Por Ignacio Muro Benayas, @imuroben, miembro de Economistas Frente a la Crisis
Todos los grupos sociales, desde los transportistas a los médicos, desde las grandes empresas a los campesinos, tienen tendencia espontánea a identificar y defender sus intereses colectivos.
El hecho de vivir del propio trabajo, intelectual o manual, ha constituido durante mucho tiempo un cemento suficiente para favorecer una identidad común. Siempre fue, no obstante, una identidad trabajada que, ha utilizado cada conflicto como una ocasión para articular un frente de intereses de las mayorías construido desde las "inmensas minorías", más elevado, más numeroso y más consciente. "Sumar” a los diferentes colectivos es la labor que ha justificado al sindicato de clase, una organización especializada en observar el mundo desde los ojos del trabajo.
El sindicato así visto es un intelectual colectivo que construye una identidad común a largo plazo mientras articula intereses y participa, de forma inteligente, en una dialéctica de propuestas de resistencia, confrontación o colaboración integradas en un mismo discurso.
Cual debe ser hoy ese discurso es la cuestión.
La complejidad y globalidad de los procesos productivos y tecnológicos ha diluido la solidaridad primaria asociada a formas de trabajo y explotación simples. Mientras la mayor productividad del trabajo genera beneficios crecientes, mayor es la apropiación por el capital del valor creado y mayor la exclusión de los trabajadores en la gestión de las empresas; mientras el trabajo intelectual gana parcelas al trabajo manual, los profesionales más cualificados son arrastrados el desempleo y la precariedad; mientras la creación de riqueza se convierte en un todo integrado a nivel global, los procesos se fragmentan y las conexiones físicas desaparecen; mientras las tecnologías permiten trabajar en red, la penalidad y el riesgo laboral se sufren en solitario.
Decía Foucault que todo poder es un par de fuerzas que condiciona al que lo ejerce y al que lo soporta, al que domina y al que es dominado. En la medida en que las formas de apropiación varían, varían las formas de resistencia. En la medida en que mutan los poderes empresariales, cambian las mismas empresas y la organización productiva. En la medida que las formas de control social evolucionan, cambian las naturalezas de los conflictos y la naturaleza de las resistencias.
Los cambios en las formas de poder acaba impregnándolo todo: construye íntimamente al sujeto, moldea al trabajador. En la medida que el nuevo poder empresarial se fortalece, busca formas entre las que se difumina y oculta, pretende hacerse invisible. En ese contexto, aunque la sobreexplotación se instala en el mundo, el sentimiento de"estar explotado" se mitiga. En su lugar, resucitan otras sensaciones que podemos identificar con las de frustración, exclusión, marginación, ninguneamiento, desprecio, indiferencia… La dignidad humana recupera protagonismo. El movimiento de lo indignados es un movimiento ciudadano pero ahonda sus raíces en la indignidad del trabajo actual.
Desde esa percepción se debe articular y elaborar el mensaje sindical, hacerlo evolucionar con rapidez desde los modos tradicionales. Significa asumir que cuantos más leves son los lazos tangibles que unen a los diferentes grupos de trabajadores más importantes son los intangibles, cuanto más individualizada sea la relación social más importantes son el discurso y la capacidad de emocionar y convencer, cuanto más leves las conexiones físicas mayores las virtuales, cuanto más compleja sea la forma en que se socializan las relaciones sociales más importante el pegamento elaborado y menos el espontáneo para conseguir unir esa amalgama de intereses.
Y más importante el papel del sindicato como intelectual colectivo.
Preocuparse por la defensa de los problemas concretos y de la empresa como lugar de trabajo es esencial... pero requiere "tener trabajo" y que la empresa como espacio de contacto exista realmente. La creciente interdependencia de todo con todo, hace cada vez más difícil reducir la labor sindical a la defensa de lo cercano e inmediato si no se dispone de una perspectiva general. Cada vez más se necesita elevar al máximo la mirada para entender este mundo y el papel asignado al trabajo y construir desde él una oferta de democratización social. Ser hoy un sindicato de clase significa ofrecer, desde la mayorías que representan, una nueva noción de interés general. Es decir, capaz de crear una identidad de intereses y crear consciencia del papel esencial del trabajo en la economía productiva y en la creación de riqueza.
El desarrollo de las fuerzas productivas conlleva una cada vez más compleja socialización de las relaciones del trabajo, de los intercambios de ideas, servicios y mercancías entre ciudadanos, empresas y sectores de todo el mundo. La contradicción principal de ese proceso socializador es la que lo confronta con la centralización creciente del poder en pocas manos, tanto en empresas como en sectores, tanto en cada país como en todo el mundo. Las reformas laborales acentúan una idea de empresa como lugar donde unos pocos deciden por todos, contra todos. Las minorías que detentan el poder se apropian de la bandera de "lo común" como si el trabajo no fuera empresa, como si avanzar hacia la mejor organización capaz de crear riqueza no fuera el objetivo de los trabajadores. A la apropiación por una minoría de la riqueza creada entre todos se opone la democratización de los procesos productivos.
Cambiar el discurso es cambiar el lenguaje. Reclamar trabajo digno es reclamar dignidad, es identificar al trabajador como ciudadano adulto y libre, no como un siervo asustado o como un esclavo sometido, y a la empresa como el lugar donde se nos ofrece la oportunidad de compartir objetivos para mejorar productos y procesos y crear riqueza. Hacer sindicalismo es, cada vez más, reclamar un contrapoder democrático en la empresa y en la organización del sistema productivo.
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