Dos de las reflexiones tecnológicas más interesantes que he podido leer estas Navidades hacen referencia a una obviedad de enormes implicaciones sociales y económicas, por una parte, y a una predicción de cambio de foco de la ira social cuya materialización, en caso de producirse, me sorprendería, por otra.
En efecto, uno de los inversores con mayor ojo en el ámbito de las start-upsde perfil digital, Marc Andreessen –que ya en 2011 predijo que el futuro sería de las compañías de software, capaces de ofrecer mejores servicios de forma más rápida y barata que la industria tradicional–, se despachó en unaentrevista publicada en el WSJ el pasado tres de enero con un pronóstico muy interesante: "En tres años vista, sólo se comercializarán smartphones, lo que multiplicará su penetración hasta los 5.000 millones de terminales frente a los 2.000 actuales. Nos encontraremos en un ecosistema en el que todo el mundo irá con un ordenador muy potente en el bolsillo y estará permanentemente interconectado. Y apenas hemos empezado a ver las implicaciones de este fenómeno…"
Esta es la parte de la obviedad. Sin embargo, si uno toma distancia y se fija en la carga de profundidad de esta proyección en… todo, así como en las consecuencias que de la misma se pueden derivar tanto para el que sepa aprovecharse de sus ventajas como para el que pueda establecer mecanismos de defensa ante sus potenciales inconvenientes, es difícil permanecer inerte ante lo que se avecina. Un universo de posibilidades se abre ante aquellos que vislumbren el bosque entre tanta rama.
La otra idea interesante que me ha hecho darle al coco estos días tiene más solera, ya que fue publicada por The Economist el pasado 18 de noviembre con motivo del anuario The World in 2014, a cuyo editor tuve la oportunidad de oír la semana pasada en directo en el IESE.
Bien, su predicción resulta muy interesante, a la par que demasiado prematura, en mi modesta opinión. Básicamente viene a decir que los idolatrados iconos de la era digital, ganadores en sus respectivas categorías –caso de los Google, Facebook o Amazon de turno–, se enfrentan a la ira popular, que pasará del Occupy Wall Street que caracterizó el cénit de la crisis financiera en Estados Unidos al Occupy Silicon Valley en cuanto el conjunto de la sociedad despierte de la ensoñación en la que se halla en relación con estos personajes. Empresarios que apenas crean empleo o pagan impuestos y disfrutan de posiciones monopolísticas imposibles en negocios seculares. La propia ostentación que empiezan a mostrar, de la que la boda hobbit de Sean Parker es ejemplo paradigmático, y su cooperación con el poder que fija su regulación, como ha probado el caso de las escuchas desvelado por Snowden, terminará por encender más antes que después la mecha del descontento.
Tardará, no obstante, en llegar tal revolución. Pero no por deméritos propios, sino por la torpeza de unos políticos que se empeñarán en que así sea. No en vano, la tentación de hacer de un mercado cautivo como el de los terminales móviles con conexión a Internet fuente adicional de ingresos para las arcas públicas, sean estos teléfonos, tabletas o televisores, es demasiado irresistible y provocará que se desvíe la atención ciudadana desde los que con sus estructuras fiscales impiden que los estados se financien –Silicon Valley– a los que ocupan las Cámaras de representación popular, se llamen estos congresistas o senadores. No sólo eso, los parlamentarios conseguirán, si sus propuestas siguen por el camino emprendido en Francia, que los verdaderos culpables sean percibidos más como damnificados que como responsables.
Y es que en nuestro vecino del norte, los socialistas han rescatado una idea que a punto estuvo de ver la luz el pasado mes de mayo: gravar con una tasa especial del 1% al 3% la venta de este tipo de dispositivos con objeto de destinar tales fondos a la financiación de la cultura gala (FT,"French film report calls for Smartphone tax", 08-01-2014). La idea subyacente es que, quien facilita el consumo del contenido, debe contribuir a su ‘producción’. Los fondos para la llamada ‘excepción francesa’, del bolsillo de quienes la disfrutan. Y de las arcas del Estado vía subsidios y créditos fiscales. Y de las cadenas de televisión a través de la compra obligatoria de películas locales. Y…
Sea como fuere, de aprobarse la medida no tardará en implantarse en otros lugares como España, toda vez que, de acuerdo con sus impulsores, los márgenes del hardware facilitarían que la medida fuera absorbida por los fabricantes, mientras que los depauperados presupuestos públicos se verían beneficiados de una medida finalista que permitiría mantener el mecenazgo de la Administración en un entorno de austeridad.
Uno estaría de acuerdo si las cuentas fueran claras y el chocolate espeso… y aun así. Pero en tanto la larga mano de los intereses y la arbitrariedad sigan actuando como lo hacen en buena parte de las decisiones políticas ligadas a la cultura, en la medida en que su implantación no suponga el fin de otras ayudas inexplicables o del uso del cine como vehículo de mayor eficiencia fiscal de los ricachones de turno, o si, por el contrario, se sigue primando la cantidad frente a la calidad… ¿para qué? Pues eso. Para que se lo sigan llevando algunos crudo.
Si es así, mi voto en contraNo doubt about it.