MODELO PRODUCTIVO Y CAMBIOS POLÍTICOS: AMPLIANDO EL FOCO DEL DEBATE
Por Ignacio Muro, miembro de Economistas Frente a la Crisis EFC
Preguntarnos cómo será la salida de la crisis nos remite necesariamente al debate sobre el modelo productivo. No es, sin embargo, una preocupación exclusiva de España: el cambio de modelo productivo es el sueño que define el futuro de casi todos los países intermedios de la comunidad internacional. Se trata de una referencia-meta impulsada desde múltiples foros asociada a la aspiración a un desarrollo económico basado en la innovación y en un trabajo más cualificado.
Muchos lo reclaman pero debemos asumir que muy pocos países lo consiguen. Conviene, por tanto, ampliar el foco del debate para situar la viabilidad de este propósito que, a base de repetirse, lleva camino de convertirse en un lugar común cargado de connotaciones ideales, algo que encarna y sustituye a la idea misma de “progreso social”.
Aunque se presenta como un objetivo neutro, el relato suele tener cimientos ideológicos. Sin ir más lejos, no siempre se separa de la receta que aspira a “estar más preparados y ser más flexibles para ganar competitividad en el exterior”. De modo, que casi sin darnos cuenta, estamos de lleno metidos en la lógica de la economía de la oferta y de los ajustes sociales. Pero no solo es eso. Sin decirlo, se presenta como un objetivo alcanzable para cualquier país: solo tiene que ‘hacer sus deberes’ lo que, a menudo, se reduce a ser capaz de atraer las compañías transnacionales adecuadas, la forma más segura y directa, así suele remarcarse, de producir valor añadido en los sectores apetecidos. Ninguna referencia al papel del Estado y a la autonomía de las políticas públicas, ninguna al papel de las hegemonías políticas y de los consensos sociales, ninguna a las resistencias oligopolísticas de los grupos de poder, ninguna a los ganadores y perdedores de ese proceso aparentemente neutro.
La realidad es mucho más compleja, más cruda y ello explica su dificultad.
¿Qué significa “desarrollo económico”? Un debate recurrente.
La aspiración del cambio de modelo productivo recuerda a otra aspiración, dominante en los años 70, cuando el desarrollo económico era asumido como una meta que significaba dejar atrás el subdesarrollo, un término asociado a pobreza y a desequilibrios sociales y económicos. Ese objetivo, dio lugar a múltiples debates internacionales: de un lado, la corriente dominante identificabacrecimiento con desarrollo, “un bien” que acabaría llegando a todo el mundo tarde o temprano, pues siguiendo una lógica tecnocrática, en España representada por el desarrollismo del Opus Dei, se extendería a todas partes cual mancha de aceite. De otro lado, los economistas críticos identificaban desarrollo con calidad social y, con matices, compartían la máxima “el subdesarrollo no es la etapa previa al desarrollo” con la que se quería denunciar el carácter utópico e idealista de ese objetivoentendido como un propósito general. En esencia, defendían que, bajo la lógica capitalista, esencialmente desigual, la mayoría de los países estarían siempre encerrados en los círculos viciosos de la dependencia y la pobreza.
Casi 40 años después, la crisis actual vuelve a ponernos ante un debate similar: la capacidad de los países para coger en sus manos su futuro, la factibilidad para diseñar autónomamente los rasgos de su economía y de un modelo productivo que sea sostenible y eficiente. O, en sentido contrario, la valoración de los márgenes de actuación existentes y de las opciones reales que concedemos a la política, como expresión de la voluntad colectiva, para alterar el rumbo económico de las naciones.
La globalización y sus paradigmas
La globalización y la revolución tecnológica asociada a Internet son dos factores que han propiciado una flexibilidad y una transformación sin precedentes de las lógicas tradicionales del sistema productivo. Por un lado, han mejorado, en cierta medida, las opciones de los países periféricos. Si, hasta los años 80 del siglo pasado, el capitalismo se había caracterizado por la concentración territorial de recursos en los países desarrollados, la capacidad de la revolución tecnológica para anular los efectos de las distancias geográficas facilitaba la deslocalización de actividad y el desplazamiento de la inversión productiva -específicamente la industrial- hacia nuevos países emergentes.
Pero, por otro lado, la globalización ha aumentado las dificultades para que las naciones tomen autónomamente las riendas de su destino. Y es que desde que el capital financiero hegemoniza las pautas sociales, las burbujas se convierten en un fenómeno sistémico y recurrente y un factor distorsionador de primer nivel en la asignación de recursos en la economía global. Inmensas sumas de dinero “se posan” durante periodos de tiempo generalmente cortos, sobre determinados países, sectores o empresas buscando oportunidades extraordinarias hasta que encuentran otras que las sustituyan. El resultado es que las nuevas relaciones de poder, con los mercados en el centro de todos los centros, determinan en buena medida las decisiones económicas. Siguiendo su lógica, las crisis son convertidas en una oportunidad para desplazar hacia la periferia sus peores consecuencias y los auges en la ocasión para retener en el centro las mejores opciones.
Las naciones que quieren realmente aprovechar una coyuntura favorable para corregir sus desequilibrios y reorientar su modelo productivo (muchas de ellas localizadas en America Latina) se encuentran con múltiples dificultades para vencer las resistencias y conseguir la suficiente estabilidad financiera para culminar sus propósitos. Se trata, no lo olvidemos, de una tarea que suele abarcar al menos una década y que requiere esfuerzos financieros considerables.
El progreso tecnológico no garantiza el progreso social
Pero hay más. Los avances tecnológicos, que han facilitado enormes cambios y aumentado la productividad del trabajo, tienen también un desenlace contradictorio. Por un lado, la externalizacion de operaciones es un fenómeno que facilita la fragmentación del tejido productivo y el debilitamiento de las resistencias sindicales y, al final, la apropiación creciente de valor en las cúpulas empresariales. Por otro, según reconocen cada vez más estudiosos, su capacidad para destruir los viejos empleos está siendo mucho mayor, en términos consolidados, que la de crear otros alternativos que los sustituyan.
En ese contexto, conviene empezar a rechazar que un desarrollo más intensivo en tecnología, rasgo común de los deseados nuevos modelo productivos, lleve aparejado automáticamente el progreso social, una mejora del nivel de vida o una idea revalorizada del trabajo. Nada más erróneo. La realidad es que las sociedades se escinden en comportamientos duales que hacen convivir el progreso técnico y la marginación social, enormes potencialidades productivas y precariedad del trabajo.
Digamos en conclusión que las potencialidades democratizadoras y participativas que anunciaban las TIC ha quedado frustradas por la tremenda centralización del poder en pocas manos que trae consigo el capitalismo financiero, que provoca la asfixia creciente de amplias capas sociales y unas relaciones sociales que, a base de desigualdad, frenan el desarrollo de las fuerzas productivas más innovadoras.
España: cuando el cambio de modelo reclama un cambio político
La realidad es que todo modelo productivo es un modelo social, con un conjunto de relaciones de poder consolidadas, que destila consensos y normas que incentivan el nacimiento y la consolidación de actores económicos con unos rasgos singulares. En nuestro caso, el modelo asociado al ladrillo ha fomentado élites rentistas, empresarios con aversión al riesgo, actitudes clientelares y políticos corruptos. Su pervivencia es en sí un ejemplo de las dificultades para cambiarlo si no se saben identificar y vencer las resistencias de grupos de poder con tendencia a perpetuarse en círculos viciosos recurrentes.
Hasta ahora los gobiernos democráticos nacionales y locales -también los de la izquierda- no han hecho otra cosa, con excepciones, que cabalgar sobre las burbujas inmobiliarias, un camino basado en el endeudamiento, tan fácil de gestionar como insostenible de mantener. Y cuando han asumido la retórica de un cambio de modelo, lo han abordado desde su versión más ingenua, obviando cualquier voluntad de modificar sus raíces profundas a partir de políticas públicas, confiando en las actuaciones de los CEO’s de “nuestras” grandes empresas, en su capacidad para ganar mercados o en su habilidad para adquirir empresas de la competencia.
Ahora que se acerca un periodo electoral conviene preguntarse si un verdadero cambio de modelo productivo –con los corsés macroeconómicos descritos- puede plantearse en España sin incorporarlo como parte de una batalla democrática, si puede conseguirse sin una nueva hegemonía política capaz de imponer nuevos consensos para vencer las fuertes resistencias de lobbies muy poderosos, sean empresas constructoras, energéticas o financieras.
Y, al tiempo, si es posible avanzar siquiera mínimamente hacia la corrección de nuestros equilibrios macroeconómicos y sociales sin avanzar en el cambio de modelo productivo. Si es posible construir una economía que incentive el conocimiento como factor productivo sin revalorizar el papel del trabajo, tan humillado por las últimas reformas laborales que, bajo la escusa de la competitividad, han fabricado un clima laboral desincentivador de la innovación como tarea colectiva.
Porque lo que parece seguro es que, en ausencia de una voluntad política capaz de impulsar un cambio, las inercias de los poderes establecidos nos volverán a empujar hacia el modelo basado en el endeudamiento y el ladrillo.
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