan los pequeños buques de apoyo y similares. En cualquier otro
sentido, Stevenson hace hincapié en que la us Navy eclipsa a la flota china,
manteniendo una ventaja cuantitativa y cualitativa en buques de guerra,
submarinos y barcos anfibios de asalto. Washington tiene el mando de once
portaaviones de propulsión nuclear, razonablemente todavía el sistema de
referencia para la proyección marítima del poder armado. China afirma
tener tres, dos de los cuales son naves soviéticas reacondicionadas de apenas
la mitad de tamaño de los superportaaviones de tipo Nimitz estadouniden-
ses, y todos ellos son de propulsión convencional mediante diésel y turbinas.
Dejando aparte a los mercantes, el alcance de la estrategia marítima estadou-
nidense no tiene parangón. Al tener asegurado su control sobre los puntos de
paso claves de Malaca, Yokosuka, Ormuz, Suez y Panamá –«los equivalentes
contemporáneos», señala Stevenson, de las «cinco llaves» controladas por el
almirante John Fisher, que permitían a la Royal Navy «cerrar el mundo»–
Washington mantiene además bases en Guam, Japón, Singapur, Tailandia,
Corea del Sur y Filipinas, así como en Diego García, la isla nominalmente
británica situada en el centro el Océano Indico, que alberga instalaciones
navales de apoyo, un centro clandestino de la cia y uno de los cuatro nodos
de gps del planeta. En comparación, por el momento la marina del Ejército
Popular de Liberación chino no es más que una flotilla regional.
En el estudio de Stevenson, la prepotencia militar, los exorbitantes pri-
vilegios del dólar y la última palabra sobre las finanzas globales, junto a un
sistema de alianzas que circunda el mundo, constituyen la base del dominio
estadounidense y no desde luego el «poder blando» o la influencia nor-
mativa. Sus resultados se exploran en la tercera sección del libro, «A Prize
from Fairyland» [Un premio desde el país de las hadas], que hace referen-
cia al entusiasmo de Churchill al enterarse de las reservas de petróleo del
Golfo Pérsico, una región que Gran Bretaña había rodeado de protectorados
(Omán, los Estados de la Tregua/Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Bahréin,
Anderson: Geopolítica 149crítica
Qatar) desde el siglo xviii. Stevenson es categórico respecto a los intereses
en juego. Si Estados Unidos mantiene una presencia militar tan enorme en
Oriente Próximo, a pesar de las críticas internas y las promesas de redirigir
la atención hacia otros teatros de operaciones, es porque los hidrocarburos
del Golfo Pérsico constituyen «un extraordinario recurso estratégico», dicho
en palabras de un funcionario estadounidense. Habida cuenta de que tres
cuartas partes del petróleo y del gas se exportan hacia Asia, la protección
armada a los países productores de petróleo asegura que Japón, Corea del
Sur, la India y China «deban tratar con Estados Unidos conscientes de que,
si lo deseara, la potencia estadounidense podría privarles de su principal
fuente de aprovisionamiento energético».
Dentro de ese esquema, sin embargo, la estrategia estadounidense siem-
pre ha utilizado un criterio variable de uno a otro Estado en función de su
acceso a las riquezas petrolíferas y a su peso geopolítico. Para Stevenson,
estas son las consideraciones que explican la respuesta de Washington al
levantamiento que recorrió el mundo árabe en 2011. En los emiratos del
Golfo, legatarios de una larga historia de injerencias anglo-estadounidenses,
no se planteó la posibilidad de permitir que el malestar se propagara. El
Alto Mando estadounidense tiene su cuartel general en la gigantesca base
aérea de Al Udeid ubicada en Qatar y mantiene otras bases en Bahréin, los
Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Omán. Cuando estallaron las protestas
en Manama, donde está anclada la Quinta Flota estadounidense, llegaron
las fuerzas saudíes y emiratíes, armadas y equipadas por Estados Unidos y
Gran Bretaña, para ayudar a la dinastía Al Jalifa a sofocar el levantamiento.
Stevenson señala que dos días antes la dinastía gobernante había recibido la
visita del secretario de Defensa de Obama.
En Yemen, situado en el extremo meridional de la península, Alí Abdalá
Salé fue obligado a rendirse a una camarilla de elites del antiguo régimen
con la idea de prevenir demandas más radicales en las calles. En Egipto, que
ocupa el segundo lugar después de Israel como receptor de la ayuda militar
estadounidense, la Casa Blanca fracasó en mantener a Mubarak en el poder,
pero encargó a la cúpula militar que se asegurara de que su sustituto no se
desviara de los términos de la «asociación estratégica». A Libia, de menos
importancia para Occidente y presidida por el poco fiable Gadafi, se le
reservó un tratamiento diferente. Instigado por Francia y Gran Bretaña, un
ataque aéreo de la otan perpetrado en marzo de 2011 y santificado por una
resolución de la onu con el pretexto de proteger a los manifestantes civiles
de un inminente baño de sangre, consumó el cambio de régimen con el pro-
pio déspota identificado y asesinado en octubre de ese año. La oposición de
China y Rusia en el Consejo de Seguridad descartó un mandato equivalente
para actuar contra la Siria baazista, una espina mucho más molesta para
Washington; en vez de ello, Estados Unidos y Gran Bretaña unieron a sus
150 nlr 147crítica
sátrapas del Golfo para patrocinar a grupos yihadistas, armados y atendidos
desde el sur de Turquía, para luchar contra el régimen de Assad.
En una secuencia de capítulos, Someone Else’s Empire: British Illusions
and American Hegemony revisa las secuelas de estas convulsiones. En la Alta
Mesopotamia surgió el isis como un inesperado heredero de la arrogante
«construcción nacional» de Estados Unidos. En 2014, en el momento de su
apogeo, el Estado Islámico gobernaba un territorio que alcanzaba más de
100.000 kilómetros cuadrados, con capitales en Mosul y Raqqa. La inter-
vención rusa en beneficio de su aliado sirio y una «guerra de aniquilación»
encabezada por Estados Unidos acabaron efectivamente con el califato,
aunque la lucha continua en el norte de Siria, donde Ankara realiza ofensi-
vas intermitentes contra los aliados kurdos de Washington presentes en la
coalición creada contra el isis. Libia se encuentra en ruinas, acosada por
el hambre y las enfermedades, mientras diversas facciones armadas se dis-
putan sus reservas de petróleo. Fuerzas especiales británicas, francesas e
italianas respaldan a grupos rivales en una guerra civil, que ha supuesto
la reaparición de las antiguas divisiones entre la Cyrenaica, en el este, y la
Tripolitania, en el oeste. El informe de Stevenson bulle con la vida y la mise-
ria del lugar, mientras toma nota de los lamentos de los revolucionarios,
las pretensiones de los líderes de las milicias y el cinismo de los posibles
ministros en la devastada capital.
En El Cairo, el régimen de Sisi, que llegó al poder mediante un golpe de
Estado en 2013, ha sido en muchos aspectos más represivo incluso que el régi-
men de Mubarak. El mantenimiento del orden interno está muy militarizado, a
imagen del propio Estado. Los ciudadanos hacen frente a arrestos y detencio-
nes arbitrarias en un archipiélago de prisiones, que incluyen cárceles secretas
manejadas por militares y servicios de seguridad y que Stevenson detalla en
un magnífico trabajo de investigación. Las evidencias de tortura sistemática y
otros abusos pueden ser intermitentemente deplorados por las cancillerías occi-
dentales, pero no hay ninguna posibilidad de una reprimenda importante habida
cuenta del trascendental emplazamiento estratégico del país. Túnez, la chispa
que encendió las revueltas árabes, pareció ser durante un tiempo la única excep-
ción a su desalentador balance. Diez años después de la expulsión de Ben Ali,
un autogolpe presidencial anunció el regreso de la dictadura. El interés europeo
por el país se limita esencialmente a sus servicios como gendarme del litoral
marítimo, que debe impedir que los migrantes crucen el Mediterráneo, y a su
posición como lugar de tránsito para el gas argelino.
Stevenson señala que «la política exterior estadounidense ha sido objeto
de ataque rutinariamente aduciendo su incoherencia, pero tal crítica ignora, sin
embargo, que ha sido más relevante su estabilidad, incluso a lo largo de la teme-
raria disfuncionalidad de los años de Trump». La guerra en Yemen, otra secuela
de la Primavera Árabe, es un buen ejemplo de ello. Allí, el déspota derrocado se
Anderson: Geopolítica 151crítica
unió a un grupo rebelde chiita, los hutís, en un intento por derribar al gobierno
de transición encabezado por su anterior vicepresidente. En la primavera de
2015, Arabia Saudí intervino para controlar la temida influencia iraní sobre
su vecino tributario. La campaña dependió en gran medida del apoyo de Gran
Bretaña y Estados Unidos para el suministro de armas, la selección de objetivos
y el reabastecimiento de combustible en el aire. Seis años después, el conflicto
se había cobrado más de 150.000 vidas, pero había fracasado claramente en su
pretensión de expulsión de los hutís. Al tomar posesión de su cargo en 2021, el
gobierno de Biden declaró que Washington estaba retirando su apoyo a las «ope-
raciones militares ofensivas» en Yemen. Estados Unidos ya «no daría un cheque
en blanco a sus socios de Oriente Próximo para que llevaran adelante políticas
en conflicto con los intereses y valores estadounidenses». Sin embargo, como
Stevenson corrobora, los servicios de inteligencia estadounidenses continua-
ron asistiendo a Riad y a su cobeligerante Abu-Dhabi. Tras la publicación del
libro, Estados Unidos y Gran Bretaña iniciaron sus propios ataques contra los
rebeldes yemenitas en represalia por el cierre del mar Rojo al tráfico marítimo
impuesto tras la ofensiva israelí sobre Gaza. Preguntado en enero si los ataques
aéreos estaban «funcionando», Biden replicó: «¿Están deteniendo a los hutís?
No. ¿Van a continuar? Sí».
La honorable propuesta de Stevenson sobre una política exterior británica
neutral está envuelta por el aroma de su trabajo. Una alergia a la mistificación,
una mirada aguda para el eufemismo y una atención concentrada en los hechos
crudos de los asuntos internacionales no son las menores de sus virtudes, atrac-
tivamente mostradas en Someone Else’s Empire: British Illusions and American
Hegemony. El lúcido análisis de la política de las grandes potencias se acompaña
del registro de sus consecuencias sobre el terreno, presenciadas directamente
y documentadas sin sentimentalismos. No hay muchos escritores de su gene-
ración, que tengan virtudes semejantes; menos todavía que las combinen. En
cierto sentido es una pena que el libro esté estructurado –y titulado– para des-
tacar cuestiones británicas; lógicamente, la segunda sección debería preceder
a la primera: predominio de Estados Unidos, servilismo británico. En cuanto a
la anatomía del imperio estadounidense, el libro de Stevenson pertenece a la
tradición de Chalmers Johnson y Gabriel Kolko o, en una posterior genera-
ción de la izquierda, a la de Peter Gowan y Perry Anderson. Sobre su propio
grupo de edad, nacido en 1980, trae a la memoria el trabajo de Richard Beck,
Thomas Meaney o el primer Stephen Wertheim. Pero resulta difícil pensar en
cualquier estadounidense contemporáneo capaz de igualar la variedad y habili-
dades periodísticas de Stevenson.
Su conclusión guarda cierta semejanza con el llamamiento de Christopher
Layne para que Estados Unidos abandone la insostenible persecución de la «pri-
macía» y regrese a su vocación natural de «equilibrador offshore» bendecido
por la geografía con una seguridad continental y un vasto mercado interno. La
152 nlr 147crítica
comparación invita a una pregunta. ¿Qué marco teórico sustenta el análisis de
Stevenson? La génesis de muchos de sus capítulos como ensayos publicados
en la London Review of Books, donde la elaboración conceptual ha sido histó-
ricamente aborrecida (teoría no, por favor, somos británicos), explica que no se
examine la relación existente entre el poder imperial estadounidense y los inte-
reses capitalistas y otras necesidades nacionales. Para Layne, la paradoja de la
grandiosa estrategia hegemónica estadounidense es que obliga al país a arries-
garse a guerras libradas en lugares que estratégicamente carecen de importancia
para Estados Unidos a fin de demostrar, tanto a aliados como adversarios por
igual, que Washington está dispuest0 a defender Estados que no son importan-
tes. Esto no quiere decir que los mecanismos sean inmutables. Desde la década
de 1990, al menos, ha crecido la importancia relativa del poder aéreo y de las
fuerzas auxiliares, lo cual evidencia tanto el abanico de teatros bélicos en los
que Estados Unidos está comprometido como su menguante disposición a sufrir
bajas, que corre en proporción inversa a la mortífera capacidad de sus armas.
Semejante atenuación del «ethos guerrero», junto a la valoración de las opera-
ciones en Oriente Próximo y los inciertos resultados de la guerra por delegación
librada en Europa del Este, ha suscitado un renovado escepticismo en cuanto
a la utilidad de la fuerza militar estadounidense, agravado todavía más por las
carencias evidenciadas en la capacidad industrial en defensa. Pero el poder duro
otorga ventajas más allá del campo de batalla. Entre otras cosas, el avivamiento
de las tensiones internacionales sirve para que Washington reafirme su papel
indispensable como proveedor de «seguridad» para sus clientes. Las amenazas
de reducir esa provisión son una potente palanca para alcanzar otros objetivos,
del aumento del gasto aliado en los equipos fabricados en Estados Unidos a las
concesiones extraídas sobre el comercio y la inversión extranjeros. A la inversa,
consideraciones similares sirven para explicar lo que de otra manera es la des-
concertante crónica de la subordinación británica.
Pero estas consideraciones, ¿lo explican todo? Se puede saludar la expe-
ditiva puesta a buen recaudo por Stevenson de las versiones idealistas del
internacionalismo liberal, junto a los eufemismos utilizados para referirse a un
imperio nacional respaldado por el armamento y el infierno de las armas nuclea-
res –«el orden internacional», etcétera– y, sin embargo, todavía querer mantener
un lugar para el papel de las ideas en la política mundial. Nos podemos pre-
guntar, por ejemplo, ¿cómo explicaría Stevenson la decisión de la Inglaterra
eduardiana de luchar contra un rival imperial, Alemania, y, sin embargo, con-
sentir la subordinación frente a otro, Estados Unidos? Los contemporáneos sin
duda pensaron que las afinidades del lenguaje, la cultura y la religión desem-
peñaban un papel, así como los flujos de inversión de la City fluyendo a través
del Atlántico y, por supuesto, el cálculo militar. También sería interesante saber
cómo explicaría Stevenson el creciente control de Washington sobre la política
exterior de la Unión Europea.
Anderson: Geopolítica 153crítica
Su insistencia en las fuentes materiales del poder, un instinto realista para
exponer las distorsiones ideológicas que hacen pasar la fuerza por consenti-
miento, tiene una gran solidez. Stevenson no hace tampoco ninguna concesión
a la apologética del imperio en nombre de los «valores». Sin embargo, si la
violencia y la persuasión se perciben como un continuo, aparecen a la vista
diferentes proporciones; para Gramsci entre los dos polos se encontraba la
«corruzione-frode», la compra de influencia y otras técnicas resbaladizas.
Volviendo de nuevo a las relaciones existentes entre Gran Bretaña y Estados
Unidos, más allá de la lista de antiguos alumnos del programa de «Foreign
Leaders» del Departamento de Estado (Heath, Thatcher, Blair, Brown, May) o
de los arcanos de la Comisión Trilateral (Starmer, Rory Stewart) y de Le Cercle
(Zahawi, de nuevo Stewart), los altos políticos británicos son rutinariamente
captados por universidades, think tanks y empresas estadounidenses al dejar el
gobierno o antes de hacerlo. Desde luego, combinado con esto nos topamos con
la subestructura estatal de cooperación e intercambio de información en cuestio-
nes de seguridad, que implica a una amplia colección de militares, diplomáticos
y espías. Alrededor de 12.000 militares estadounidenses están estacionados
en Gran Bretaña en una docena de bases nominalmente bajo el mando de la
Royal Air Force. El personal ligado al establishment de Defensa británico en
Washington supervisa a cientos de personas destacadas en los «comandos
de combate» del Pentágono; el mayor destacamento, ubicado en la sede del
centcom en Tampa, está dirigido por un general de dos estrellas. Juegos de
guerra, despliegues «integrados» y ejercicios de entrenamiento contribuyen a
sostener estos programas, sumamente institucionalizados, que ofrecen un grado
de continuidad y estabilidad, que aísla la «relación especial» angloestadouni-
dense de las oscilaciones de la política nacional. En palabras de un antiguo
consejero del Departamento de Estado al que se le pidió imaginar una hipotética
deserción británica: «La relación está tan entrelazada a tantos niveles que con-
tamos con lo que yo denominaría estabilizadores automáticos […]. Si las cosas
comenzaran a moverse en esa dirección, surgirían y se impondrían fuerzas que
empujarían a ambos gobiernos por el camino correcto».
El Partido Laborista, históricamente una fuerza subalterna de la vida nacio-
nal británica, siempre ha encontrado más fácil asumir el cargo de lugarteniente
que los conservadores, mucho más propensos a las crispaciones soberano-impe-
riales. El desafío sobre Suez de Anthony Eden animó al gobierno de Eisenhower
a organizar su salida, realizada con la debida delicadeza. («Ha sido como un
acuerdo de negocios», telegrafió Macmillan a Butler después de una conver-
sación con el secretario de Estado estadounidense: «Ellos estaban poniendo
mucho dinero en la reorganización de Gran Bretaña y tenían muchas esperanzas
en que esa empresa tuviera éxito. Pero, desde luego, cuando estás reorganizando
un negocio que está en dificultades, no pueden descartarse que surjan problemas
personales»). El fracaso de Heath a la hora de lograr la aprobación por Estados
154 nlr 147crítica
Unidos de su política europea impulsó a Kissinger a suspender el intercambio
de información entre los respectivos servicios de inteligencia, mientras que la
neutralidad británica en la guerra del Yom Kippur se topo con la amenaza de
poner fin a la asistencia nuclear estadounidense. La posición de Wilson sobre
la Guerra de Vietnam era en comparación una pequeñez y regresó al gobierno
prometiendo reparar las relaciones. «Harold va a querer tener alguna política
exterior», se burlaba Nixon en aquel momento, «introduzcamos algunas peque-
ñeces en su cabeza para hacerle pensar y así podría empezar a tener un poco
de influencia política». Una hiperatlantista como Thatcher podía denunciar
la duplicidad de Estados Unidos en la invasión de Grenada y su prepotente
gestión de la reunificación alemana. Major y Hurd disentían de la beligeran-
cia del gobierno de Clinton en Bosnia. Incluso Cameron y Osborne trataron
de mantener buenas relaciones económicas con China y el Asian Infrastructure
Investment Bank después de que se les hubiese instruido para que no lo hicieran
y Johnson insistió en contratar a Huawei para levantar en Gran Bretaña la red
5G hasta que la presión de Washington finalmente impuso un cambio total sobre
el asunto. «Algo que aprendes sobre la relación con Estados Unidos –insisti-
ría el primer embajador de Blair en Washington– es que es que si te muestras
muy duro con ellos y te mantienes firme en tu posición […] ellos respetan ese
comportamiento». «Los israelíes –que realmente sí disfrutan de una relación
especial con Estados Unidos– son increíblemente duros con ellos, aunque sean
completamente dependientes de los millardos de dólares que reciben en con-
cepto de ayuda estadounidense».
Desde otro ángulo de observación, el historial del vasallaje ukaniano podría
considerarse como un predecible corolario de lo que Tom Nairn identificó como
la secular «eversión» de la elite británica, tanto imperial como posimperial,
predispuesta a intentar resolver contradicciones internas mediante la internacio-
nalización de las mismas. Enfrentada a la elección entre mantener la posición
mundial de la City y las prerrogativas de la soberanía nacional –una alternativa
planteada crudamente en Suez– la camarilla gobernante británica ha optado
desde hace tiempo por la primera. «Habiendo dejado por fin atrás su Revolución
Industrial –pronosticaba Nairn a finales de la década de 1980– el imperio que
daba la vuelta al planeta acabará siendo una colonia». El «churchillismo», un
grandilocuente pastiche que mezcla el militarismo chauvinista con la bona
fides atlantista, contribuyó a dar una pátina de grandeza a este estado de cosas,
pero era su efecto más que la causa. El giro neoliberal, augurando una mayor
hipertrofia y la desterritorialización del propio centro financiero –y con ello
un mayor entrelazamiento con Estados Unidos– simplemente agravó un per-
sistente tropismo. Para quienes recogen sus recompensas, los beneficios no son
desdeñables. Como Washington, Londres pretende romper barreras comerciales
y modelar las normas y las regulaciones que gobiernan los flujos de capital,
la provisión internacional de servicios financieros y actuariales, las «mejores
Anderson: Geopolítica 155crítica
prácticas reguladoras», la «gobernanza digital» y los procedimientos de arbi-
traje. Los favores dispensados por el «hacedor del sistema» no son totalmente
ilusorios. Indudablemente, a ojos de Estados Unidos, Gran Bretaña es sola-
mente una de sus muchas dependencias. Como destaca con razón Stevenson, su
aventurerismo militar, su capacidad nuclear auxiliar y su predisposición a «estar
ahí cuando empiecen los disparos», no sirven realmente para gran cosa. Su fun-
ción es demostrar al patrón la importancia del país. Resulta difícil imaginar una
marcha atrás de este acuerdo, que no suponga una transformación mucho más
radical del Estado británico y de su clase dominante.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario