G.Morán.Los hechos no cambian, las palabras sí. Hay situaciones que permanecen en el tiempo con una constancia berroqueña y que sin embargo sufren curiosas variaciones en su denominación; son lo mismo, pero se las designa de otra manera. Tomemos como ejemplo la carta de los 200 empleados de la cultura, en su mayoría funcionarios del Estado en sus diversas variantes, que trata sobre Cataluña y tendremos un ejemplo. Si cuestionáramos la mayor, nos preguntaríamos qué significa en nuestra época una carta de intelectuales asentados sobre temas de controversia política. ¿Qué forman? ¿Una tribu, un colectivo de afectados, una selección de mentes que ven lo que los demás no aciertan a desentrañar, un conjunto de compañeros de viaje del partido gobernante que quieren darle soporte sin arrostrar la imagen de miembros del rebaño militante? ¿O afán de notoriedad apuntándose al cortejo de las vacas sagradas?
¿Quién sería capaz de rechazar una propuesta avalada por el nombre de Noam Chomsky? Eso es un hecho tan incontestable como el de pensar que el anciano filólogo no tiene ni zorra idea de qué va su firma y a uno le queda por imaginar si no existe una oficina de patentes epistolares denominada Chomsky S.A. Confieso que pesan mucho en mi conciencia aquellas boberías de Sartre que fueron la marca de la casa tras la desestalinización de 1956, cuando criticó a Kruschev por haber contado la verdad, una parte al menos, de la criminalidad de Stalin. A la clase obrera había que engañarla para evitar que se decepcionara.
Lo que vino luego fue patético con aquel Foucault ensalzando al Ayatollah Jomeini, el mismo que de haberse enterado a tiempo le hubiera ahorcado por maricón, a secas y en olor de multitudes liberadas. En los llamados documentos de los intelectuales posmodernos hay tanto de postureo que uno lamenta que no los emitan por Instagram y con una sonrisa de los firmantes. De ser así habría peleas por figurar en el estrellato.
Las cartas de protesta de la inteligencia sólo tienen sentido cuando llenan el vacío de los lugares comunes y lo políticamente correcto. Lo demás no son más que formas de frivolidad de jugadores de ventaja. Son misivas a costes pagados. La última de los 200 sobre Cataluña, fuera de la concentración tribal y la inclinación al chalaneo, tiene dos puntos que merecen comentarios. El primero es la desaparición del sustantivo procés, cargado de intenciones, por el ambiguo sintagma nominal de conflicto.La patraña de un solo pueblo tiene similitudes con aquella invención de Franco cuando al negar el conflicto civil afirmaba que los españoles -los nacionales- se enfrentaban a los no españoles, es decir, los rojos"
Con este giro lingüístico nadie podrá objetar que se trata de designar una realidad que va más allá de lo político, que se hace social. A partir de ahora todo ansioso de que el procés secesionista avance se conformará con señalar la evidencia del conflicto de tal modo que el cambio de las palabras aquiete el encono de los adversarios, al tiempo que mantiene la intención de los partidarios de la secesión. Fijémonos en el detalle: son sustantivos sin complemento. El procés no lo necesita porque va implícito, pero desde que pasa a denominarse conflicto exige una precisión que se omite. ¿Conflicto con quién, o entre quiénes?
Todo está dibujado para no admitir la evidencia de que en Cataluña vivimos en una sociedad dividida, o lo que es lo mismo, un conflicto entre catalanes, y que la patraña de un solo pueblo tiene similitudes con aquella invención de Franco cuando al negar el conflicto civil afirmaba que los españoles -los nacionales- se enfrentaban a los no españoles, es decir, los rojos. Y así fue hasta 1975 en que murió. Luego siguió la invención de otra nueva dualidad muy semejante a aquella, la de los nacionalistas frente a los españolistas. O eres catalanista o abertzale o estás entre los españolistas. Una dicotomía heredera del nacional-catolicismo y la escolástica. Usted siempre tiene una religión, incluso si es ateo. “Tú eres de religión atea”, me decía una arrogante acémila con hábitos de dominico que luego colgaría para casarse y alzarse como alto cargo en el PSOE. ¿Será hoy de “religión atea” o funcionario sin creencias?
La otra referencia llamativa del documento de los 200 intelectuales sobre Cataluña es de fuste y nadie osa cuestionarla. Rechazar la violencia “venga de donde venga” es una especie de apostilla que figura en todos los grupos políticos como si se tratara de una letanía. Ya la usaba el viejo régimen con desparpajo, y la verdad es que quitadas las hojas retóricas al repollo no sé qué quiere decir por más que me resulte sospechosa por recurrente. Nadie la cuestiona. Quizá se trate solamente de una apelación a lo políticamente correcto, pero me atrevo a disentir de la fórmula por sospechosa de blanqueamiento.
Es raro que haya partidarios de la violencia en sentido estricto; sin embargo, conviene apelar a que todo grupo, por terrorista y desalmado que sea, siempre proclama que su ánimo es pacífico y que sólo responde a la violencia del adversario. Antaño, cuando había que cuidarse muy mucho de esa paparrucha paliativa de “la violencia venga de donde venga”, se tenía una idea más exacta y descarnada sobre la fuerza y su relación con el poder despiadado.
Yo vivo en una sociedad, que es la Cataluña de la segunda década del siglo XXI, donde no hay nadie que no mantenga con descaro que está contra la violencia “venga de donde venga” mientras contempla cómo agreden a una parte de la ciudadanía por el simple hecho de defender o sólo de atenerse a la legalidad democrática. Afirmar lo de “venga de donde venga” es un subterfugio que les cubre de la evidencia y permite torticeras interpretaciones. ¿Cómo detienes a un delincuente? ¿Con besos y gritos de entusiasmo? Los ricos también lloran, pero no se engañe: no lo hacen por usted. ¿Usted está contra las violencias independentistas o no? ¿Usted aprueba que le jodan la vida cotidiana o no? Sus derechos limitan con la libertad de los ciudadanos y no donde le peten.
Volvemos a tener que defender lo obvio. En Cataluña no existen dos violencias; de momento hay una sola y están creando el peligro letal de que exista otra y que entonces se haga evidente lo de rechazar ambas en nuestra condición de víctimas. Hay que recordar que ETA se consideraba a sí misma una organización armada para defender al pueblo frente a la violencia del Estado, y como no existe nada que se deteriore tan rápidamente como la violencia jaleada, acabó convirtiéndose en una banda mafiosa.Debemos revisar los tópicos porque encierran los intereses del poder. Hay manifiestos que retratan a sus autores, no la realidad.
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