Al art. de Carlos Sanchez de ayer sobre los poderes fácticos....
Ignacio Varela
Todo el mundo recuerda la memorable intervención pública de Gordon Brown pocos días antes del referéndum sobre la independencia de Escocia. Muchos atribuyen a aquel discurso una influencia importante en el resultado final. Brown también intervino con fuerza y pasión en el debate sobre el Brexit. Cuando los laboristas eligieron como líder a Jeremy Corbyn, Tony Blair dijo públicamente que, a su juicio, esa elección era un error que condenaba al Labour Party a la oposición durante mucho tiempo.
Supongo que a unos les gustaron aquellas intervenciones y a otros no, pero a nadie se le ocurrió decir que Brown y Blair actuaban como poderes fácticos o que irrumpían ilegítimamente en un debate de interés nacional prevaliéndose de su condición de ex primeros ministros. Y mucho menos que aquello fuera una perversión de la democracia.
El mundo está lleno de casos similares. Bill Clinton participa activamente en la campaña electoral norteamericana; y no sólo por apoyar a su mujer, sino porque es su país y su partido. Sarkozy dejó de ser presidente de Francia (ahora vuelve a ser candidato), pero nunca ha dejado de expresar sus opiniones. Fernando Henrique Cardoso, antiguo y respetado presidente de Brasil, habla todos los días sobre la crisis política de su país. Busquen y encontraran cientos de ejemplos más en todas las democracias del mundo.
Las opiniones de quienes han gobernado no sólo no son rechazables, sino lo contrario: son orientaciones valiosas para la sociedad. Especialmente si se trata de alguien que tuvo un fuerte liderazgo político y a quien se reconoce experiencia y sabiduría. No creo que nadie regatee a Felipe González esos atributos.
Dice Carlos Sánchez que “ser exministro o expresidente del Gobierno no da derecho a nada”. De acuerdo, pero yo lo formularía al revés: ser exministro o expresidente o ex-lo que sea no priva a nadie de su libertad de expresión.
“Se creen con legitimidad para irrumpir en el debate”, añade. No es que se crean con legitimidad, es que la tienen: exactamente la misma que cualquier ciudadano, la misma que tendrá Pedro Sánchez cuando deje de ser secretario general. Es verdad que a alguien como Felipe González se le escucha con más atención, pero ese será su mérito y su responsabilidad, jamás un motivo para exigirle silencio. Salvo que se entienda que cuando alguien abandona una responsabilidad pública queda amordazado de por vida.
Felipe González dejó de ser presidente del Gobierno hace 20 años. Desde entonces, no ha cesado de opinar libremente sobre la política nacional y la internacional, sobre el pasado, el presente y el futuro. Siempre ha sido leal a su partido (ha respaldado a todos sus candidatos, creyera en ellos o no) y, sobre todo, a su país; nunca se ha escondido en los momentos difíciles. De hecho, a mí me parece que su pensamiento es bastante más contemporáneo que el de casi todos los adalides de la “nueva política”. La modernidad no va necesariamente con la edad.
No deja de ser llamativo -muy nuestro- que a uno de los pocos españoles a los que aún se escucha con respeto en el mundo, aquí lo mandemos callar
Se puede coincidir o discrepar con lo que dice, pero nunca antes se le ha acusado de intromisión antidemocrática en el debate público. Como tampoco se ha hecho con los otros expresidentes ni con los exsecretarios generales del PSOE (todos los cuales, con más o menos claridad, también se han pronunciado sobre la actual crisis política del país y de su partido).
¿Por qué precisamente ahora y precisamente él? No deja de ser llamativo -muy nuestro- que a uno de los pocos españoles a los que aún se escucha con respeto en el mundo, aquí lo mandemos callar.
“Hubo un tiempo”, dice Carlos Sánchez, “en el que la expresión 'poderes fácticos' producía miedo”. Claro, porque era un eufemismo del ejército franquista; y lo que daba miedo era un golpe de Estado que interrumpiera el tránsito a la democracia. Desde entonces, la expresión “poderes fácticos” se asocia en España a las fuerzas antidemocráticas que pretenden imponer su voluntad a la de las urnas. Aplicar esa etiqueta cargada de recuerdos infames a Felipe González -o a Aznar, o a Zapatero o a cualquier antiguo gobernante democrático- me parece, digamos, un desacierto en la elección de los términos.
Un expresidente no es un poder fáctico, al menos en el sentido que esa expresión adquirió en la cultura política española. Es una persona influyente, sí: digo yo que por algo será. Pero los únicos que en nuestro país tienen limitada la libertad de expresión son los miembros de las Fuerzas Armadas, y la razón es obvia: porque están armados y poseen un poder coercitivo del que carecemos los demás.
España vive su momento político más crítico desde el inicio de la democracia. Y el Partido Socialista probablemente se está jugando en estos días su supervivencia como el instrumento de gobierno de la España progresista. Si en estas circunstancias Felipe González se refugiara en un confortable silencio, muchos españoles -y desde luego, muchos socialistas-se lo reprocharían con razón.
No andamos tan sobrados en España de gente que piense con solvencia política como para reclamar silencio a los pocos que aún son capaces de hacerlo. Sí, existen los jefes de la tribu y los sabios de la tribu. Los jefes deciden y mandan, los sabios opinan y aconsejan. Y cuando los jefes son sensatos, escuchan a los sabios y no los usan tan sólo como tótem para exhibirlos en los mítines.
Si en estas circunstancias Felipe González se refugiara en un confortable silencio, muchos españoles -y muchos socialistas- se lo reprocharían con razón
Evoca Carlos Sánchez a un Premio Nobel de Economía que decía con sorna que el galardón ya le permitía hablar de todo, aunque no tuviera ni idea.Espero que su descalificación de González no llegue al punto de pensar que, tratándose de política en general y del Partido Socialista en particular, el expresidente no tiene ni idea de lo que habla.
Lo importante no es si Felipe González tiene derecho o no a hablar, faltaría más. Lo importante es si lo que dice es razonable o no, si tiene razón o está equivocado en el problema de fondo. Su tesis es que quien no puede gobernar, debe permitir que se gobierne. Yo estoy de acuerdo y sospecho que Carlos Sánchez también. Ambos tenemos derecho a decirlo pero, según parece, el hombre que dirigió al PSOE durante 23 años y gobernó España durante cuatro legislaturas debe permanecer callado en esta hora difícil para su país y para su partido. Francamente, no lo entiendo.
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