jueves, 12 de junio de 2014

Visitas Obligadas....

Canogar, o la plural constancia de la pintura

Van Dyck ocupa todas sus salas, en una de las muestras centrales de su trigésimo aniversario, con una extensa retrospectiva que recorre todas las etapas del pintor toledano
Asturias 24

Bien titulado —'Vértigo'— el texto que Francisco Calvo-Serraller aporta al catálogo de esta Visión retrospectiva (1958-2013) de la obra de Rafael Canogar (1935) con la que el pintor toledano prolonga y viene a poner en amplio contexto sus dos muestras previas en la Sala de Arte Van Dyck, y con las que la galería señala además uno de los momentos centrales la agenda de su trigésimo aniversario. Se siente, en efecto, cierto pasmo vertiginoso al recorrer esta muestra: pasmo ante la amplitud del periodo revisado —55 años de trabajo repartidos en los cuatro espacios expositivos de Van Dyck y Van Dyck Propuestas— y aún más ante la variedad de los hitos que lo reconstruyen, sorprendente incluso para quienes conozcan bien las líneas de alta tensión que se cruzan en el territorio de esta pintura: vectores que, en distintos planos, conectan el informalismo con la figuración crítica de corte social; la apasionada gestualidad expresionista con un distanciado juego constructivo-reconstructivo y con la entrega, en actitud casi mística, a la manifestación de la propia pintura; que enlazan la severidad y el dramatismo con la reflexión o la sensualidad desbordante del color o la materia; las técnicas puramente pictóricas con el relieve, el grabado, el collage, el assemblage; la experimentación en descubierta con la reverencia ante la tradición...
Aunque el vértigo mayor no se suscita en este caso ante las muchas etapas creativas que pueden llegar a caben en una sola trayectoria artística, sino precisamente ante el hecho de que esa trayectoria sea una. No es el vértigo de la diversidad sino el de la constancia. O, mejor dicho, el de la diversidad en relación con la constancia: una impresión de índole casi moral, análoga a la que puede provocar el espectáculo (paradójicamente, siempre discreto) de la integridad, la autenticidad o la fidelidad a unos principios mantenidos con obstinación a lo largo de toda una vida.
En Canogar, la diversidad es el efecto más extremo de la constancia en unos mismos principios
Esa relación es estrecha hasta el punto de que, en Canogar, la diversidad es el efecto más extremo de la constancia en unos supuestos estéticos y en una poética concreta. Todas aquellas líneas de tensión entre una cota y otra de su territorio se agavillan a final en una sola: la fe en la pintura como un medio en perpetuo reajuste que tantea soluciones —tan cambiantes como sea preciso, pero siempre necesarias, genuinas, estéticamente efectivas, generadas y legitimadas desde el interior de la propia pintura— a problemas muy distintos: desde la compulsión íntima del sujeto por expresarse hasta la urgencia por comunicar los conflictos de un determinado momento histórico; desde la reflexión sobre la estructura profunda de la realidad y el conocimiento hasta la reflexión sobre la propia naturaleza de la pintura o, en última instancia, la manifestación de sus valores más puros y desnudos.
Creo que toda la obra de Canogar se puede tender de esa estructura del mismo modo que él colgó su pintura de aquellas arquetípicas cabezas que poblaron sus años ochenta, y que invocó a modo de homenaje hacia Julio González, Picasso y los maestros de la primera vanguardia. Visto así, el largo camino de sus sesenta años de actividad (y, por compresión, lo que estos días se exhibe en Van Dyck) tal vez se pueda resumir como la conversión en pintura de las experiencias vitales y artísticas de un español nacido en 1935 tan sensible a su tiempo como comprometido y autoexigente con las búsquedas internas de su subjetividad y su trabajo artístico. La pintura --sus obras recientes lo declaran con mayor intensidad que nunca-- ha sido siempre, de un modo u otro, el sujeto y el objeto último de esa labor; pero en ella han resonado o quedado registrados de un modo perfectamente descifrable los conflictos, las zozobras y las mutaciones de otros sujetos --el propio pintor y sus coetáneos-- y del contexto histórico que les ha rodeado.

VIOLENCIA DRAMÁTICA

Así, la violencia dramática de los cuadros de la etapa de El Paso —invitados realmente excepcionales en esta exposición— expresa en esos trazos pastosos salidos directamente de los dedos o de instrumentos diferentes al pincel o la espátula la liberación de un lenguaje plástico; pero el grito que solidifican, las trazas de su acción directa y fulminante son también la trasposición al espacio interno del cuadro de un grito y una acción que apenas podían expresarse fuera de él en aquel momento. Más obvia todavía, por explícita y por buscada, es la conexión con el ambiente exterior de agitación y conflictividad de las obras de los últimos sesenta y los años previos al fin de la dictadura: sin ser directamente políticas, en el sentido doctrinario, el apremio por comunicar y por dejar testimonio hacen que el ruido informalista se estructure en imagen articulada, en figura, que Canogar traspone desde el lenguaje mediático —banal a menudo, pero también reconocible e impactante— dándole a la vez profundidad y relieve, dramatismo y distancia.
Del mismo modo se reconoce en las pinturas de la etapa inmediatamente posterior, ya en la década de los ochenta, una suerte de exoneración, seguramente aliviada, de aquellas necesidades y compromisos. Canogar regresa al ámbito soberano de la pintura en cuanto que pintura para conversar con la tradición en una clave más autoconsciente y sosegada que la de los informalistas adoptaron con sus viejos maestros españoles. En cuadros como su jugoso homenaje a Cézanne o en las variaciones pictóricas o gráficas sobre el leitmotivde las cabezas urbanas se descifra también el espíritu de revisión, síntesis, creatividad jovial y, en cierto sentido, un matizado hedonismo de nuestraposmodernidad caliente de aquellos años; un brío que se hace más atemperado y reflexivo —y también más recogido y poético— en los años posteriores, ya en la década final del siglo, en los que Canogar experimenta con la materia, las texturas, la pureza cromática, la disciplina compositiva en un trabajo que tiene mucho de manual; de absorto y artesanal, incluso alquímico, en la experimentación con nuevas materias; de táctil, tanto por parte de quien lo hace como de quien lo recibe.
El convulso cambio de milenio quiebran esa especie de ensimismamiento plástico
Las convulsiones que trae el cambio de milenio quiebran momentáneamente esa especie de ensimismamiento plástico y devuelven al Canogar que, de un modo muy oblicuo y sin salir jamás de la pintura, deja constancia de lo que está sucediendo en ámbitos que quedan fuera de ella. El discurso de la destrucción y la reconstrucción que persiste como ceniza en la atmósfera tras el 11-S se sintoniza de forma abstracta pero elocuente en la profundidad de unas series que se basan justamente en esa dialéctica, y que concretan de forma especialmente trágica otra radiación de fondo: la desorientación, la fragmentariedad y la artificiosidad de la era posmoderna en forma de composiciones con vidrios rotos que se reconstruyen en torno a figuras entrevistas a través de sus propias anfractuosidades y brillos o entre las veladuras de la parafina; ruinas o escombros de los que, como en la arqueología, se extraen nuevos sentidos al recomponer los restos y los fragmentos.
De un modo menos hiriente, de nuevo más puro y descarnado, esa dinámica tensa entre la parte y el todo, lo roto y lo recompuesto, reaparece en las vibrantes composiciones que se desarrollan en la penúltima etapa del autor que desembocan en un remanso de pintura carnal, vibrante y fluida, sensual y al tiempo escueta que de alguna manera se presentía y adivinaba como inevitable: un gozoso reencuentro con la pasión original por la pintura, pero con una capacidad de depuración que solo conceden la experiencia. Seguramente, también la sabiduría.
A esa etapa iniciada en torno al cambio de década y que se extiende hasta el presente queda consagrada toda la sala principal de Van Dyck en Menéndez Valdés. Y consagrada es seguramente la palabra más idónea, porque hay en estas superficies una tensión paradójica: algo que llega a lo trascendente a base de ser puramente inmanente, una impersonalidad casi absoluta que, no obstante, parece hecha a propósito para conmover los sentidos humanos (lo cual viene a ser en cierto sentido una definición de lo sublime), y que transforma el espacio en que se expone con un reverbero que algo tiene de edénico y algo, por tanto, de religioso.
En ese embalsamiento de pureza pictórica sorprende a Rafael Canogar esta revisión de su obra, que sugiere una última certeza: de lo que podamos encontrarnos en la próxima exposición de su autor en Van Dyck, nada cabe pronosticar. Excepto que, venga lo que venga, mantendrá esa plenitud persuadida de los poderes y la legitimidad de la pintura, y la misma necesidad (interna y externa) que viene extendiendo a esta obra su más autorizada certificación de autenticidad durante casi seis décadas

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