jueves, 19 de junio de 2014

Debates en Asturias 24...



Monarquía y República: un debate reformista

No es necesario iniciar un proceso constituyente, se trata sólo de caminar por la ruta de la reforma de una Constitución carente de respuestas para los españoles del siglo XXI
Jueves19 de junio de 2014
Asturias 24
@asturias24es
La república era hasta hace semanas una palabra vedada. Los españoles habíamos eliminado del diccionario colectivo un sustantivo que en las últimas ocho décadas fue esquinado al limbo de nuestra historia. Muchos creían que el genocidio lingüístico al que fue sometido el término república era garantía suficiente del extermino de una idea. El 18 de julio de 1936, los golpistas quisieron incluso borrarla de la bibliografía: recuerdan los mayores que en las pilas incendiarias ardían numerosos ejemplares de La República de Platón, a la vez que alimentaban las cunetas del país con los cadáveres de los intoxicados de republicanismo. Hasta los clásicos les molestaban.
Su extirpación del léxico político fue inútil. Los últimos 39 años nos engañamos con lo de la monarquía republicana o con cualquier otra ocurrencia estilística. Lo importante era la democracia y un rey que no gobernaba era un mal menor porque la recuperación de las libertades se hizo aceptando algunas toxinas de la herencia franquista. Aquellos que en 1978 escribieron artículos contra la Constitución o la rechazaron con su voto negativo, son ahora los principales arquitectos del inmovilismo constitucional.
La abdicación del Rey Juan Carlos I ha coincidido en el tiempo con la corrosión de un sistema democrático paticorto, pero que en estas cuatro décadas rentabilizó las virtudes heredadas de una Transición ya remota que ha hecho de este país un espacio más civilizado, más culto y más próspero.  Pero también es necesario reconocer que padece todos los achaques de un sistema carente de vitalidad para responder a los retos de una ciudadanía con más exigencias de democracia política, económica y civil. Y ello sin necesidad de demoler  los pilares constitucionales de 1978. La derogación constante de las diferentes constituciones de los dos últimos siglos está en el germen del histórico fracaso de la España democrática. Por ello no es necesario exterminar la Carta Magna vigente, se trata más bien de someterla a una terapia de shock para que deje de ser papel mojado y responda a los anhelos del nuevo siglo.
Ante la bunkerización de la derecha y de la gerontocracia que anida también en algunos sectores de la izquierda ha llegado el tiempo de plantear desde la radicalidad democrática una reforma constitucional amplia y que no imponga tabús a las aspiraciones de los ciudadanos. La normativa electoral, la de financiación y funcionamiento de los partidos y de las principales instituciones o la regulación de los indultos, por citar sólo algunas, están en la agenda. Pero hay muchas reformas más que reforzarían una constitución nacida hace 36 años para recuperar la democracia, pero que demanda su puesta al día para ampliar los horizontes de derechos y libertades cívicas. Y la opción entre monarquía parlamentaria o república entra también en el debate.
Si el inmovilismo constitucionalista es una amenaza para la Constitución de 1978, no lo es menos las aspiraciones de aquellos que estos días levantan la tricolor como única opción y caricaturizan el reinado de Juan Carlos I, cuando su papel contribuyó a homologar a España con las democracias más avanzadas de Europa como Holanda, Bélgica, Dinamarca, Suecia o Noruega, todas ellas con monarquías parlamentarias. El republicanismo no es hoy una demanda transversal. Para que la III República sea un día una realidad no sólo la debe reclamar la izquierda de la izquierda, sino una mayoría ciudadana que responda a la pluralidad de nuestra sociedad. La II República llegó el 14 de abril porque era sinónimo de democracia y libertad, mientras que la monarquía alfonsina era cómplice de una dictadura y de un sistema económico anclado en prácticas feudalistas. Si en 1931, la monarquía era el problema, en 1975 fue la solución.
La abdicación de Juan Carlos I, así como la renuncia de dirigentes políticos, tiene hasta cierto punto un grado de simbolización de la crisis política y social germinada hace casi siete años por la Gran Recesión. Si hoy se tambalean los pilares de nuestra democracia lo es por la virulencia de la crisis económica y por las perversas recetas aplicadas por la Troika y el Gobierno de España. Al cercenar los derechos sociales de nuestro tibio Estado de Bienestar se ha colocado dinamita en la estructura de nuestra democracia.
Pero que nadie se equivoque: si muchos ciudadanos respaldaron ampliamente en las pasadas elecciones europeas a formaciones que levantan la bandera del radicalismo democrático fue porque están convencidos de la necesaria reformulación de nuestro sistema. No por populismos importados. Las aspiraciones de 1978 no son muy distintas de las ilusiones de 2004: reforzar los valores de solidaridad y limitar la impunidad de los poderes a quienes no se les ha movido el suelo bajo los pies en los últimos años de la abrasiva crisis económica que tanto dolor ha generado a la mayoría de los ciudadanos.
No se trata de matar al padre. Todo lo contrario: la senda a seguir pasa por una renovación democrática de un sistema anquilosado en sus propias miserias y generador de una desafección que empieza a llamar a las puertas de la cueva donde anidan los huevos de la serpiente. Los ciudadanos (la mayoría crecidos en democracia) no están en contra de nuestro sistema de libertades ni de los textos legales que le dan amparo, sino contra la autodegradación a la que ha llegado. Y los españoles están también por diseñar alternativas que permitan refundar un Estado democrático y social.
Y es ahí donde el debate entre monarquía parlamentaria y república tiene su terreno de juego. No le corresponde al ya rey Felipe VI tomar la iniciativa, como si hizo su padre hace 39 años, con la derogación de las siete leyes fundamentales de la dictadura y la aprobación de la Ley de Reforma Política –refrendada por la mayoría de los españoles– y que abrió las puertas a la Constitución de 1978. Ese papel es un derecho exclusivo de los ciudadanos y de sus representantes públicos.
No es necesario iniciar un proceso constituyente, se trata sólo de caminar por la ruta de la reforma de una Constitución carente de respuestas para los españoles del siglo XXI, logrando el respeto de la mitad de una población nacida después de la Transición y de otros que han asistido a la frustración de sus sueños democráticos. Es ese el marco de reformas globales sancionadas en un referéndum en el que el debate monarquía-república adquiere toda la legitimidad y por el cual nuestra democracia recobrará el respeto perdido por una ciudadanía agraviada.
Ni los defensores del bunker constitucional ni los que anhelan un asalto a los cielos son los mejores consejeros para estos tiempos de tribulaciones. Ambos están llamados a generar más frustraciones entre una mayoría ciudadana que sólo aspira a vivir en un país decente. Como dejó escrito el Presidente Azaña enApelación a la República, es necesario ser intransigente en la doctrina y flexible en la práctica. Hoy más que nunca.  

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