Interesante art.en el Catobeplás último.
El mito de la Transición democrática española:
la CIA en España
Ismael Carvallo Robledo
Sobre el libro de Alfredo Grimaldos, La CIA en España. Espionaje, intrigas y política al servicio de Washington, Debate, Barcelona, España 2006
«Los servicios secretos norteamericanos y la socialdemocracia alemana se turnan celosamente en la dirección de la Transición española, con dos objetivos: impedir una revolución tras la muerte de Franco y aniquilar a la izquierda comunista. Este fino trabajo de construir un partido «de izquierdas», para impedir precisamente que la izquierda se haga con el poder en España, es obra de la CIA, en colaboración con la Internacional Socialista. El primer diseño de esta larga operación se remonta hasta la década de los sesenta, cuando el régimen empezaba ya a ceder, inevitablemente, bajo la presión de las luchas obreras y las reivindicaciones populares. El crecimiento espectacular del PCE y la desaparición de los sindicatos y partidos anteriores a la Guerra Civil, especialmente UGT y el PSOE, hacen temer una supremacía comunista en la salida del franquismo. Los cerebros de la Transición comienzan a marcarse objetivos muy concretos.» (Alfredo Grimaldos, La CIA en España, Debate, Barcelona, España 2006, págs. 145-146.)
«En el propio Pentágono, Fernández Monzón es recibido por un coronel estadounidense. «Me puso frente a un gran mapa que tenían desplegado allí, lo señaló y me preguntó qué veía», recuerda el hoy general en reserva. «Yo le contesté: ‘Un mapamundi’. Y él insistió: ‘Pero ¿qué hay en el centro?’ El mapamundi se puede desplegar de distintas formas, claro, y ellos lo habían hecho de modo que en el centro exacto quedaba la península Ibérica. Entonces le contesté: ‘En el centro está España’. Y él, sonriente, remachó: ‘Pues por eso está usted aquí’.» «No es verdad todo lo que se ha dicho de la Transición. Como eso de que el rey fue el motor. Ni Suárez ni él fueron motores de nada», continúa Fernández Monzón. «Sólo piezas importantes de un plan muy bien diseñado y concebido al otro lado del Atlántico, que se tradujo en una serie de líneas de acción, en unas operaciones que desembocaron en la Transición. Todo estuvo diseñado por la secretaría de Estado y la CIA, y ejecutado, en gran parte, por el SECED, con el conocimiento de Franco, de Carrero Blanco y de pocos más».» (Entrevista a Manuel Fernández Monzón, Ex capitán de los servicios de información y contrainteligencia de España, en Alfredo Grimaldos, La CIA en España, Debate, Barcelona, España 2006, pág. 18.)
I
Igualmente abundantes que superficiales y difusas son las referencias que en México, una y otra vez, y bien sea desde la voz de académicos o desde la de políticos de todos los bandos por igual, se hacen y acaso se seguirán haciendo a la ya célebre «transición democrática española» de 1978: prácticamente una generación entera de políticos mexicanos –los protagonistas de la escena nacional de los últimos quince o veinte años– tuvieron y tienen como horizonte de referencia los acontecimientos que, a partir de la muerte de Franco en 1975, supuestamente abrieron la puerta a una etapa de democracia y libertad que habrían sido conculcadas, se nos dirá, por un régimen oscurantista y medieval como el franquismo (un régimen que, en todo caso –y esto es lo que nunca se dice– no hizo más que sentar las bases del desarrollo capitalista del bienestar de la España de hoy). No falta nunca en los debates o en las tertulias el político o el analista perspicaz que, ante una problemática concreta, o ante la «falta de acuerdos y de diálogo», sentencia categórico, pensando al hacerlo que está descubriendo el mediterráneo, que «necesitamos nuestro Pacto de la Moncloa a la mexicana», o que «debemos de poner todos nuestros esfuerzos en alcanzar una democracia madura y moderna, como la española tras la Transición de 1978».
En efecto, dependiendo de la alineación ideológica de nuestro político o académico en cuestión, evocaciones, comparaciones o analogías son hechas para destacar uno u otro aspecto, uno u otro personaje de aquel proceso épico –según sus promotores– que hubo de quedar consignado en las también conocidas obras que Victoria Prego a tan memorables faenas dedicó, a saber: Así se hizo la Transición (1995), Presidentes (1995) y Diccionario de la Transición (1999); trabajos que hubieron de ser llevados también a la televisión como documental que, bajo el nombre de La Transición, fue emitida por Televisión Española en 1995 y que luego fue y ha sido transmitida en México, según la noticia que de esto tenemos, por Canal 22.
En caso de tratarse de algún político del PAN, las referencias pueden acaso estar dirigidas a rescatar la figura de Adolfo Suárez, Manuel Fraga o el propio Rey en tanto que garante de la estabilidad política en tiempos tan aciagos; si se trata de alguien del PRI, no habrá reserva alguna para los elogios que se verterán de inmediato hacia Felipe González, el verdadero héroe –se dice y se dirá– de la transición; si se trata de alguien del PRD, sobre todo de su facción socialdemócrata, o de alguien que quiere presentarse en la órbita ideológica de la izquierda, se verá también corto en sus afanes por destacar y encumbrar el papel de Isidoro (es decir, de Felipe González) como el arquitecto y líder indiscutible de tan célebre gesta democrática.
Muchos de los que quieren presentarse desde la insidiosa, simple y nunca definida plataforma de la «izquierda moderna», se pelean también por figurar como los verdaderos herederos y discípulos de Felipe González, como propugnadores del Progreso Global y genuinos practicantes del Pensamiento Felipe: el Partido Social Demócrata (PSD) de Alberto Begne, Luciano Pascoe y un tal Díaz Cuervo (antiguamente formó parte también de esa agrupación la señora Patricia Mercado), un partido que en las recientísimas elecciones no logró cruzar el umbral requerido para mantener el registro como partido político oficialmente reconocido, se presentaba en algunos promocionales –haciendo con esto patente su vacuidad intelectual e ideológica, tan propia por otro lado de la socialdemocracia de hoy– como un partido que propugnaba por los principios de la izquierda moderna de, o al estilo de, Felipe González{1}.
Se trata de referencias que, en uno y otro sentido, participan en definitiva de la nebulosa ideológica del fundamentalismo democrático a cuya sombra aparece la Transición española como el más sublime, heroico y, sobre todo, exitoso proceso de «transición democrática» hacia el que todos los políticos y académicos, imbuidos también por ese mito, no dejan de mirar y señalar con desilusión y desgano ante los magros resultados, ante los déficits que, puesta ante el espejo de la española, la transición mexicana no deja de presentar.
Pero dejando para otra ocasión el análisis crítico de los resultados en los que esta transición ha desembocado (muchos de los cuales, diremos tan sólo, deben de ser vistos como errores catastróficos, pues la democracia no es solución mágica ni maestra para cuestiones políticas fundamentales), queremos detenernos en esta ocasión a comentar el interesante libro de Alfredo Grimaldos, La CIA en España. Espionaje, intrigas y política al servicio de Washington (Debate, Barcelona, España 2006), un trabajo de investigación periodística con el que el autor aísla el esqueleto político y geopolítico real que no nada más hizo posible, sino que operó y controló las piezas y resortes fundamentales –los términos y relaciones políticas efectivas– de lo que estamos aquí considerando como un mito oscuro y confuso: el mito de la Transición democrática española.
Y el alcance del análisis de Grimaldos desborda por todos lados el recinto nacional español, toda vez que, como bien hemos dicho ya, «la transición a la española» es considerada por legiones de politólogos, analistas, periodistas y políticos a lo largo de toda Hispanoamérica como el verdadero canon de organización y de conducta política en los estados de referencia.
Señalamos pues este libro con la intención de sacudir un poco las coordenadas del debate político del presente desde las que, a falta de horizontes teóricos e intelectuales pertinentes, sobre todo en México, se vuelve con ingenuidad, ignorancia y oportunismo a este ya célebre lugar común político.
II
Dice Victoria Prego, con pompa democrática, en la Nota de la autora que aparece como antesala de su interesante libro Así se hizo la transición (Plaza & Janés, Barcelona, España 1995), lo siguiente:
«Este libro es el resultado de la información acumulada durante algo más de cinco años, de 1987 a 1991, en torno al primer tramo del proceso de transición política de España hacia la democracia.
Durante ese largo período celebré multitud de conversaciones con las personas que habían participado de forma directa en el proceso […].
Ésta es la crónica global del proceso de transición política con los testimonios personalísimos de quienes participaron directamente en él…»{2}
Y después da inicio a la crónica referida comentando el punto clave, el punto de inflexión de los acontecimientos –según las coordenadas desde las que sitúa su libro–: el atentado contra Carrero Blanco.
Dice Alfredo Grimaldos, con un tono totalmente distinto, o, en todo caso, sin pompa democrática alguna, en la Introducción a La CIA en España. Espionaje, intrigas y política al servicio de Washington (Debate, Barcelona, España 2006), lo siguiente:
«Los hombres de la CIA (Central Intelligence Agency) están detrás de casi todos los principales acontecimientos políticos y militares de nuestra historia reciente. La sede […] es un gigantesco búnker desde donde se han diseñado cientos de operaciones desarrolladas en España por los servicios de inteligencia norteamericanos desde la posguerra mundial hasta hoy. Las recientes escalas en aeropuertos españoles de aviones de la CIA, con prisioneros que son trasladados a centros de tortura distribuidos por varios países de la órbita norteamericana, constituyen sólo un eslabón más de la cadena de actuaciones clandestinas que la Agencia inició en nuestro país durante la Guerra Fría. La sólida infraestructura que hoy permite continuar trabajando a sus hombres aquí comenzó a construirse a principios de los años cuarenta.
La CIA interviene en la instalación de las bases militares estadounidenses en nuestro suelo, la transición del franquismo a la Monarquía, el golpe de Estado del 23-F o la definitiva integración del Estado español en la estructura de la OTAN. La permanencia de la dictadura franquista, durante casi cuatro décadas, y la evolución controlada hacia un sistema parlamentario están condicionadas por la actividad de los espías norteamericanos.»{3}
Dos perspectivas opuestas, mediadas por el paso de diez años entre la publicación de uno y otro, desde las que se interpreta y reconstruye un proceso político decisivo para la nación española desde cualquier punto de vista con el que se mire.
Es de entrada notorio el hecho de que, como suele decirse, en el caso de Prego visto desde el trabajo de Grimaldos, y atendiendo a lo por ella dicho en su libro en el sentido de que se ofrecen testimonios de quienes estuvieron directamente involucrados en el proceso en cuestión, ni son todos los que están, ni están en definitiva todos los que son: personajes que para Grimaldos son de un muy acusado y estratégico protagonismo, como jefes de la estación de la CIA en Madrid con domicilio fiscal en la embajada de la calle Serrano tales como Robert E. Gahagen, Néstor Sánchez, Ronald Edward Estes, Richard Kinsman, Leonard Therry o, el personaje clave, el general Vernon Walters, no aparecen en una sola línea de las 691 páginas del libro de Prego… salvo Walters, precisamente, quien aparece mencionado de manera por demás tangencial, ¡¡tangencial!!, en la página 291, cuando se analiza el caso del conflicto de Marruecos y la Marcha Verde.
Grimaldos en cambio los consigna en su libro en un contexto como el que sigue:
«En España, durante todo este tiempo, han dirigido el espionaje norteamericano curtidos oficiales de la Agencia, expertos en acciones encubiertas, como los sucesivos jefes de la estación de la CIA en Madrid… Robert E. Gahagen, Néstor Sánchez, Ronald Edward Estes, Richard Kinsman o Leonard Therry. Todos ellos arrastran ya un largo historial operativo cuando llegan aquí. Han desarrollado la mayor parte de sus carreras en Latinoamérica y su biografía profesional está marcada por una sucesión de golpes de Estado y de operaciones desestabilizadoras en Bolivia, Brasil, Uruguay…
Uno de los más eficaces agentes norteamericanos en España es Ronald E. Estes. Aparece en Checoslovaquia poco antes de la Primavera de Praga; en Beirut, financia y organiza la Falange Libanesa, que más adelante provocará las terribles matanzas de Sabra y Chatila; después actúa en Grecia, para apoyar la «solución Karamanlis», como salida a la dictadura de los coroneles… Hasta que llega a España y se produce el golpe de Tejero y Milans. Con los hitos profesionales de estos acreditados «especialistas» se puede reconstruir la política exterior norteamericana desde los años de la Guerra Fría.» (Grimaldos, pág. 12.)
Para analistas situados en una óptica donde acaso esté también situada Prego, que es la propia de la ciencia política norteamericana liberal que en los últimos treinta o cuarenta años hubo de implantarse en las estructuras académicas de Europa y América –en México, por ejemplo, esta corriente tiene como supremo pontífice a José Woldenberg; las canteras de politólogos adoctrinados en esta línea de interpretación política son sobre todo el ITAM, el CIDE, El Colegio de México, pero también la UNAM–, los procesos de cambio político o de transición hacia la democracia son presentados como la fase suprema de transformación histórica a la que la humanidad habría de estar llegando tras la caída de la Unión Soviética, representante tardía a su vez de los regímenes autoritarios o totalitarios que, a lo largo del siglo XX (sus herederos, se nos dirá, son hoy los regímenes populares o populistas como los de Hugo Chávez en Venezuela), mantuvieron aplastadas y reprimidas a las fuerzas sublimes, nobles, puras, democráticas, modernas, tolerantes y sobre todo espontáneas de la sociedad civil, ávida de libertad y, en efecto, de democracia.
Para estos analistas-ideólogos, practicantes de lo que el profesor Gustavo Bueno ha rotulado como fundamentalismo democrático, la Democracia con mayúscula, expresión perfecta de la cual es el Estado de Derecho, es el estadio superior y último hacia el que los pueblos del planeta entero están llamados providencialmente, habiendo sido en verdad pecaminosos y catastróficos los dos siglos transcurridos a partir de la revolución francesa: Robespierre y Napoleón, según esta ideología, no son otra cosa que los gérmenes, igualmente perversos, de Lenin, Stalin y Hitler, enemigos todos ellos desde siempre y por igual de la Democracia.
Por su parte, dice Luciano Canfora que:
«La moderna historia de Europa está contenida o distribuida en fechas emblemáticas, que deberían –según los distintos puntos de vista– mostrar su sentido y constituir incluso su epílogo provisional. Se contemplan diversas parejas de fechas según diferentes criterios que, como es obvio, dan lugar a distintas divisiones y periodizaciones. La primera pareja es 1789-1917, la segunda es 1789-1989.
En el primer caso domina la idea de movimiento hacia algo para superarlo. En su base está la noción de historicidad de todas las formas políticas, incluida la democracia parlamentaria. En el segundo caso está la visión o, si se prefiere, la ideología, de una superioridad innata, extratemporal, de la democracia parlamentaria, y la convicción de que la misión de todos los pueblos es llegar antes o después a esta meta, a partir de Europa, cuna de ese modelo eterno. Desde esta perspectiva, lo que ocurre entre la instauración de un modelo de régimen parlamentario (algo imperfecto) al final del período comprendido entre 1789-1815 y su triunfo en 1989 no es más que «desviación», ofuscación temporal. Con el «radiante» bicentenario concluyen no sólo la historia sino también el modelismo político. En cambio, según la otra periodización, junto al optimismo implícito en la idea de progreso (que es también una fe) existe un impulso crítico: un impulso que lleva a descifrar lo que se oculta detrás de las autorrepresentaciones de los diferentes regímenes. Un impulso crítico encaminado a plantearse constantemente la pregunta en torno al nexo, la correspondencia, o la falta de correspondencia, entre las ‘palabras’ y las ‘cosas’.» (La Democracia. Historia de una ideología, Crítica, Barcelona, España 2004, págs. 267 y 268.)
Es esta última perspectiva, nos parece, la tomada por Grimaldos para, en efecto, descifrar desde el punto de vista del periodismo de investigación lo que se oculta detrás de la autorepresentación épica de un proceso que muy lejos está (porque está más cerca de otras cosas) de haberse gestado como fruto de una autodeterminación democrática de la sociedad civil española que en libertad, y en todo caso guiada por líderes fantásticos –el Rey Juan Carlos, Adolfo Suárez, Felipe González–, hubo de darse a sí misma un régimen plural, moderno y democrático (que es lo que no deja de repetir la democrática legión de especialistas que en México ha llegado al colmo de la hipóstasis autodenominándose pomposamente como transitólogos).
Y no se trata con esto de negar la evidencia efectiva que arroja el hecho de que hayan tenido lugar elecciones parlamentarias a partir de 1978 en España (o en cualquier estado que se quiera analizar, como puede serlo México, Cuba o Venezuela), sino de traspasar la superficie de esa evidencia para lograr apreciar los mecanismos objetivos reales que estuvieron y están en operación como los fulcros políticos verdaderos de un proceso que, habiendo penetrado en sus estructuras, se nos ofrece no ya como el resultado de una consulta democrática neutral, civilizada y racional al pueblo, sino como la confección militar y geoestratégica previa de un cuadro de opciones políticas e ideológicas que en modo alguno tienen que ver con la democracia entendida como espontánea y libre autodeterminación popular, sino con el mantenimiento de una eutaxia geopolítica concreta y objetiva. Porque sólo habiendo garantizado previamente esa eutaxia, ese orden político, militar y geoestratégico real, le fue dado al «pueblo» español «elegir» democráticamente.
Como sostiene el profesor Gustavo Bueno, si la democracia funciona no es por las supuestas virtudes del procedimiento técnico electoral, sino por una serie de compromisos previos de orden político, económico, militar, que hacen posible ese procedimiento técnico; cuando los compromisos desaparecen, lo hace con ellos el procedimiento mismo que han convenido todos en recubrir con un manto sublime que con vehemencia llaman Democracia:
«Durante el primer Gobierno en la Monarquía, con Arias Navarro como primer ministro, dos gallos de pelea que vienen del franquismo más negro y se han prefabricado un pedigrí de demócratas optan por llegar a la Presidencia de Gobierno y comandar la Transición. Son José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores, y Manuel Fraga, ministro de la Gobernación. Ambos mantienen estrechos vínculos con Estados Unidos desde hace mucho tiempo, pero desconocen que el Imperio, que juega todas las bazas, ha decidido apostar por otro candidato. Adolfo Suárez, muy aficionado a las escuchas y los dossieres desde su época de director general de RTVE (Radio Televisión Española), maneja los hilos locales de la trama desde la trastienda. Fraga queda eliminado de la carrera tras su desastrosa actuación en las matanzas de Vitoria y Montejurra. Y Areilza decidirá elegantemente apartarse de la competición. Un antiguo oficial de los servicios de información españoles relata los hechos: «Los hombres de Cassinello [a la sazón jefe de la SECED, I. C.] colocaron un micrófono en la mesa del despacho de Areilza, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y comenzaron a grabar. Entre las cintas registradas quedaba constancia de la íntima y cálida relación que el ministerio mantenía con su secretaria. Sólo hubo que sugerirle la existencia de las cintas para que pasara a un discreto segundo plano. Seguro que el micrófono sigue en esa mesa, pero quién sabe dónde lo habrán metido».
Ahí comienza el idilio de Adolfo Suárez con los norteamericanos. Un romance que pronto se tuerce. ¿Hasta dónde abarca el diseño de la Transición? Sólo hasta que se celebren las primeras elecciones «democráticas». Y a esas elecciones no debe acudir Adolfo Suárez. Tiene fecha de caducidad a día fijo, pero él se resiste a retirarse. Y las relaciones entre el elegido y sus mentores norteamericanos empiezan a deteriorarse. Vernon Walters, desde la distancia, sigue fiscalizando todo el proceso y empieza a vislumbrar el 23-F.» (Grimaldos, págs. 28-29.)
Vernon Walters entre Eisenhower y Franco
Vernon Walters, una de las conexiones clave entre la CIA y la historia reciente de España desde la década de los 50, fungió como pilar estratégico de la inteligencia militar de EEUU, habiendo servido tanto para regímenes republicanos como para demócratas (Eisenhower, Truman, Kennedy, Nixon). Ginebra (1953), Roma (1960), Río de Janeiro (1962), Vietnam (1967) o Chile (1972-1976) son algunas de las ciudades en donde hubo de intervenir Walters, bien de manera directa, in situ, o indirecta. En la sección de fotografías que complementa el libro de Grimaldos, Walters aparece tanto entre Eisenhower y Franco, en la famosa foto de 1959 (fotografía 3 en el libro), como con el presidente Felipe González en conversación severa y atenta en algún momento de su gobierno (fotografía 15).
Se trata de una continuidad, la de Walters, que refleja la continuidad del ortograma por cuyo través el Imperio de occidente, Estados Unidos, mantuvo y mantiene la pax americana de posguerra, la paz Atlántica (de la OTAN), en Europa, y que encuentra una de sus cristalizaciones más evidentes en el proyecto de la Unión Europea (igualmente aplaudido con ingenuidad por profesores y estudiantes políticamente correctos de Relaciones Internacionales), un proyecto cuyo antecedente inmediato en el siglo XX no es otro que el proyecto de unión europeo de los nazis, toda vez que uno y otro coincidieron en un punto concreto y estratégico: en el del enemigo común: la Unión Soviética. Y España tuvo desde el primer momento una relevancia internacional de primer orden.
En efecto, tras el fin de la Segunda Guerra mundial, el escenario de antagonismos resultante, con la Unión Soviética en el extremo oriental, apuntalado por el conflicto de Corea en 1950 y el del Medio Oriente perfilado ya, la alianza con el régimen que ocupaba el otro extremo europeo, el occidental, era de todo punto fundamental. La entrada en la OTAN de España fue siempre de altísima prioridad para el Departamento de Estado, tuviera el régimen que tuviera. Este y no otro era el dispositivo maestro para el diseño e instrumentación de la llamada transición democrática posterior. Escribe Vernon Walters en Misiones discretas (Planeta, Barcelona, 1981), según consigna Grimaldos:
«Una España hostil, dueña del estrecho de Gibraltar, podía dificultar en gran manera la presencia de la VI Flota de los Estados Unidos en el Mediterráneo y, por ende, el apoyo a Italia, Grecia, Turquía e Israel. Tanto si se quiere como si no, entonces al igual que hoy, la posición estratégica de España era crucial, más aún, indispensable para todo tipo de defensa de Europa y de Oriente Medio.»
III
El Plan Marshall, la Operación Gladio, el Programa Democracia, la Transición democrática, el Rey Juan Carlos, el PSOE del Congreso de Suresnes y de Felipe González y el 23-F son todas ellas las piezas de una matriz estratégica diseñada desde el departamento de Estado norteamericano y desde la CIA, cuya disposición no responde a un plan maestro general pre-concebido y calculado, sino que aparecen más bien como derivaciones dialécticas cuya necesidad de operación e implementación se iba dando al compás del despliegue de acontecimientos políticos determinados.
La red u operación «Gladio» fue creada por la CIA en la década de los cincuenta con el propósito concreto de impedir que las opciones de izquierda real (léanse comunistas) llegaran al poder político en los países de Europa Occidental. Se trata de una organización evidentemente clandestina vinculada, evidentemente también, a la OTAN.
La estrategia operada por Gladio consistía en el apoyo de todo tipo (financiero, logístico, de encubrimiento) a grupos de extrema derecha con la finalidad estratégica de introducir deliberadamente en los escenarios políticos nacionales europeos dispositivos de tensión terrorista y de guerra sucia a través de cuyo control e instrumentalización calculada fuera posible el condicionamiento y direccionamiento de los procesos políticos en su conjunto.
Dice Grimaldos: «los crímenes del Batallón Vasco Español y después de los GAL, la matanza de Atocha y el golpe de Estado del 23-F, entre otros acontecimientos, tienen algún tipo de relación con ‘Gladio’. El descubrimiento de esta red desvela la identidad de varios de los oscuros instigadores de los llamados ‘años de plomo’ en Italia, de muchos asesinatos, masacres, cuartelazos y golpes de Estado en la Europa de la Guerra Fría.»
Además de España, fueron también Italia, Bélgica o Grecia los lugares donde Gladio se hizo presente. Según consigna Grimaldos, el Tribunal Civil y Penal de Venecia hizo pública en octubre del 91 la sentencia contra dos jefes del servicio secreto italiano en la que se declaraba que «la organización Gladio tuvo su origen en 1956 en un acuerdo entre el servicio militar italiano (SIFAR) y el estadounidense (CIA)», y luego apunta Grimaldos que
«a partir de ese momento los servicios de inteligencia de ambos países se coordinan para emprender operaciones subversivas contra la estabilidad democrática, a fin de que el proyecto comunista italiano jamás llegue a ganar unas elecciones generales. Con ese fin, crean una banda armada respaldada clandestinamente por algunas instancias estatales, al margen de cualquier control de los poderes judicial y legislativo…» (págs. 86.)
El 7 de noviembre de 1988 Giulio Andreotti admitió por fin ante el parlamento italiano que Gladio estuvo siempre apoyada financiera y políticamente por los gobiernos norteamericano, italiano, español, británico y francés.
El Partido Nacionalista Vasco (PNV) fue siempre otro cantar: desde antes de 1936, nos dice Grimaldos en su libro, el PNV mantenía contactos estrechos primero con Gran Bretaña y luego con la OSS norteamericana, antecedente de la CIA, con quien a la postre terminaría por mantener el contacto.
«Durante la Guerra Civil, los nacionalistas [vascos] intentan conseguir una paz por separado con Franco para Euskadi. Juan Ajuriaguerra, presidente del Bizkaia Buru Batzar del PNV, negocia a espaldas de Aguirre, contando con el soporte ‘logístico’ de los ‘servicios’. Se intenta llegar a un acuerdo con los fascistas italianos, buscando la intervención del vaticano…»
«‘Hubo episodios que todavía no se han contado a fondo [dice Xabier Arzalluz en sus memorias según lo cita en su libro Grimaldos, I. C.]. Porque la gente sabía que existía ETA y que existía el PNV, pero no sabía –y muchos siguen sin saberlo– que había también una línea distinta, que nosotros llamábamos ‘Los Servicios’, los Servicios Vascos, que era una red que funcionaba en la más absoluta clandestinidad’.» (págs. 40-41)
Esta red de inteligencia del partido racista PNV termina por ser incorporada a los intereses norteamericanos por vía de la CIA:
«Los servicios vascos cumplen con mucha eficacia los encargos de los norteamericanos. La mayor parte de ellos están relacionados con el seguimiento de los comunistas españoles, en el exterior y el interior. Sólo el PCE y los vascos disponen de redes seguras para pasar clandestinamente la frontera.»
Un personaje interesante en este sentido es José Antonio Aguirre, antiguo lehendakari vasco que para 1942 era profesor en la Universidad de Columbia con solventes afinidades con el Departamento de Estado. Según Grimaldos, Aguirre propuso en su momento a los norteamericanos la constitución de una Confederación Ibérica, compuesta por España, Portugal, Euskadi, Cataluña y Galicia, además de las colonias africanas, alineados todos a la órbita norteamericana.
«Y defiende para Latinoamérica un ‘panamericanismo democrático’, de acuerdo con las consignas de la OSS. Bien preparado para su misión por los servicios de inteligencia norteamericanos, en 1942 realiza dos viajes por Latinoamérica en los que se entrevista con los presidentes de México, Perú, Chile, Colombia y Cuba y con dirigentes de otros países de la zona. José Antonio Aguirre va creando las bases de lo que luego será la democracia cristiana europea al final de la Segunda Guerra Mundial.» (pág. 44.)
Todo esto por cuanto al control e instrumentalización de la variable «extrema derecha» dentro de la ecuación ideológico-política europea.
El 19 de diciembre de 1973, el en esos momentos presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco tiene una conversación de seis horas con Henry Kissinger. Horas después, el 20 de diciembre, el automóvil de Carrero y Carrero mismo volaban por los aires en el ya célebre atentado que hubo de perpetrar ETA contra la segunda cabeza del régimen. El mismo 20 de diciembre, Kissinger reporta a Nixon, en memorandum secreto, que:
«La muerte del presidente Carrero Blanco esta mañana elimina la mitad de la doble sucesión que Franco había organizado para sustituirle. Carrero iba a continuar como jefe de Gobierno y el príncipe Juan Carlos, que había sido designado heredero en 1969, iba a convertirse en jefe del Estado después de la muerte o incapacidad de Franco….
Si el incidente de hoy diera como resultado una actividad terrorista generalizada, Franco podría inclinarse por mirar hacia los militares en busca del siguiente Primer Ministro. En estas circunstancias, el general Díez Alegría, el actual jefe del Estado Mayor, sería un candidato posible. Él es el favorito entre los militares y cuenta además con una apariencia paneuropea. No obstante, también tiene fama de ser partidario de una apertura gradual hacia una sociedad más libre después de la partida de Franco, un factor que le convierte en demasiado moderado a los ojos de Franco.» (pág. 119.)
Carrero Blanco se opuso siempre a la entrada de España en la OTAN, y durante la guerra del Yom Kippur o del Ramadán, en 1973, se opuso también a que los norteamericanos utilizasen las bases españolas para apoyar a Israel. Se trataba de alguien que era incómodo para todos en más de un sentido.
Pero ni la muerte de Carrero ni la posterior muerte de Franco estaban llamadas a abrir las puertas de la libertad para que el pueblo español pudiera por fin autodeterminarse espontánea y democráticamente, lo que no significa que hayan dejado de ser eventos de significación fundamental para la detonación de dispositivos de operación de inteligencia tanto fuera como dentro de España.
Mientras la extrema derecha se apuntalaba y financiaba clandestinamente como variable política controlada, en abril del 74 la llamada Revolución de los Claveles en Portugal derriba el régimen militar al tiempo que en Grecia caía también la dictadura militar. Franco estaba ya en estado de debilidad alarmante. Para agosto de ese año, Vernon Walters, a la sazón director adjunto de la CIA, visitaba Portugal para tomar el pulso de las cosas. Ni el Departamento de Estado ni la CIA iban a permitir que los procesos de «liberalización y democratización» en ciernes (en Portugal, España y Grecia; modelos por otro lado de transición democrática, según los soporíferos transitólogos) se salieran de los estrictos límites establecidos por Estados Unidos.
Pocos días después de la llegada de Walters a Portugal tiene lugar la «marcha de la mayoría silenciosa» del general Spínola y el fallido contragolpe encabezado por él mismo en septiembre. Eran intentos de puesta en marcha de la variada gama de alternativas de desestabilización o de cambio de régimen por parte de la CIA:
«Algunos de los sucesos que se empiezan a producir en Lisboa para desestabilizar al Gobierno de la Revolución son repetición de acontecimientos ya conocidos: en Brasil, diez años antes, Walters ocupaba el cargo de agregado militar de la embajada de Estados Unidos en Río de Janeiro, y su papel fue clave para ayudar a que se fraguara el golpe de Estado contra el régimen constitucional encabezado por el presidente Goulart. Entre las operaciones más eficaces destinadas a provocar el levantamiento militar, destacaron las grandes marchas callejeras realizadas contra el Gobierno, muy parecidas a la de Spínola en Portugal.» (pág. 130.)
La «opción Mario Soares» para Portugal
Con el fracaso de la vía Spínola, la CIA envía a Lisboa como embajador a uno de sus hombres fuertes, Frank Carlucci; la tarea era cerrar la pinza de la «transición democrática» portuguesa cortando de tajo las opciones de izquierda radical. Para ello, según nos dice Grimaldos, se construyó la «opción Soares», uno de los hombres controlados por Estados Unidos (pág. 130). A fines de 1975 la operación se cierra y la CIA consigue provocar la caída del gobierno izquierdista de Vasco Goncalves y asciende al poder el señor Mario Soares como la alternativa socialdemócrata que con el paso de los años habría de convertirse en la fastidiosa «izquierda moderna» –con Felipe González, Ricardo Lagos o Rodríguez Zapatero como miembros distinguidos del grupo– defendida por la izquierda oportunista de aquí y de allá (como en México).
Era el turno en todo caso, por cuanto a España, de Isidoro.
Seis meses después de la Revolución de los Claveles portuguesa, el 14 de octubre de 1974 tiene lugar el también célebre congreso de Suresnes, muy cerca de París, convocado como XIII Congreso del Partido Socialista Obrero Español y financiado con fondos provenientes del Partido Socialdemócrata alemán de Willy Brandt.
Con pasaportes proporcionados por el Servicio Central de Presidencia del Gobierno, creado en su momento por el mismísimo Carrero Blanco, Felipe González y Cía (¿CIA?) participan en dicho congreso para poner en práctica un doble desplazamiento político: el de la vieja guardia encabezada por Rodolfo Llopis, por un lado, y el del sindicalista vasco Nicolás Redondo, quien se perfilaba con más fuerza como nuevo secretario general, por el otro.
Una vez encumbrado en la dirigencia del PSOE, Felipe González y Alfonso Guerra tendrían contactos con miembros relevantes del SECED, Andrés Cassinello y José Faura:
«Entre 1964 y 1975 estuve precisamente en la información del mundo universitario, muy estrechamente relacionado con la política entonces clandestina. Y lo que viví fue que, a partir de cierto momento, la dictadura propició el resurgir del PSOE, para ahogar al PCE [declara el comisario Manuel Ballesteros a Pilar Urbano, citados por Grimaldos, I. C.]. A los socialistas no se les detenía, a los comunistas, sí.» (pág. 142.)
En ese congreso habría de borrarse de los estatutos del PSOE la palabra marxismo, allanando así el terreno para que pudiera avanzarse por nuevos derroteros, que eran los dibujados con precisión por Estados Unidos. Justo de la Cueva, proveniente del sector histórico del PSOE, deja desalentado la militancia en ese momento y declara que «el PSOE va donde diga la CIA a través de Willy Brandt. Hasta en el propio Bundestag alemán se acaba de denunciar que la Fundación Friedrich Ebert del SPD recibe dinero directamente de la CIA» (págs. 152-153).
Después, ya en el gobierno, González y su socialismo blando y neoliberal reconstruirían su mausoleo ideológico rescatando las figuras, primero, del ilustrado Carlos III, para poner así entre paréntesis el pasado marxista (fue en su gobierno que se crea la Universidad Carlos III), y, segundo y tercero, rescatando las figuras de la poeta metafísica María Zambrano y la de Fernando Savater como intelectual orgánico de la democracia de ciudadanos modernos españoles.
Historia conocida, en toco caso, la del flujo de recursos de la CIA a través de fundaciones y organizaciones de la sociedad civil, con los casos paradigmáticos de las alemanas. Dice Grimaldos:
«El ex agente de la CIA Philip Agee declara a la revista Zona Cero, en marzo de 1987: ‘Dentro del Programa Democracia, elaborado por la Agencia, se cuida con especial atención a las fundaciones de los partidos políticos alemanes, principalmente a la Friedrich Ebert Stiftung, del Partido Socialdemócrata, y la Konrad Adenauer Stiftung, de los democristianos. Estas fundaciones habían sido establecidas por los partidos alemanes en los años cincuenta y se utilizaron para canalizar el dinero de la CIA hacia esas organizaciones, como parte de las operaciones de ‘construcción de la democracia’, tras la Segunda Guerra Mundial. Después, en los sesenta, las fundaciones alemanas empezaron a apoyar a los partidos hermanos y a otras organizaciones en el exterior y crearon nuevos canales para el dinero de la CIA. Hacia 1980, las fundaciones alemanas tienen programas en funcionamiento en unos sesenta países y están gastando cerca de 150 millones de dólares. Operan en un secreto casi total… Las operaciones de la Friedrich Ebert Stiftung (Fundación), del SPD, fascina a los norteamericanos, especialmente sus programas de formación y las subvenciones que hicieron llegar a los socialdemócratas de Grecia, España y Portugal, poco antes de que cayeran las dictaduras en esos países e inmediatamente después… En Portugal, por ejemplo, cuando el régimen de Salazar, que había durado cincuenta años, fue derrocado en 1974, el Partido Socialista completo apenas habría bastado para una partida de póker y se localizaba en París, sin seguidores en Portugal. Pero con más de 10 millones de dólares de la Ebert Stiftung, y algunas otras remesas de la CIA, el Partido Socialista Portugués creció rápidamente y en poco tiempo se convirtió en el partido gobernante.’ » (pág. 150.)
Y es que algo similar sucedía con el PSOE, toda vez que la resistencia política durante la guerra había corrido por cuenta de los comunistas. En algún sentido, Mario Soares y Felipe González son productos diseñados bajo un mismo patrón:
«Durante los últimos años del franquismo, el PSOE es poco más que una sigla. El mayor peso de la resistencia contra el régimen lo han llevado los comunistas. En definitiva, lo que se produce en 1974 es una refundación del partido creado por Pablo Iglesias, con el modelo portugués como telón de fondo. En el país vecino [Portugal] no existía ni siquiera un partido socialista histórico y hubo que inventar uno. Su primer secretario general, Mário Soares, tenía contacto con la CIA desde los años sesenta. «Exiliado, en 1973 recibiría ayuda para fundar bajo el patrocinio del Gobierno de Bonn un ‘partido socialista portugués’», escribe Joan Garcés en su excelente libro Soberanos e intervenidos. ‘Derrocada la dictadura en 1974 por el MFA (Movimento das Forcas Armadas), Soares regresaba a Portugal, donde pronto pediría y recibiría ayuda clandestina directa del Gobierno de Estados Unidos y sus aliados europeos (RFA, Reino Unido y Francia), e indirecta a través de empresas y fundaciones alemanas y de otros países’.» (pág. 144.)
Ante el desafío ideológico soviético, la CIA y Estados Unidos construirían barricadas ideológicas a lo largo y ancho de Europa occidental, penetrando con recursos en organizaciones «democráticas» y de la «sociedad civil» –cantera amorfa y genérica de tantos tontos útiles– en el exterior: gobiernos, partidos políticos, medios de información, universidades, sindicatos, cooperativas, cámaras de comercio e industria, iglesias, organizaciones de mujeres, y un largo etcétera. Muchas de esas barricadas siguen existiendo y operando hoy en día. En México, por ejemplo, tanto la Konrad Adenauer como la Friedrich Ebert se mueven con solvencia en los círculos académicos y políticos financiando y patrocinando eventos sobre globalización, derechos humanos, democracia y, claro, sobre la izquierda moderna.
El guión de la transición a la democracia de España se termina de pulir en todo caso en 1974: la radicalización del proceso portugués que obligó a activar la «opción Mario Soares» coincidía en España con los primeros pasos de la Junta Democrática, constituida por iniciativa de Antonio García Trevijano y respaldada por el PCE. Felipe González pone todas las baterías dirigidas a hundir este proyecto político que entre otras cosas propugnaba por la formación de un Gobierno provisional y la celebración de una consulta para elegir la forma de Estado: Monarquía o República. Nada de esto estaba contemplado en el libreto del Departamento de Estado. Lo que sigue son las palabras de García Trevijano recogidas por Grimaldos y que transcribimos con extensión por su interés:
«Cuando se produce la hegemonía del Partido Comunista Portugués en el proceso político que se vive en el país vecino, el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, se alarma aún más y viaja a Alemania para entrevistarse primero con el canciller Helmut Schmidt, y después con Willy Brandt, que continúa teniendo una enorme influencia en la Internacional Socialista. Les insiste en que apoyen decididamente al PSOE…
Por eso Felipe González no entra en la Junta, porque se siente respaldado por una potencia superior, por los alemanes y los norteamericanos. Una vez que está seguro de ese apoyo, se traslada a Madrid, donde tiene una entrevista con el Rey y con altos mandos del Ejército, y ahí establecen la estrategia de que hay que ir gradualmente hacia las libertades en España para evitar una radicalización de la situación. Felipe González es el más interesado en mantener a los comunistas en la ilegalidad. A mí me advierte de esta operación nada menos que Claude Chaisson, que luego sería ministro de Exteriores con Mitterand y entonces era comisario en Bruselas del Mercado Común. Teníamos mucha amistad. Él era miembro del Partido Socialista Francés y estaba bien informado de todo esto. Ahí fue cuando cedimos y constituimos la Platajunta, a sabiendas de que se estaba haciendo para que entrar en ella el PSOE, que sería el traidor. Pero más traidor sería si estaba fuera. Y me di cuenta de que Santiago Carrillo, que era muy listo para olfatear por dónde venían los aires políticos, quería seguir completamente la política del PSOE.» (págs. 153-154.)
La «opción Felipe González» para España
El resto de la historia es bastante conocido: triunfo electoral de González en 1982 y entrada del neoliberalismo en España de la mano del PSOE no marxista y liberal. Pero un poco antes, cuando todavía no llegaban al gobierno los socialistas modernos de la CIA y Willy Brandt, España entraba en la OTAN, y lo hacía, de hecho, con el voto en contra del PSOE (su posición cambia pocos meses después, montado ya en el gobierno). Y es que en febrero 23 de 1981, tuvo lugar también un suceso singularísimo, aunque tampoco en modo alguno aislado de la trama geopolítica y de inteligencia internacional: el intento de Golpe de Estado de Tejero (el 23-F). ¿Un último apretón de tuercas para dejar lista la maquinaria política real del estado para que pase a ser administrado por la izquierda moderna? Veamos.
Ronald E. Estes era un joven de veintiséis años en 1957, año en que ingresa en la Agencia para incorporarse durante los cinco siguientes a un programa muy especial de entrenamiento, vinculado siempre con el área mediterránea europea. Chipre primero, en una fase inicial de preparación como especialista en comunicaciones.
Luego, en 1965, Checoslovaquia, donde las tareas y responsabilidades, encubiertas bajo el manto de la agregaduría comercial y económica, suben de tono, teniendo a su cargo la organización y realización de espionaje encaminado a desestabilizar al régimen comunista en los años previos a la Primavera de Praga.
El paso siguiente: Líbano a fines de los sesenta. Desde la estación de la CIA de Beirut, Estes apoya y financia a las milicias de ultraderecha de la Falange Libanesa con el propósito de debilitar y dividir al Movimiento de Liberación Palestino. En el 74 aterriza en Grecia, donde opera para lograr el derrumbe de la dictadura de los coroneles.
Su expediente es nutrido y consistente, con la solvencia necesaria para el destino próximo: España. En julio de 1979, Ronald E. Estes es acreditado como primer secretario de la embajada norteamericana en Madrid. El embajador es Terence Todman, otro experto en apoyar a dictaduras militares: cuando James Carter lo nombra recetario de Estado para Asuntos Interamericanos, Todman no tuvo empacho en alabar las dictaduras de Videla en Argentina y de Pinochet en Chile. Está en Madrid desde 1978.
La zona mediterránea, y fundamentalmente su extremo oriental, fue desde fines de la Segunda Guerra Mundial de importancia estratégica para Estados Unidos. El Plan Pincher fue diseñado en 1947 para garantizar el control de las áreas fundamentales de abastecimiento de petróleo y de comunicaciones en Oriente Medio; sería ese Plan también la hoja de ruta para hacer de esa conflictiva área el pivote geopolítico norteamericano contra la Unión Soviética. La alineación de los regímenes mediterráneo occidentales, como Italia y España, encabezaban la lista de prioridades.
La caída del régimen del Sha iraní en 1979 y su sustitución por el régimen islámico de Jomeini modifica por entero las coordenadas de control. Los norteamericanos refuerzan militarmente a las monarquías del golfo y a Irak, y establecen alianzas estratégicas con Kenia, Somalia y Pakistán. Amplía también Estados Unidos la ayuda militar a Egipto, Sudán, Túnez y Marruecos. Desde Turquía hasta las Azores abarcaba y abarca la franja mediterránea de seguridad militar y de comunicaciones de la paz Atlántica. España no podía seguir al margen de la OTAN. En ese año, 1979, Carter pierde las elecciones y llega Ronald Reagan al poder del imperio. Daba inicio la línea dura en Centroamérica contra los regímenes revolucionarios de los sandinistas y del Farabundo Martí.
Con antecedentes de inestabilidad política permanente, con dos golpes de Estado en veinte años, uno en 1960 y otro en 1971, Turquía figuraba como uno de los frentes clave para la contención del comunismo soviético. El 12 de septiembre de 1980 tiene lugar un golpe de Estado más con el que el gobierno constitucional de Demirel es reemplazado por una junta de las Fuerzas Armadas. El golpe es anunciado por la propia Administración norteamericana.
Y es que para la década de 1980, en los albores de la era Reagan, la franja mediterránea presentaba un escenario en extremo problemático: golpe militar en Turquía, en septiembre del 80; en enero del 81 se pone en marcha un programa de rearme de Marruecos… y el golpe de Estado del 23 F de 1981 en España, que a su vez se consideraba susceptible de tener repercusiones en Portugal e Italia. Estados Unidos tuvo que apretar las tuercas en España para que ingresara a la Alianza Atlántica. Adolfo Suárez, en su intransigencia anti-americana, no podía seguir al frente del gobierno, su papel en el guión era sólo de pivote de la transición. Pero nada más.
Juan Alberto Perote, quien fuera destinado al CESID tras los sucesos del 23F en sustitución de José Luis Cortina –responsable de la coordinación y dirección de los militares en el golpe– declara sobre la dimisión de Suárez en sus Confesiones lo siguiente, según lo consigna Grimaldos en su libro:
«‘Joaquín Garrigues Walker, estrechamente relacionado con el gobierno de UCD, sostenía que el presidente Suárez había tomado su decisión de dimitir tras acudir al Palacio de la Zarzuela, donde el Rey le recibió en compañía de dos generales. En un momento determinado, Don Juan Carlos se ausentó y los dos militares pusieron sus pistolas sobre la mesa exigiéndole su dimisión.’» (págs. 190-191.)
Y luego añade Grimaldos que «la CIA conoce muy bien el ambiente que impera en los cuarteles, tiene información precisa de las conspiraciones que están en marcha. Puede contribuir decisivamente al éxito del golpe que la operación se desarrolle con la participación del rey y en nombre de la Constitución y la democracia. Turquía es el ejemplo a imitar. Con un Gobierno militar fuerte en cada extremo del Mediterráneo, Reagan podrá dormir tranquilo en su nueva residencia de Washington.» (pág. 191.)
El golpe de Turquía serviría pues de modelo para el del 23F de Milans y Tejero. Según su información, la CIA había estado detrás del golpe turco y la figura de Suárez no les era grata: sus viajes a Argelia y Cuba eran signos de desviación tercermundista intolerable.
El coronel Federico Quintero Morente estaba destinado en la embajada de España en Turquía como agregado militar en el momento en que tuvo lugar el golpe de estado del 12 de septiembre del 80. A él se le atribuye el informe sobre «el golpe de Estado a la turca» que se distribuye luego entre mandos militares españoles.
Pocos días antes del asalto de Tejero al Congreso de los Diputados, José Luis Cortina, acusado de coordinar los movimientos militares del golpe en su conjunto, se entrevista con el embajador Terence Todman y con el nuncio del Vaticano, monseñor Antonio Innocenti. El golpe del Estado contaba ya con el aval de uno y otro.
Cuatro días antes del 23F, la 16ª Fuerza Aérea de Estados Unidos, previo aviso de la oficina de la CIA en Madrid, activa sus dispositivos generales. A primera hora del día 23,
«el Strategic Air Command, sistema de control aéreo norteamericano, a través de la estación central de Torrejón de Ardoz, anula el Control de Emisiones Radioeléctricas español (CONEMRAD) y se mantiene a la espera de los acontecimientos. Sus pilotos permanecen en alerta y las tropas norteamericanas de Torrejón, Rota, Morón y Zaragoza, preparadas para cualquier emergencia. Frente a las costas de Valencia permanece un contingente significativo de la VI Flota, en misión de ‘vigilancia mediterránea’. Las razones de esas maniobras no serán explicadas nunca. Estes y Todman esperan ir recibiendo las órdenes de sus superiores según se vayan desarrollando los acontecimientos. Sus contactos con la Casa Blanca y el Pentágono se simultanean.» (pág. 193.)
Estados Unidos estaba al tanto de todo. Aunque España ya estaba en la OTAN, había que sacudir el escenario y Suárez tenía en definitiva que irse. El día del golpe habría de ser votada la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como sucesor de Suárez al mando del gobierno. La sesión del 23-F tuvo otro destino, como bien es sabido.
Y como bien es sabido también el golpe fracasó, teniendo como final la intervención televisada del Rey en la madrugada del 24 de febrero. Restablecido el orden constitucional, España entró en la OTAN durante el breve gobierno de Calvo-Sotelo. El ya ex presidente Adolfo Suárez viajó privadamente a Estados Unidos y Panamá en las 48 horas siguientes.
Durante el gobierno de Felipe González, Javier Solana, del grupo cercano a Isidoro, fungiría como secretario general de la OTAN de 1995 a 1999, año en el que deja su cargo para convertirse en el responsable de la Política Exterior y de Seguridad Común europea.
La Transición, a estas alturas, podría darse por concluida y comenzaría su larga marcha de «caso de estudio» en las aulas europeas, americanas e hispanoamericanas de ciencia política como el modelo a seguir.
Final
Los capítulos finales del libro de Grimaldos están dedicados al análisis de la Comisión Trilateral y de la pertenencia de la plutocracia mundial, incluida la española, en ella, además de las relaciones entre la CIA, la ETA, el Mossad o los centros de estudios estratégicos vinculados a redes de inteligencia internacional, como el Instituto Elcano.
El capítulo 12 está dedicado a analizar el extraño caso de un síndrome tóxico detonado en España al mes de haber tenido lugar el intento del golpe del 23F y que recuerda los casos típicos de epidemia o pandemia que tanta euforia provocó alrededor de México en meses pasados.
Pero, con todo, nuestro interés fue el de comentar el libro del que nos llegaron noticias a través de la sección de Libros de una revista española adquirida en México y que nos llevó a comprarlo por Internet en España, pues el libro no está disponible aún en las librerías de México, a pesar de haber pasado ya cerca de dos años y medio de su publicación.
Al leer la reseña informativa en la revista en cuestión, pensamos de inmediato que tenía que darse a conocer el libro en México, pues, como hemos dicho ya al inicio de este nuestro comentario, el mito de la transición democrática española no deja de ser tenido por todos como un proceso luminoso y exitoso, «un caso de éxito», como les encanta decir a los tecnócratas que hablan de política como si estuvieran hablando de negocios.
Pero, bien por ignorancia, bien por comodidad gremial, no dejan de imprimirse páginas de libros y de artículos de opinión desde el que la legión de transitólogos y politólogos políticamente correctos siguen en su afán de mirar la dinámica política mexicana desde las categorías de la transición democrática; bien sea que se hable de López Obrador, bien sea que se hable de la inseguridad, bien sea que se hable de la corrupción endémica del Estado, sigue manteniéndose una línea de interpretación equivocada consistente en hacer hipóstasis de un supuesto estrato sublime y superior de existencia política al que llaman Democracia y hacia el que estamos acercándonos o alejándonos según el grado de racionalidad o de irracionalidad con el que «actores» políticos y sociales diseñen «entramados institucionales».
Pero, según lo que hemos querido destacar en el libro de Grimaldos, toda dialéctica política efectiva, en cualquier Estado, se despliega siempre según mecanismos de operación y según directrices históricas y estratégicas de configuración internacional que muy poco, si no es que nada, tienen que ver con eso que siguen llamando aureolarmente Democracia.
La cuestión es saber entonces a qué obedece el hecho de que esta idea haya sido transformada en una de las ideologías más poderosas, aunque difusas, del siglo XX.
«Si la democracia sigue funcionando es porque el consenso permanece[; pero] no es que la mayoría haya logrado el consenso sino que son motivos enraizados en compromisos previos (económicos, culturales, de coyuntura, incluyendo la militar) los que hacen que la democracia funcione. Por ello, la sociedad democrática es estable, pero no por virtud del procedimiento técnico de la consulta electoral, sino sobre todo por otros motivos [...] Cuando los motivos cesan, también la democracia.» (Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas
Notas
{1} Y no está demás recordar que, de hecho, Felipe González funge en la actualidad como embajador español plenipotenciario y extraordinario para la conmemoración de la independencia de Hispano América, además de ser también presidente del Grupo de Reflexión o Comité de Sabios del Consejo Europeo.
{2} Victoria Prego, Así se hizo la transición, Plaza & Janés, Barcelona, España 1995, pág. 11.
{3} Alfredo Grimaldos, La CIA en España. Espionaje, intrigas y política al servicio de Washington, Debate, Barcelona, España 2006, pág. 11.
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