sábado, 25 de marzo de 2017

Las cruces de Europa...



Había una vez un país como el nuestro, europeo, democrático con Estado de derecho, bienestar y derechos humanos, un país como casi todos, con un pasado repleto de guerras y autoritarismos, donde los principios de la Ilustración no se consolidaron hasta bien entrado el siglo XX y donde hoy, apenas unas décadas después, la democracia y la gobernanza se deterioran poco a poco, lastradas por las inercias de siempre, líderes que utilizan los poderes y bienes públicos como si fueran suyos.
En este Estado tan familiar, las elecciones son libres pero no muy justas. El Gobierno tiene recursos para tergiversar las leyes, manipular la información y crear una élite política y económica a su alrededor. Los empresarios fieles al poder obtienen grandes contratos públicos y créditos muy ventajosos, mientras los otros sufren en la periferia del sistema, perdiendo clientes y financiación. Todo el mundo puede decir lo que quiera, pero las redes sociales vapulean a los críticos con insultos y amenazas. La prensa independiente pierde relevancia. La opinión pública se mueve mucho más por los rumores en la red que por el periodismo de investigación. El Gobierno presiona a los anunciantes para que eviten los medios con voz propia. No hay debate y la población ha quedado a merced de las consignas del régimen. Es difícil distinguir entre la verdad y la mentira. El cinismo y la desconfianza lo invaden todo. Pocos se atreven a decir lo que piensan del presidente. La mayoría silenciosa tiene más argumentos que nunca para ir a lo suyo. Los jóvenes abandonan Facebook, Twitter y los foros con más incidencia política. Se pasan el día en Instagram y Snapchat, jugando a ser felices sin preocuparse por el orden de las cosas.
En este Estado, que reconocemos como cercano, hay matrimonios gay, derecho al aborto y grupos aislados de denuncia. También hay inmigrantes sin papeles a los que el Gobierno deja en paz si trabajan barato y no piden nada.
Creemos que este Estado, al que ya vemos como propio, es tolerante, moderno, bien vestido, con aeropuertos intercontinentales, deportistas de primer nivel y entretenimiento cultural. Aunque perdemos poder adquisitivo, tenemos los ojos puestos en un coche último modelo.
Nuestro pasado es horrible pero estamos orgullosos de él. Sacamos pecho frente a la bandera, el himno que suena cuando tenemos a un compatriota en lo más alto del podio. Defendemos nuestro origen, la patria chica, el rancio abolengo, jaleados por un Gobierno que nos mantiene en un estado de excitación nacionalista óptimo para sus intereses. Porque el Estado contemporáneo ha sustituido la vigilancia, la persecución y la represión del pasado por la polarización. Le basta dividir para controlar. Tiene suficiente con inventar un enemigo, colocarnos frente a los que son diferentes, los musulmanes y los inmigrantes subsaharianos, por ejemplo, y hacernos ver que son una amenaza tan grande para nuestro modo de vida como antes lo fueron los judíos.
Lo más importante, sin embargo, la gran ventaja de poder controlar un Estado moderno no está en perseguir a los inocentes sino en proteger a los culpables. Fue así como la administración y la justicia se llenaron de funcionarios y jueces leales a las consignas políticas o, lo que es lo mismo, a los intereses de la nación. Así se propaga la corrupción y se intimida a la oposición.
Hubo un día, no hace mucho tiempo, cuando nuestra democracia no había retrocedido tanto y aún conservábamos la ilusión, que fuimos capaces de construir un relato en torno a la idea de unos Estados Unidos de Europa. Después de tantos siglos a la deriva, aquel proyecto prometía colocarnos en el lado bueno de la historia, en la senda del progreso, la mejor garantía para un futuro exitoso. Decíamos que éramos europeos y la más luminosa de nuestras estrellas del rock cantó el Himno de la Alegría . ¿Se acuerdan? “Ven, canta, sueña cantado, vive soñando el nuevo sol en el que los hombres volverán a ser hermanos”.
Nuestro país imaginado, todavía con muertos en las cunetas, se llenó de guitarristas kumbayeros, trovadores de Europa, profetas del paraíso y, afortunadamente, nuestros gobernantes, alentados por las ayudas económicas de Bruselas, empezaron a ceder soberanía a las instituciones comunitarias. Esta es la parte más aburrida del cuento. Las instituciones son aburridas y el adjetivo comunitario es demasiado ambiguo. Pero también es la parte esencial. En nuestra Europa soñada, en nuestra quimera de un federalismo europeo, la política sigue siendo sucia y los ricos siguen saliéndose con la suya, pero tenemos instituciones y leyes mucho más sólidas.
El funcionamiento adecuado del Estado de derecho depende de la integridad y la competencia de las personas que tienen el poder para aplicar la ley. Ya hemos visto en nuestro Estado inventado que el presidente puede forzar la ley para favorecer sus intereses políticos y económicos. Esta discrecionalidad provoca graves desequilibrios. Impide la estabilidad, el consenso sobre los grandes ejes del modelo estatal: la educación, el bienestar, el orden territorial, los derechos y libertades.
Pero la Unión Europea es muy difícil que se comporte con tanta irresponsabilidad. Incluso ahora que parece que avanzamos hacia la desunión, con unos estados ansiosos por recuperar soberanía y otros decididos a fortalecer la integración, las instituciones europeas garantizan nuestro presente en paz. La administración y la justicia europeas son las más honestas, íntegras y profesionales que hemos tenido y podemos tener. Ellas solas nos salvan de la recesión democrática.
El Estado de este cuento se parece bastante a Venezuela, Sudáfrica, Hungría, Polonia, Filipinas y algo a los EE.UU. de Trump. Sin embargo, también podría ser el nuestro porque la democracia retrocede en todo el mundo, incluida Europa.
Es por esto que si queremos vivir en un país libre de verdad necesitamos volver a soñar cuanto antes con los Estados Unidos de Europa.

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