La inmigración tropieza con la ideología
Desde hace unos años, en algunos países de Europa, la peor política ha elegido potenciar el miedo a la inmigración, como forma de cosechar votos entre, sobre todo, las víctimas principales de las despiadadas políticas neoliberales. Ese discurso ha sido recientemente adoptado con virulencia por los dos principales partidos de la derecha en España, empeñados en denunciar poco menos que una invasión.
En la década de las burbujas, prácticamente todo el crecimiento demográfico se debió a las cuantiosas llegadas de inmigrantes.
Nada importa que los hechos no justifiquen ese miedo a los pobres de otros lugares, acusados de robar el trabajo y de aprovecharse de los servicios sociales y de salud, en detrimento de los autóctonos. Porque esta visión interesada no respeta la verdad, ni sobre la importancia real de la llegada de pateras, que transportan un número muy modesto de inmigrantes irregulares y de refugiados, ni sobre el muy positivo papel que la inmigración ha desempeñado en España y su ineludible necesidad en el futuro. Conviene, por tanto, contrarrestar esta peligrosa manipulación aportando hechos y datos, exponiendo simplemente el papel y la importancia reales de la inmigración en la situación actual y futura de la población y de la economía españolas, con la perspectiva que ofrecen las dos últimas décadas, una de fuerte crecimiento económico y la segunda dominada por la recesión.
Los inmigrantes vinieron sobre todo a trabajar y no a colapsar los servicios sociales y de salud y contribuyeron a retrasar el envejecimiento, tanto de la población total como de la población en edad de trabajar.
En la década de las burbujas, prácticamente todo el crecimiento demográfico se debió a las cuantiosas llegadas de inmigrantes. Entre 1998 y 2008, el número de extranjeros empadronados aumentó en 4.631.677 y el número de españoles nacidos en el extranjero (prácticamente todos inmigrantes nacionalizados) en 444.092, con lo que las entradas superaron los 5 millones. En este período de fuerte crecimiento del número de puestos de trabajo, el paro desciende y las tasas de empleo aumentan. Entonces los inmigrantes no quitaron el trabajo a nadie, al contrario, la proporción de ocupados aumentó entre los españoles de 16 o más años en los momentos de mayores llegadas (ver cuadro 1). Por otra parte, en 2008, entre los españoles nacidos en España había 29,4 personas de 65+ por 100 personas de 20-64 y en el resto (fundamentalmente inmigrantes) esta ratio era de 6,7 por cien. Posteriormente, en 2018, la ratio subió a 35,9% entre los españoles nacidos en España y a 11,1% en el resto de la población.
Los inmigrantes vinieron sobre todo a trabajar y no a colapsar los servicios sociales y de salud y contribuyeron a retrasar el envejecimiento, tanto de la población total como de la población en edad de trabajar (ver cuadro 2). Los datos anteriores explican sin duda por qué, desde que se inició la inmigración de trabajadores, en 1998, no se ha producido ningún rechazo notable hacia los nuevos llegados, incluso en el período de gran recesión, con elevadas tasas de paro. España, el país de la Unión Europea que más inmigrantes había recibido en la década 1998-2007, figuraba incluso entre los países con menor incidencia de racismo en un euro barómetro de 2015 dedicado a las discriminaciones. Conviene recordar ahora que, en ausencia de manipulación política, España ha sido capaz de integrar, sin ningún sobresalto, un número de inmigrantes incomparablemente mayor que las llegadas recientes.
Después de una década de flujos importantes, cuando llega la recesión, la inmigración neta se torna nula o incluso negativa en algunos años. La población en edad de trabajar desciende entonces, exclusivamente por la disminución de los españoles nacidos en España, que pasan de un máximo de 24,5 millones en 2008 a 23,4 millones en 2018) mientras el resto de la población (fundamentalmente inmigrantes) representa en torno a 5 millones entre 2008 y 2018 (gráfico 1) debido a una estructura por edades más joven que la de los españoles nacidos en España. La población total, que había aumentado desde 38,7 hasta 46,8 millones de 2002 a 2012, permanece posteriormente constante, entre 46,8 y 46,7 millones. Así, desde hace al menos veinte años, la dinámica demográfica depende casi exclusivamente de la inmigración y esta, a su vez, se ha ajustado a las necesidades del mercado de trabajo. El déficit acumulado de nacimientos, provocado por la baja fecundidad, ha sido compensado, en la población en edad de trabajar, por la inmigración, cuando la coyuntura económica lo ha exigido, y esos inmigrantes han permanecido en España, con algunos movimientos de salidas y entradas asociados a la situación económica, una permanencia esencial para nuestra demografía.
Los otros determinantes de la dinámica demográfica desempeñan un papel discreto. La influencia de la coyuntura económica sobre la fecundidad se ha limitado, en los años recientes, a movimientos de escasa amplitud, relacionados con el calendario de los nacimientos: se posponen cuando el empleo escasea y se recupera el retraso cuando éste mejora, sin influencia notable en la descendencia final. Desde 1998, la mayor y más precoz fecundidad de las inmigrantes tiene un efecto positivo. Pero no se trata de un efecto permanente: en ausencia de un flujo continuo de inmigrantes, los comportamientos tienden a igualarse y las mujeres que provienen de la inmigración acaban teniendo un número medio de hijos muy cercano al de las españolas de origen. Las razones profundas de la persistencia de bajos niveles de fecundidad, la situación de precariedad profesional y residencial de los jóvenes, así como las dificultades que afrontan las familias para conciliar el trabajo remunerado y el cuidado en el seno de la familia, no parece que vayan a cambiar, o al menos no suficientemente, en un futuro predecible. El nivel de fecundidad en los próximos años dependerá sobre todo de la importancia del flujo de inmigrantes y, en cualquier caso, los eventuales cambios en la fecundidad tardarán veinte años en incidir sobre la población en edad de trabajar.
En cuanto a la mortalidad, cuya disminución continua ha dominado la historia demográfica del siglo XX en España, llega ahora al final de una fase que ha permitido un gran aumento de nuestra capacidad productiva. Casi el 96% de las personas que nacen ahora vivirán al menos hasta el final de su vida activa, lo que significa que todo el potencial productivo y reproductivo de las generaciones más recientes se realizará efectivamente, un gran cambio histórico, cuyos beneficios ya se han producido casi en totalidad. También significa que la reducción de la mortalidad, de aquí en adelante, solo va a beneficiar a los que han superado la edad activa y reproductiva, lo que supone un aumento del número de mayores, que incidirá sobre nuestro sistema de bienestar (si la esperanza de vida crece efectivamente de acuerdo con las previsiones actuales).
En resumen, a corto y medio plazo (hasta 20 años), la fecundidad y la mortalidad seguirán teniendo una influencia escasa o nula sobre la evolución de la población y en particular de la que está en edad de trabajar, que mantendrá su tendencia descendente. Todo indica que, como ha ocurrido en el pasado, el mantenimiento y, a fortiori, el crecimiento de nuestra capacidad productiva futura va a depender de la llegada de inmigrantes. En ausencia de inmigración neta en el futuro, se produciría a la vez una disminución de la población de 20-64 años y, curiosamente, un aumento en ella de los que no son españoles nacidos en España, debido a su mayor juventud (gráfico 1).
Lo característico del caso de España es que la cruzada anti-inmigración la protagonizan dos partidos que representan todo el arco de la derecha política, mientras que en otros países de Europa ha sido iniciada por partidos marginales, aunque posteriormente se hayan afianzado e incluso llegado al gobierno.
Al menos en los próximos veinte años, la evolución demográfica estará basada en un modelo de baja fecundidad completada por inmigración. Esta combinación presenta innegables ventajas para las políticas neoliberales que ahora imperan porque permite adaptar con rapidez la oferta de trabajo a la demanda que emana de las empresas, una forma de flexibilidad laboral que se acompaña generalmente de salarios a la baja. Por eso puede resultar paradójico que sean los partidos que habitualmente defienden y aplican estas políticas, los que hoy en España promueven un discurso anti-inmigración que bordea el racismo y la xenofobia. Tal vez influya el hecho de que no existen actualmente tensiones en el mercado de trabajo y la llegada de inmigrantes no aparece como urgente desde ese punto de vista, aunque lo sea desde el punto de vista demográfico. Además del efecto de imitación de la extrema derecha en Europa y Estados Unidos, creo que estamos ante un ejemplo de tensión entre el corto plazo, horizonte habitual del capitalismo moderno, y el medio y largo plazo en los que se plantean los equilibrios sociales y los que afectan al medio ambiente. Pero incluso cuando los que llegan son bienvenidos, no se asumen con facilidad los costes que ocasiona su integración en la población, necesaria, entre otras razones, porque los inmigrantes juegan ahora un papel esencial en la reproducción demográfica.
En ausencia de políticas adecuadas y suficientes, lo que implica gasto público, son los propios inmigrantes los que terminan asumiendo este coste, algo que los planteamientos actuales de la derecha pueden agravar. La alternativa de aumento de la fecundidad, además de que solo tiene efectos a largo plazo, exigiría menos precariedad y más salario para los jóvenes y mayor presupuesto público para políticas de vivienda y de conciliación: lo contrario de lo que conllevan las políticas neoliberales actuales. Nos encontramos de esta manera ante una preferencia de facto por un modelo de baja fecundidad, que exige un flujo continuo de inmigrantes, y un rechazo ideológico de éstos que, al menos, tendrá consecuencias negativas sobre nuestra capacidad de acogida.
Lo característico del caso de España es que la cruzada anti-inmigración la protagonizan dos partidos que representan todo el arco de la derecha política, mientras que en otros países de Europa ha sido iniciada por partidos marginales, aunque posteriormente se hayan afianzado e incluso llegado al gobierno. No parece que los partidos que representan más directamente a las fuerzas que más se benefician de la inmigración puedan mantener por mucho tiempo esa actitud, sobre todo si la recuperación económica se afianza sin cambio de modelo productivo. Son, además, actitudes que perjudican, a medio y largo plazo, los intereses de los españoles. El oportunismo que ha llevado a plantear la batalla política en torno a la cuestión migratoria podría tener un efecto boomerang sobre estas formaciones.
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