Robert Louis Stevenson (1850-1894) le bastaron 26 años para defender a quienes se contentan “con tener lo suficiente”. A los que prefieren mantenerse al margen de “emprender alguna profesión lucrativa y esforzarse en ella con bríos cercanos al entusiasmo”, a ellos dedica En defensa de los ociosos (rescatado ahora por Taurus, y antes por Gadir).
El autor de La isla del tesoro y El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, lamenta que a los ociosos se les acuse de delitos de lesa respetabilidad, simplemente porque ninguna de las labores que hacen esté reconocida “en las dogmáticas prescripciones de la clase dominante”.
“La constante devoción a lo que un hombre llama su trabajo sólo se mantiene a costa de una indiferencia constante hacia muchas otras cosas”, eso no es el éxito de la vida dice el escritor. “No hay deber que infravaloremos tanto como el de ser felices”. La ironía del ensayo vuelve el breve texto en un incendiario juego, en el que asegura que es mejor encontrar a un hombre o una mujer feliz que un billete de cinco libras. Ahora, cinco libras perdidas alegran la vida.
Alarma, alarma
Las reclamaciones de la clase obrera son motivo de atención entre las novedades editoriales, justo en el momento en el que las conquistas de los trabajadores han pasado de la alarma a la destrucción. La editorial Trotta ha lanzado una cuidada edición del pensamiento de la filósofa francesa Simone Weil (1909-1943), La conciencia obrera, donde reclama justo lo contrario a la propuesta de Stevenson. Ella reclama el trabajo como “primer medio de educación” de la sociedad.
“Hay en el trabajo una grandeza cuyo equivalente no se puede encontrar ni siquiera en las formas superiores de la vida ociosa”, escribe en marzo de 1936 por carta. En la carta abierta a un sindicalista, en noviembre de 1936, pide al trabajador francés que se una a la fuerza del sindicato para protegerle. Sin su amparo, “volverías a padecer las mismas humillaciones de antes, estarías constreñido a la misma sumisión, al mismo silencio, llegarías otra vez a doblegarte siempre, a soportarlo todo, a no atreverte nunca a alzar la voz”.
En el mismo momento en que Weil le dice al trabajador que si es tratado como hombre se lo debe al sindicato, en Barcelona estos ejecutan la misma represión sobre los trabajadores que antes habían empleado los dueños de las fábricas que expoliaron. Eficacia y rendimiento reclama la CNT a los empleados.
De sindicalista a patrón
“Hubo despidos por rendir poco y por “inmoralidad”, es decir, por baja productividad. La CNT convirtió en realidad su plan de un “carné de identidad del productor” para catalogar el comportamiento de los trabajadores”, explica el historiador británico Michael Seidman, en el magnífico estudio Los obreros contra el trabajo, un repaso a los movimientos revolucionarios en Barcelona y Francia, en 1936, que publica Pepitas de calabaza.
Se establecieron campos de trabajo para enemigos “parasitarios” y “saboteadores” organizados en torno “al principio moderno de la redención por el trabajo”. Hay activistas de la organización que llegan a afirmar que las huelgas han hecho perder en parte el gusto al trabajo, lamentándose de la falta de compromiso con la revolución de los trabajadores que exigían el cumplimiento de sus derechos, como una semana laboral de 40 horas y la supresión de la remuneración estajanovista. La asamblea de una de las colectividades prohíbe la impuntualidad, las enfermedades fingidas y cantar en horas de trabajo.
La docilidad del trabajador es la prioridad de los sindicatos al frente de la industria catalana, en plena guerra civil. “Durante la guerra no hay vacaciones”, proclama uno de los eslóganes de la CNT. La UGT condena la indisciplina de muchos ferroviarios, que se negaban a trabajar los sábados por la tarde. Algunos sindicatos prohibieron la celebración de fiestas entre semana, los comités locales de la industria eléctrica prohibió las vacaciones de Navidad…
Una Historia de carne y hueso
Seidman cuenta la intervención de un militante, recogida en las actas de una reunión del Sindicato de Metalurgia de la CNT, celebrada el 3 de julio de 1937, que exhorta a sus colegas: “Hemos de procurar que nuestros compañeros sean lo más idealistas posibles dejándose de ser materialistas, como desgraciadamente ahora lo son”. Es decir, no es momento para las reivindicaciones, “ni de hablar de salarios ni de horas de trabajo”. Los aumentos hacen peligrar la “nueva economía”. Además, frustra a los dirigentes sindicales, en el papel de capitalistas.
El autor traza la primera historia social de aquellos acontecimientos y arremete contra los historiadores que se han dedicado a los mismos con anterioridad, porque  “a pesar de su marxismo declarado”, han contemplado los conflictos de la revolución española desde una “óptica fundamentalmente política”. Se centraron en las divisiones ideológicas y políticas entre los comunistas, socialistas y anarcosindicalistas, y dejaron de lado el asunto principal: “El divorcio entre militantes comprometidos con una visión determinada del futuro y obreros reacios a sacrificarse para convertir en realidad este ideal”.