Para ser militante hoy día hace falta fe, mucha fe. ¡Qué desvergüenza! Los tres partidos en los que está basada la hipotética formación de gobierno exigen a sus bases que se pronuncien y aprueben sus intenciones, que no sus proyectos. Un sí que otorgue a los líderes el derecho a hacer lo que les dé la gana en la certeza de que ni ellos mismos saben por dónde van a tirar. Un cheque en blanco para gastárselo con la conciencia tranquila ante el peso de unas mayorías a la búlgara, cercanas al cien por cien.
¿Y qué preguntan? Pues lo obvio, exactamente aquello que no cuenta para conformar un gobierno. “Lleguemos a la investidura de Sánchez y luego ya veremos”. Lo de Podemos alcanza la estafa en su papel de palanganeros. Aseguremos los cargos que luego ya adoptaremos un programa. En cinco años han pasado de oposición a la casta política a comportarse como lo más casposo de la clase política. Una inversión desde Gramsci a don Alejandro Lerroux. Les costará caro, porque la fe nunca es eterna. No hay dioses en los arroyos. Cuando los creyentes advierten el engaño suelen pronunciar la frase definitiva del desaliento: “Son como todos”. A partir de ahí sólo quedan los gestos: desmelenarse ante los agravios ajenos, llevar los recién nacidos en bandolera, disfrazarse de viejo combatiente, manifestarse contra la precariedad laboral y considerar el sangrante incremento del alquiler como otrora se hizo con el imposible de “proletarios de todos los países, uníos”. Futuribles cada vez más inalcanzables, sobre todo cuando se gobierna en coalición como socio malquerido.
Vivimos entre dos triangulaciones de imposible geometría. De un lado PSOE-Podemos y la indeseable colaboración de Esquerra Republicana, de la que se espera un guiño en el último minuto del partido. Habrá de ser, en pura lógica, a cambio de algo porque tienen poco que ganar y mucho que perder. En los análisis políticos estamos infectados de la querencia tertuliana; por mor de no perder al oyente gregario nos olvidamos de analizar al enemigo. ¿Qué gana y qué puede perder? Esquerra Republicana se juega mucho en su cancha sobresaturada de mediocres que necesitan día sí y día también alimentar sus superegos; la estrategia política está de más. Lo importante es no perder el control de la sociedad catalana que ahora detenta y que no tuvo nunca desde los estertores de la II República. Ellos no aspiran a ganar, pero sí a no perder, y la diferencia entre ambas posiciones exige un talento que quizá está por encima de un Rufián y del abad de Lledoners, Oriol Junqueras. Fue él quien forzó la rebelión ante un dubitativo Puigdemont. No se olviden, porque con esos bueyes hay que arar y Pedro Sánchez es de regadío.
Si Podemos no va más allá de ser el escribano cuya mayor preocupación hasta ahora es garantizar su patrimonio, tenemos que el estrambótico triángulo no tiene más que dos lados, uno que quiere gobernar en España y otro en Cataluña. Se detestan, pero se necesitan cual matrimonio de conveniencia. Vistas así las cosas ese enlace caduca al día siguiente de la investidura pero sus efectos pueden ser demoledores para ambos contrayentes, y si lo es para ellos qué no será para los millones de testigos de boda que asistiremos asqueados a la ceremonia. Eso es lo que hay, como suele decirse. La vía de una gran coalición no se contempla más que fuera de la querella de los partidos.
El PP se encuentra inmovilizado por su debilidad como partido parlamentario -ser el segundo tiene importancia, pero su diferencia con el PSOE le fuerza a la oposición sin posibilidades-. Si a esto sumamos un liderazgo frágil encarnado por un Casado que no acaba de encontrar su sitio estamos en condiciones de abordar la otra sinuosa triangulación. Ciudadanos está en dique seco no se sabe si para prepararse a una nueva ruta o sencillamente para el desguace, pero es un socio abnegado del PP, entre otras cosas porque no tiene más remedio. De tanto espacio como el que ambicionaba se ha quedado en el desierto de los tártaros; sólo se sabrá si existe cuando se presente de nuevo a unas elecciones.
Queda Vox, que no es ni aliado ni socio. A lo más que se parece es a un forúnculo que le ha salido a la democracia española en el culo. La política de los que se jactan de no hacer política es la más perversa de las opciones. Empezó siendo un grano sin importancia aparente para la derecha postfranquista, pero se fue cronificando y hoy hace de revulsivo de la izquierda y de colega gamberro de la derecha institucional. Es el lado sinuoso que conforma la oposición conservadora y que también lo convierte en un triángulo sin cierre posible. Casado los necesita para acercarse al poder, aunque de momento sólo sea autonómico y local, y al tiempo generan un rechazo inequívoco.
No son el fascismo porque eso murió derrotado hace muchos años, pero sí el neofascismo del siglo XXI que cabría mirar como un termómetro. Estoy seguro -es una intuición sin la ayuda de Tezanos- de que la mayoría de votantes de Vox no tienen ni idea de lo que representan los energúmenos como Ortega Smith, a quien basta con ver su rostro convulso de mamporrero, con ese sudor viscoso que le rodea la nariz y la boca, para entender que la profesión idónea a su físico no sería otra que sicario. No habla, regurgita. Vox es uno de los termómetros que suben y bajan a tenor del desapego político. De momento suben y mucho, lo que debería hacernos pensar cómo parar la calentura y que no acabe infectándonos.
El negacionismo de los crímenes del franquismo, la arrogancia desfachatada de sus posiciones sobre la violencia machista, todo, si se fijan, se refiere a lo general, nada concreto sobre la vida real. Son humo que puede ahogarte. Desde el momento en que ese pusilánime de alcalde de Madrid debe su cargo a Vox es posible retirar las lápidas a las víctimas de la represión franquista, entre otras genialidades compartidas con su colega y presidenta de la Comunidad; una vuelta de tuerca que provoca reavivar heridas sin cauterizar que la sociedad daba por zanjadas.
Las triangulaciones políticas desequilibradas tienen tan poca historia entre nosotros como los gobiernos de coalición. No son mochilas, son peajes que debemos pagar. ¿Cuál es nuestra realidad política? La plasmación del chascarrillo favorito de Ortega y Gasset: pelea de negros en un túnel.