De la tocata y fuga de Aznar de la presidencia de honor del PP se han hecho interpretaciones dispares, aunque la más extendida es que el ex estadista del bigote no ha podido soportar más ese divorcio de Rajoy con los sacrosantos valores del PP, se ha liado la manta a la cabeza y ha dicho hasta aquí hemos llegado. Con gran dolor de su corazón, el guardián de las esencias habría decidido quedarse con el frasco, igual que el niño del recreo se lleva el balón porque sus compañeros no le pasan la pelota o juegan a otra cosa.
Esta versión presupone que el PP se ha desviado del camino para deslizarse por una peligrosa pendiente socialdemócrata –como lo oyen-, que le ha hecho renegar de su batalla contra el nacionalismo, de su numantina defensa de la Constitución, del neoliberalismo económico de bajos impuestos y de la cruzada contra el terrorismo islamista en nombre de la civilización cristiana. Y, simultáneamente, entiende que el hombre que se abrazó a Pujol y a Arzalluz para alcanzar el poder, que firmó el protocolo de Kioto para entrar luego en la nómina de los negacionistas del cambio climático, y que pedía ser implacable contra la corrupción mientras reunía a toda la gomina de Gürtel en la boda imperial de su hija, es un tipo de principios arraigados, tanto o más que el pino junto a la ribera del no nos moverán. Todo ello es mucho suponer, claro está.
El portazo del empleado de Murdoch tiene otra dimensión, según explicaba hoy en El Mundo Cayetana Álvarez de Toledo, rubia encarnación del aznarismo, para quien el gesto supone incorporar a la política española a un actor valiente, capaz de arrostrar los temibles desafíos que acongojan a la nación, y que, sin tacticismos ni servidumbres electorales, se apresta ser la voz que se oirá en el desierto mientras otras callan.
La exdiputada marquesa, tan crítica con Rajoy que renunció a ir en las listas del PP cuando supo que nadie pensaba incluirla, sugiere un dato revelador. La renuncia de Aznar tendrá consecuencias para el PP y para Ciudadanos, que ya es apenas una sombra de lo que pudo ser. El que tuvo bigote retuvo y su nueva condición de estadista libre y sin ataduras le llevará a encarnar, no a la renovada ultraderecha de Le Pen o Trump, sino a un nuevo centro derecha que bebe hasta la cogorza de la fuente de ese primer Sarkozy que enamoró a Francia y a Carla Bruni.
En definitiva, Aznar quiere ser Sarkozy y, aunque sólo sea por altura, da la talla. Franquito admira a Napoleoncito. No es casualidad que el francés fuera el pasado año el invitado estrella del campus de FAES o que el expresidente aludiera a su sólida y sincera amistad con el primer pequeño Nicolás de la historia para alabar esa refundación de su partido que le iba a situar de nuevo a las riendas de Francia y que, como se ha comprobado, no le ha permitido pasar de la grupa.
Se aventura, en consecuencia, que Aznar no piensa abandonarnos a nuestra suerte y que, de una u otra forma, resplandecerá su liderazgo para guiarnos en estos tiempos oscuros de relativismo, nihilismo, populismo y otras cosas que acaban en ismo. Se va para quedarse, sin renunciar de momento a su condición de asesor al por mayor de multinacionales y lobbies. Todo se andará. El amante despechado, como aquí se le definió en alguna ocasión, nos sigue queriendo. Hay amores que matan.
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