Historia de una ojeriza
Cómo Emilio Alarcos pasó de ser amigo al más enconado enemigo de la 'llingua' asturiana
VIERNES 30 DE OCTUBRE DE 2015
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El 15 de diciembre de 1980 nacía por fin una institución que llevaba en estado de proyecto intermitente nada menos que dos siglos, los transcurridos desde que fuera imaginada y propuesta por primera vez por el insigne ilustrado gijonés Gaspar Melchor de Jovellanos: la Academia de la Llingua Asturiana. Vieja reivindicación del, en aquellos años, pujante movimiento asturianista, la Academia se fundaba con el propósito de toda entidad de similares características: limpiar, fijar y dar esplendor a la maltrecha lengua vernácula de los asturianos. Como su primer director se escogía entonces a quien lo sería hasta 2001: el filólogo tevergano Xosé Lluis García Arias, que había sido uno de los principales impulsores del movimiento Conceyu Bable, fundado a finales de los años sesenta para promover la dignificación y recuperación de la llinguay la adquisición de cotas de autogobierno para Asturias. Asistirían a García Arias veinticinco académicos de número y un número indeterminado de académicos correspondientes y académicos de honor, todos ellos seleccionados de entre los hombres y mujeres, asturianos o no, filólogos o no, más distinguidos en los últimos años en su defensa del idioma asturiano. En aquella nómina de amigos de la llingua convertidos en académicos con que la Academia echa a andar en 1980 hay algunos nombres ilustres, pero uno relumbra especialmente, por su enorme prestigio, en el listado de académicos de honor: el del lingüista y catedrático de la Universidad de Oviedo Emilio Alarcos Llorach.
Alarcos ya era, en aquel 1980, el más importante lingüista español, distinguiéndose por ser el introductor en el país de las nuevas corrientes lingüísticas desarrolladas en Praga, Copenhague y París por las escuelas estructuralista, glosemática y funcionalista. No era asturiano de origen, sino salmantino (había nacido en la ciudad del Tormes en 1922 y se declaraba «castellano de natura, asturiano de pastura y europeo de ventura»), pero llevaba ya treinta años en Oviedo, a cuya universidad había llegado en 1950 para fungir como catedrático de gramática histórica después de serlo de instituto en Avilés, Cabra (Córdoba) y Logroño y de doctorarse en filología románica en Madrid, donde había tenido como profesor a Dámaso Alonso. En 1972 había sido nombrado académico de la lengua española. Amigo del asturiano, parecía serlo bastante: aunque su campo de trabajo era el castellano y no participaba activamente en el movimiento en pro de la normalización del bable, sí que se mostraba públicamente favorable a ésta. En 1976, por ejemplo, escribía en Asturias Semanal que era «perfectamente válido hablar dellingua asturiana» y firmaba un elogioso prólogo para Gramática bable, un primer intento de sistematización provisional de la gramática asturiana realizado por la entonces joven filóloga somedana Ana Cano, hoy presidenta de la Academia de la Llingua.
En aquel prólogo, Alarcos rechazaba los argumentos esgrimidos por los contrarios a la normalización, entre los cuales descollaban el dialectólogo Jesús Neira y el filósofo riojano Gustavo Bueno. Para éstos no existía una lengua asturiana, sino muchos bables ininteligibles entre sí cuyos hablantes sólo podían entenderse con los de otra variedad recurriendo al castellano. Alarcos contraargumentaba en Gramática bable que, aun siendo cierto que existía en Asturias una notable variedad dialectológica, como por otra parte es normal en cualquier idioma, no era cierto que se emplease el castellano comolingua franca: bien al contrario, lo que hacían los hablantes de dos variedades distintas cuando entablaban conversación era utilizar sus propias lenguas modificándolas mediante un proceso de tanteo y aproximación, lo cual demostraba que sí que existían entre esos bables nexos en común que permitían considerarlos parte de una lengua única y sistematizable.
Nada había más lógico, pues, que ofrecer al profesor Alarcos en 1980 formar parte de la naciente Academia, y que Alarcos accediera gustoso.
El Rubicón antiasturianista
En 1988 se funda otra entidad relacionada con el asturiano, pero desde la trinchera contraria a la ocupada por la Academia: la asociación Amigos de los Bables, que se presenta con un largo manifiesto en el diario La Nueva España. En él, sus promotores se presentan a sí mismos como «la Asturias pensante y sensata» —«Sensatos y pensantes, sois unos mangantes», se gritaría desde entonces en las manifestaciones por la oficialidad de la llingua— y expresan su rotunda oposición a la normalización del asturiano, que en 1985 había dado un paso importante al impartirse por primera vez clases de bable de manera optativa en algunos centros públicos. Esgrimen el argumento consabido: no hay un bable, sino cien —«Que florezcan los cien bables» fue uno de los lemas de la asociación—, y el asturiano estándar aprobado por la Academia, «un invento aberrante» y una «jerga in vitro», haría desaparecer la rica variedad dialectológica del país. También lanzan dos argumentos nuevos: el de que la normalización costaba una enorme cantidad de dinero para la que había destinos más útiles y el de que detrás de esa normalización supuestamente desligada de todo interés político había «minorías abertzales» cuyo propósito real era «una especie de formación del espíritu regional», esto es, cultivar un hecho diferencial de Asturias con respecto al resto de España que justificase reivindicaciones de tipo nacionalista en el futuro. Entre estos sensatos y pensantes se encontraban Jesús Neira, Gustavo Bueno, el presidente regional del CDS Adolfo Barthe Aza… y Emilio Alarcos.
Las simpatías del profesor Alarcos hacia el asturiano habían desaparecido en algún momento posterior a 1983, cuando apuesta por la unificación de las variantes del asturiano a partir de la central —«científicamente no es un disparate», dice— en una conferencia titulada «Del Babel y los bables», y aun a 1985, cuando escribe a favor de la «cuarta» lengua románica de la península en un artículo para la Fundación March. El Rubicón del antiasturianismo, en todo caso, lo cruza públicamente en ese mismo 1988, cuando se produce un ruidoso incidente que tiene por protagonistas al propio Alarcos y a un alumno suyo, el entonces doctorando en filología románica pero ya también académico de la llingua Ramón d’Andrés. Los pormenores de lo sucedido los recordaba el propio D’Andrés hace unos meses en una larga entrevista en este mismo diario: «Alarcos», rememora D'Andrés, «era el director de mi tesis, y un día de 1988 recibo una nota en un sobre que llega a mi despacho —todavía la tengo por ahí— en la que me comunica, en tono muy despectivo, que renuncia a ser el director de mi tesis por estar redactada en bable. Cosa que él sabía perfectamente, porque había presidido en 1981 el tribunal de mi tesina, que había sido en asturiano también, sin mayor problema por su parte. Yo, estando la facultad como estaba ya incendiada, me pregunté: “¿Por qué voy a tener que aguantar esto?”, y decidí hacerlo público. El día de la lectura de mi tesis estaba el salón de actos lleno de prensa y de televisión. Fue una cosa de locura. Ya lo había sido buscarme un tribunal, porque Alarcos tenía sus influencias e hizo que costara trabajo encontrarlo».
Tal como apunta D’Andrés al referirse al «incendio» que sacudía ya la Facultad de Filología en el momento en el que decide hacer público el desaire de su maestro, el asunto de su tesis fue sólo el salto a la arena del debate social de un conflicto que hasta entonces había permanecido circunscrito a los pasillos de la universidad ovetense, pero que como tal guerra de despachos había alcanzado gran virulencia. Las raíces de tal conflicto también las exponía D’Andrés en su entrevista con ASTURIAS24.
«Lo que pasó», recuerda D’Andrés, «fue que hubo unos enfrentamientos dentro del departamento, en el que Alarcos era la máxima figura. Efectivamente, hasta 1985 simpatizaba de una manera tibia, pero muy permisiva, con el tema del asturiano, en el que el gran paladín aquí era Xosé Lluis García Arias. García Arias no era catedrático aún, pero era la persona que lideraba esta cuestión en la facultad, y tenía muy buena relación con Alarcos, y también con el catedrático de lengua José Antonio Martínez. En general había armonía en esta cuestión. Sólo una persona del departamento se oponía: Jesús Neira. El clima fue ése hasta que, a mediados de los ochenta, empezó a haber una serie de malos rollos dentro del departamento; luchas de poder que deterioraron las relaciones, que terminaron por romperse cuando José Antonio Martínez, que era vicerrector, exigió al matrimonio Alarcos que devolviera unos dineros del tiempo en que Alarcos había sido decano de la facultad. Era]un enfrentamiento personal que no implicaba al asturiano para nada, pero que causó una división en el departamento y dio lugar a dos bandos. García Arias se colocó, como la mayor parte del departamento, del lado de Martínez, y ahí empezó una guerra que hizo que Alarcos empezara a disparar contra el asturiano».
En lo sucedido juega un papel protagónico, también, Josefina Martínez, la esposa ovetense de Alarcos. Su relación biográfica con el asturiano es idéntica a la de su marido: si en los años sesenta escribe su tesis comparando al asturiano con el castellano y en 1976 prologa el libro Llingua y sociedá asturiana de Xosé Lluis García Arias describiéndolo como «una obra científica escrita en bable» que haría más difícil «argumentar que el habla de Asturias no sirve para exponer conocimientos científicos serios», en 1984 abandona la Academia —hay quien sostiene que aspiraba a presidirla, y que su frustración al no conseguirlo jugó también algún papel en su repertina conversión al antibablismo— y comienza a lanzar frecuentes embestidas contra la ahora denostada llingua y sus defensores.
Xosé Lluis García Arias, quien también concedió una entrevista a este diario el año pasado, es mucho más comedido que Ramón d'Andrés a la hora de recordar lo sucedido con Alarcos, que no quiere valorar porque supone que, como parte implicada, no sería considerado una voz imparcial, aunque sí reflexiona que «el problema que se planteó derivó hacia la cuestión lingüística para afianzar otro tipo de cuestiones» y que «la gente, cuando está en la guerra, tira toda la munición que encuentra a mano, y a veces, a causa de eso, se convierte en casus belli algo que no debería ser objeto más que de una discusión tranquila».
Los recelos de García Arias provienen de que toda esta historia incluye un episodio en el que él es actor principal y no secundario. Fue un año antes que el incidente de D’Andrés, en 1987, cuando se convoca una oposición a una cátedra de dialectología hispánica y él se presenta avalado por un deslumbrante currículum y una larga lista de publicaciones. Cuando Alarcos tiene noticia de ello, se autodesigna presidente del tribunal que debe valorar los méritos de Arias y nombra secretaria a Josefina Martínez, completando el grupo sendos profesores de las universidades de León y Alicante y el académico de la RAE y amigo personal del matrimonio Alarcos Gregorio Salvador, también contrario a la normalización del asturiano. Al conocer la noticia, García Arias impugna la presencia de Alarcos, Martínez y Salvador, pero el rector Alberto Marcos Vallaure no la aprueba aduciendo tras consultar a la asesoría jurídica de la Universidad que, para constituir un motivo de impugnación, la enemistad debe ser probada documentalmente. El 27 y el 28 de octubre, cuando tiene lugar el examen, García Arias pierde la cátedra sin ningún voto a favor. Sólo la conseguirá veinticinco años más tarde.
Energías desperdiciadas
En 1994, Alarcos concedía una pequeña entrevista informal al periodista de El País Feliciano López. Éste le preguntaba, entre otras cosas:
—El bable, lengua asturiana, ¿le sirve?
—Sí, para que me den la lata todos los Jomeinis de la localidad —respondía Alarcos.
La activísima colaboración de Alarcos con Amigos de los Bables duraría diez años, los comprendidos entre 1988 y 1998, cuando el catedrático fallece repentinamente. Emplearía en ello grandes energías —de hecho, la actividad de la asociación decae brusca y fuertemente tras la muerte del profesor— y conseguiría involucrar en el conflicto a personas e instituciones en principio completamente ajenas a él, como la Real Academia Española. Así, ya en 1988, y a raíz del affaire D’Andrés, se entabla un rifirrafe entre la Academia de la Llingua y la RAE que termina con la segunda aprobando por unanimidad renunciar a la condición de miembro de honor de la academia asturiana, ello después de que la ALLA declarase persona non grata a Alarcos y remitiese a la RAE un escrito mostrando su malestar por las invectivas antiasturianas del propio Alarcos y de otros miembros de la institución, como Pedro Laín Entralgo o Rafael Lapesa.
La actividad antiasturianista de Alarcos, Josefina Martínez y los amigos de los bables no se limita a frecuentes artículos en prensa en los que defienden sus posiciones con argumentos de más que cuestionable rigor científico. Según contaban Sofía Castañón y Xuan Cándano en un artículo publicado en la revista Atlántica XXII hace cinco años, los miembros de este lobby antibablista «visitan o telefonean a políticos, sindicalistas, académicos, universitarios y a cualquier persona influyente o relacionada con el tema a la que puedan alertar contra “el peligro de la normalización”, tanto en Asturias como en Madrid. No hubo presidente del Principado, consejero de Cultura ni rector que se librara, sin faltar ministros, de aquellas presiones, que fueron realmente exitosas y tienen mucho que ver con la fobia a la lengua asturiana de las élites de la autonomía».
En opinión de Ramón d’Andrés, aquella batalla fue muy perjudicial para Alarcos. «Empleó», valora D’Andrés, «muchísima energía en la asociación Amigos de los Bables y en una batalla de puro odio personal que no manejó bien y que intelectualmente no le benefició en nada, y dejó de emplearla en otras cuestiones que habrían redundado más en prestigio personal para él». D’Andrés pone el siguiente ejemplo: «Todos esperábamos que, en los ochenta y noventa, Alarcos publicara su famosa gramática funcional, que ya había ido anticipando en varios libros y que era la que nos enseñaba en las aulas. Todos esperábamos la gran gramática de Alarcos, pero cuando finalmente publica la RAE su Gramática de la lengua española, en 1994, aquello es el parto de los montes: una mínima expresión que se notaba que eran cuatro apuntes y en la que se desdecía de parte de la terminología que había acuñado».
Según concluye el filólogo, «quien más perdió con todo este asunto fue el propio Alarcos».