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Grecia está jugando para perder
LONDRES – El futuro de Europa depende ahora de algo aparentemente imposible: Grecia y Alemania deben lograr un acuerdo. Lo que hace parecer imposible semejante acuerdo no es la oposición por principio de los dos –Grecia ha pedido una reducción de la deuda, mientras que Alemania ha insistido en que no se puede condonar ni un euro de la deuda–, sino algo más esencial: aunque Grecia es, evidentemente, la parte más débil en este conflicto, tiene mucho más que perder.
La teoría de los juegos indica que algunos de los conflictos más imprevisibles se dan entre un combatiente débil, pero decidido, y un oponente fuerte con mucho menos compromiso. En esas situaciones, el resultado más estable suele ser un empate en el que las dos partes quedan en alguna medida satisfechas.
En la confrontación greco-alemana, es fácil –al menos en teoría– concebir semejante partida de suma cero. Lo único que hemos de hacer es pasar por alto la retórica política y centrarnos en los resultados económicos que los protagonistas deseen de verdad.
Alemania está decidida a resistirse a cualquier condonación de la deuda. Para los votantes alemanes, ese objetivo es mucho más importante que los detalles de las reformas estructurales griegas. Por su parte, Grecia está decidida a obtener el alivio de la austeridad punitiva y contraproducente que la “troika” (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) le ha impuesto, por insistencia de Alemania. Para los votantes griegos, ese objetivo es mucho más importante que los cálculos detallados sobre el valor neto actual de la deuda nacional en 30 años.
Un pacto ha de ser negociable, si las dos partes se centran en sus prioridades máximas y al tiempo llegan a una avenencia sobre los objetivos secundarios. Lamentablemente, la falibilidad humana parece estar impidiendo semejante solución racional.
Yanos Varoufakis, el nuevo ministro de Hacienda de Grecia, es un profesor de Economía Matemática especializado en la teoría de juegos, pero su táctica negociadora –oscilaciones imprevisibles entre la agresividad y la debilidad– es lo opuesto de lo que la teoría de juegos dictaría. La idea de estrategia de Varoufakis es la de apuntar una pistola a su propia cabeza y después pedir un rescate por no apretar el gatillo.
Las autoridades alemanas y de la Unión Europea están retándolo a que cumpla sus amenazas. A consecuencia de ello, las dos partes han quedado empantanadas en un punto muerto pasivo-agresivo que ha vuelto imposible una negociación seria.
No había nada inevitable en ese resultado. El mes pasado, sin ir más lejos el Presidente del BCE, Mario Draghi, ofreció un ejemplo de manual sobre cómo podrían –y deberían– haber avanzado esas negociaciones, cuando él sorteó la oposición alemana al estimulo monetario que Europa necesitaba claramente.
Antes del anuncio por parte del BCE el 22 de enero de que lanzaría la relajación cuantitativa (RC), Draghi pasó meses en un debate público intenso con los alemanes sobre cuál punto de principio elegirían como “línea roja”, el punto más allá del cual ningún acuerdo sería posible. La línea roja de Alemania era la mutualización de la deuda: si un país –cualquiera que sea– de la zona del euro suspende pagos, no se deben compartir las pérdidas.
Draghi permitió a Alemania vencer a ese respecto, que consideraba económicamente irrelevante, pero lo decisivo fue que procuró no echarse atrás hasta el último momento posible. Al centrar el debate sobre la RC en la distribución de riesgos, Draghi consiguió distraer a Alemania de una cuestión infinitamente más importante: el enorme tamaño del programa de RC, que impugnaba completamente el tabú contra la financiación monetaria de las deudas gubernamentales. Al ceder en el momento oportuno sobre una cuestión sin importancia, Draghi logró un avance enorme que de verdad importaba al BCE.
Si Varoufakis hubiera adoptado una estrategia equivalente para Grecia, se habría atenido tenazmente a su petición sobre la cancelación de la deuda hasta el último momento y después se habría echado atrás respecto de ese “principio” a cambio de mayores concesiones sobre la austeridad y las reformas estructurales o podría haber adoptado una estrategia menos agresiva: aceptar desde el comienzo el principio alemán de que las deudas son sacrosantas y después mostrar que se podía relajar la austeridad sin reducir nada del valor nominal de la deuda griega, pero, en lugar de aplicar coherentemente esa estrategia, Varoufakis osciló entre el desafío y la cancelación, con lo que perdió credibilidad por los dos lados.
Grecia comenzó la negociación insistiendo en la reducción de la deuda como su línea roja, pero, en lugar de atenerse a su posición y convertir un debate sobre el perdón de la deuda en una táctica para distraer la atención, Grecia abandonó su exigencia al cabo de unos días. Después vino la absurda provocación de negarse a hablar con la troika, pese a que las tres instituciones están mejor dispuestas para con las exigencias griegas que el Gobierno de Alemania.
Al final, Varoufakis rechazó prórroga alguna del programa de la troika, lo que creó un nuevo plazo innecesario del 28 de febrero para la retirada de la financiación del BCE y el consiguiente desplome del sistema bancario griego.
Los nuevos dirigentes idealistas de Grecia parecen creer que pueden vencer a la oposición burocrática sin las avenencias y las observaciones habituales y blandiendo simplemente su mandato democrático, pero la primacía de la burocracia sobre la democracia es un principio fundamental sobre el que las instituciones de la UE nunca transigirán.
El resultado es el de que Grecia vuelve a estar donde comenzó en la partida de póquer con Alemania y Europa. El nuevo Gobierno ha mostrado sus mejores cartas demasiado pronto y no le queda credibilidad para intentar tirarse un farol.
Entonces, ¿qué ocurrirá a continuación? El resultado más probable es el de que Syriza no tardará en reconocer su derrota, como cualquier otro Gobierno de la zona del euro supuestamente elegido con un mandato para la reforma y volver a un programa del estilo de la troika, suavizado sólo en el sentido de eliminar el nombre de “troika”. Otra posibilidad –mientras los bancos griegos estén aún funcionando– podría ser la de que el Gobierno aplicara unilateralmente algunos de sus planes radicales sobre salarios y gasto público, desafiando las protestas de Bruselas, Fránkfurt y Berlín.
Si Grecia prueba a lanzar ese desafío unilateral, el BCE votará casi con toda seguridad a favor de detener su financiación de emergencia al sistema bancario griego después de que el programa de la troika expire el 28 de febrero. Al acercarse ese plazo autoinfligido, el Gobierno de Grecia probablemente se eche atrás, del mismo modo exactamente que Irlanda y Chipre capitularon cuando afrontaron amenazas similares.
Esa capitulación de última hora podría significar la dimisión del nuevo Gobierno de Grecia y su substitución por tecnócratas aprobados por la UE, como en el golpe constitucional contra Silvio Berlusconi de Italia en 2012. En un caso menos extremo, se podría substituir a Varoufakis como ministro de Hacienda, mientras que el resto del Gobierno sobreviviera. La otra única posibilidad, si los bancos griegos empiezan a desplomarse y cuando así sea, sería la salida del euro.
Sea cual fuere la forma que adopte la rendición, Grecia no será la única perdedora. Los partidarios de la democracia y la expansión económica han desaprovechado su mejor posibilidad de desplegar una estrategia mejor que la de Alemania y poner fin a la austeridad autodestructiva que este último país está imponiendo a Europa.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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