Es una expresión que todos aprendimos en el circo, cuando los circos formaban parte de nuestra infancia. Ahora que prácticamente los circos han desaparecido cabe utilizarla para otras actividades, por ejemplo, la política. Lo estamos viviendo desde hace meses, pero en los últimos días alcanza la categoría de espectáculo circense de alto riesgo, algo así como el de los trapecistas, no se sabe si con red o sin red -este último prohibido por la normativa, pero dado que son los propios artistas, así se les llamaba, los que imponen las reglas del espectáculo, esto les consiente hacer lo que les dé la gana, para pasmo de los espectadores-.
Gracias a ese arte que nos concedieron los dioses y que nos diferencia de otras especies animales, que no es otro que el de mentir, podemos convertir las derrotas en victorias, las tropelías en batallas épicas y la angustia del funambulista ante el riesgo de deslomarse en imaginativo creador de alternativas. Sin metáforas ni embelecos: vivimos en una situación política fuera de control y el circo no da para trapecistas sino para payasos. No hay un Gobierno, pero sí un presidente; una singular anomalía porque sus funciones se limitarían a tratar de tener una mayoría que le permitiera dejar las funciones y empezar a gobernar.
Una vez conocidos los catastróficos resultados electorales del pasado domingo, Pedro Sánchez proclamó a los íntimos: “Ahora estamos en mejores condiciones para formar gobierno”. Tratándose de hombre no demasiado pródigo en luces, y por tanto exento de sentido del humor, cabría pensar que era un chiste pero aseguran que no, que iba en serio quizás para justificar la temeridad de convocar elecciones a partir de las recomendaciones de dos estadistas de notoriedad en su campo: Iván Redondo y el especialista en traiciones José Félix Tezanos, un veterano que se inició en esos quehaceres allá por los 70, en la actualidad sociólogo de Palacio.
¿Cómo abordar el fracaso? Negándolo, como hacen los niños. Si además se tiene la convicción de que la ciudadanía adicta es idiota, de lo que hay pruebas sobradas, estamos en la buena vía para que Ábalos, el falaz, y Carmen Calvo, la desvergonzada, legitimen las nuevas verdades oficiales: el PSOE no convocó las elecciones, fue culpa del bloqueo, ese ente maléfico que se creó el Sánchez en funciones cuando atisbó la tierra prometida de un arrollador ascenso electoral, garantizado por el sin crédito Tezanos y el sin principios Redondo. No las convocamos, pero tampoco las perdimos; fue un reajuste tendencial ¡ahí queda eso! El ascenso de Vox representa un peligro para el PP. Podríamos seguir desgranando las nuevas verdades para uso de tertulianos de la casa. Nada se resiste a la trituradora mediática. El fracaso electoral socialista se ha convertido en un bálsamo: salieron a ganar y perdieron el partido, pero aún son los primeros, no hay duda, y eso le permite al Sánchez en funciones asumir el marrón que él mismo ha creado.
¿Y dónde está el marrón? El principal consiste en el descrédito del sistema. Los agujeros que dejó la clase política y los partidos gobernantes se han ido haciendo boquetes. Tiene su gracia el que los universitarios que pasaron de PNN (Profesores No Numerarios) a funcionarios del Estado gracias a un trágala basado en el consenso del que fueron grandes beneficiados, ahora lo denosten. La Transición tuvo un precio y ya escribimos algunos lo suficiente sobre el asunto. Lo que sucede ahora es un producto más reciente; no es responsabilidad de sus padres sino de los hijos asentados. A cada uno su culpa ¿o acaso creen que el adocenamiento del pensamiento de esa neoizquierda inclinada hacia los problemas identitarios no es una prueba de la hegemonía conservadora? Hacer de Torra y Puigdemont dirigentes populares y demócratas es otro sucedáneo del pensamiento único. En Cataluña, sin ir más lejos, lo políticamente correcto esconde una querencia tan reaccionaria como la del Partido Popular de Casado. Pero ocurre como en el fútbol: los hooligans de mi equipo nos son más familiares que los del equipo adversario.
Lo más inquietante de las elecciones pasadas no es ni la profecía autocumplida de Albert Rivera, ni siquiera el abrumador ascenso de la extrema derecha que tiene tantas charcas donde abrevar, empezando por la inseguridad ciudadana. Está en los clásicos del siglo XX: donde hay vacío se cubre de basura en forma de racismo o xenofobia, masas convictas y grandes palabras. Luego está el miedo, un cemento pringoso. Si alguien lo duda que venga a Barcelona. Nada más llamativo que la impunidad de un joven ignorante llamando fascista a quien le peta, entre otras cosas porque no sabe lo que significa y no tiene a nadie que se lo explique, como no sea el abuelo, que se cuidará muy mucho de que le pregunten sobre sus años durante el fascismo de verdad.
En las identidades como señuelo está el rasgo más llamativo de nuestra vida política. Conmueve que los ciudadanos de Teruel hayan creado un partido en la defensa de su supervivencia, cual tribu en peligro de extinción. Teruel Existe, con su diputado y sus dos senadores, debería estudiarse por esos politólogos de pantalla para desentrañar un deterioro secular que amenaza desde los supuestamente brillantes años 80 la sociedad española. Ya nadie recuerda al ministro socialista Solchaga cuando decretó el fin de los trenes locales, lo que dejó a la España periférica obligada a comprar un coche, gastar gasolina o emigrar a las capitales.
¿O sea que para que el poder del Estado y la actividad del Gobierno se acuerde de ti es necesario crear un partido? Ya ocurrió en Cantabria. Con toda seguridad gran parte del rechazo a la clase política venga de ahí. Si no tienes partido, no eres nada, y como los grandes no te representan más te vale que hagas uno a la medida de tus posibilidades.
Una carencia, un partido. Una perspectiva que nos enfrenta a la singularidad de nuestro actual reto intelectual y político. Las políticas identitarias en un siglo de altas tecnologías tienden a marcar las diferencias frente a los que nos rodean y sobre todo romper con la defensa de las clases más deterioradas. Ahí está el peligro de Vox. Nada que ver con Teruel Existe, que es como una excrecencia del siglo XIX en pleno XXI.
Ese es el poso que no hay estómago que trague. Formar un Gobierno a golpe de calculadora porque a la gente le ha dado un vahído y los dirigentes montaron una tangana. El más difícil todavía.
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