Cine
Adiós a la faraona de Hollywood
Elizabeth Taylor, la primera actriz que cobró un millón, falleció ayer en Los Ángeles a los 79 años
FEDERICO MARÍN BELLÓN / MADRID
Día 24/03/2011
Hay estrellas y estrellas. Luego está Elizabeth Taylor. Nadie brilló dentro y fuera de la pantalla, sin perder nunca cierto aire trágico, pero sin necesidad de convertirse en un bonito cadáver, como Marilyn Monroe, James Dean o su amigo Montgomery Clift. Ganadora de dos Oscar, por «¿Quién teme a Virginia Wolf?» y «Una mujer marcada» (además de uno honorífico), de 1957 a 1960 fue candidata a la estatuilla cuatro años seguidos. Actriz de insuperable belleza y con una fuerza dramática arrolladora, como amiga era todavía mejor. En el papel de esposa destacó por una tenacidad peligrosa, especialmente para Richard Burton.
Liz Taylor parecía especializada en seres atormentados y solitarios, en astros que, al contrario que ella, no supieron asimilar su grandeza. Michael Jackson fue un gran ejemplo, el más conocido para unas generaciones que apenas han visto sus mejores interpretaciones, pero lo que logró junto a Rock Hudson trascendió la amistad. Ambos colocaron el sida en el escalón de las enfermedades respetables. Ella, que también sufrió incontables dolencias y pasó cerca de treinta veces por el quirófano —y no para frenar los estragos del tiempo—, murió ayer a la una y veintiocho minutos de la madrugada, a los 79 años, en el hospital Cedars-Sinai de Los Ángeles, donde su maltrecho corazón llevaba dos largos meses boqueando.
El principal logro de aquella jovencita de ojos violeta que no llegaba al metro sesenta no fue convertirse en la primera actriz que ganó un millón de dólares por una película. Hija de un marchante de arte y de una intérprete teatral que quiso proyectar sus frustraciones profesionales llevándola de casting en casting, mucho más meritorio para Elizabeth Rosemond Taylor fue aprender a crecer como estrella infantil y no quedarse estancada a lo Mickey Rooney o Shirley Temple, aunque muchos la vieran en sus comienzos como la reencarnación de la niña prodigio. Liz Taylor sobrevivió a la fama, a sus versátiles excesos (que machacaron su salud, afearon su figura y la convirtieron por unos años en una excéntrica coleccionista de joyas y maridos) y sobrevivió incluso a sus «enterradores». Mel Gusow, principal autor de la necrológica que publicaba ayer «The New York Times», falleció en 2005, como destacaba el diario, que pese a todo mantuvo el texto, debidamente actualizado.
Nacida en Londres en 1932, sus padres, americanos, no tardaron en regrasar a los Estados Unidos. Allí, tras una película en Universal («There's One Born Every Minute», que rodó con nueve años), fue reclutada por un cazatalentos de la Metro Goldwyn Mayer. Los estudios, famosos por su colección de estrellas, ficharon a la niña como acompañante de su mascota, la perrita Lassie. Después de asentar las bases de una leal colaboración en «La cadena invisible» (también conocida como «Lassie vuelve a casa») y de un par de papeles irrelevantes, aquella preciosidad de mirada espectacular, incluso en blanco y negro, terminó de explotar junto a otro animal, un caballo, además del citado Rooney. «Fuego de juventud» («National Velvet»), del veterano director de la época del cine mudo Clarence Brown, recaudó más de cuatro millones de dólares, una barbaridad para la época. La historia era más o menos convencional, pero el final, un auténtico delirio, era tan inverosímil como emocionante.
Aquel éxito le supuso a la actriz su primer contrato de larga duración, que sin embargo no garantizó grandes títulos. A los quince hizo acopio de sus «Recursos de mujer», pero hasta 1954, con 22, no maduró del todo, en un año apoteósico: acompañó a Stewart Granger en «Beau Brummell», a Van Johnson en «La última vez que vi París» y a Dana Andrews en «La senda de los elefantes». No tan de repente todos la veían como lo que ya era, una mujer deseada, capaz de aguantarle el tipo a James Dean en «Gigante», obra con la que inauguraba la mejor fase de su filmografía.
Candidata eterna
Joanne Woodward le arrebató el que pudo ser su primer Oscar por «El árbol de la vida» (a cambio se ganó a Montgomery Clift) y Susan Hayward le robó otro más merecido por «La gata sobre el tejado de zinc», título convenientemente refrigerado en España, donde se omitió el adjetivo de caliente («Cat on a Hot Tin Roof») y se suavizaron aún más las intenciones homosexuales de la obra de Tennessee Williams. Definitivamente, podía haber otras actrices más reconocidas, pero ninguna digna de meterse en la piel de Maggie Pollitt, una mujer capaz de encender los deseos más apagados sin desabrocharse un botón de más.
Simone Signoret sería la tercera en quitarle la estatuilla (por la que pugnaba con «De repente, el último verano»), que al final le llegaría en 1960 con «Una mujer marcada», película por debajo de su talento. Elizabeth Taylor abandonó entonces la MGM y esperó a que le llegara su famoso cheque por «Cleopatra», que al final fueron varios millones y no uno, gracias al porcentaje de taquilla. Más caro le salió al estudio su tormentoso romance con Richard Burton, quien se convertiría en su quinto (y sexto) marido, dentro de un rodaje caótico, con al menos media docena de directores. La cinta casi condujo a la ruina a la Twentieth Century Fox y la actriz esperó tres años hasta volver a conseguir un buen personaje, el de Martha en «¿Quién teme a Virginia Woolf?», éxito del año firmado por Mike Nichols (uno de los pocos que se quedó sin premio). Para el papel también ganó varios kilos, pero de peso, con lo que se adelantó a Robert de Niro en la retorcida estrategia «yo engordo y tú me das el Oscar». Por desgracia, al contrario que el protagonista de «Toro salvaje», nunca recuperó su figura y su carrera, de algún modo, se encaminó hacia un lento declive, certificado en 1994 en «Los picapiedra».
Con algún breve escarceo teatral en los ochenta (se estrenó y triunfó con «La loba» a los 49 años y repitió con «Vidas privadas»), Liz Taylor empezó a pagar sus excesos con el alcohol, las pastillas y los maridos. La actriz recondujo su vida y se convirtió en una admirada defensora de los derechos de los enfermos de sida, labor que le valió el premio Príncipe de Asturias de la Concordia y el título de Dama en su país de nacimiento (equivalente al de Sir). Superó un tumor cerebral y no abandonó nunca la primera fila, aunque fuera desde Facebook y Twitter (todavía es posible leer sus reflexiones como @DameElizabeth). Siempre generosa, ahora reina en otro firmamento.
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