Algo parecido se habrán preguntado -no respecto al Perú, sino a la España de hoy- los 47 firmantes del manifiesto que se presentó el jueves, reclamando algo tan elemental como que de unas elecciones debe salir un Gobierno. Muchos de ellos pertenecen desde siempre a esa especie que convencionalmente podemos llamar izquierda reformista.
Para entendernos: considero izquierda reformista a la que no cree en procesos revolucionarios ni en movimientos populistas porque unos y otros, empiecen como empiecen, terminan invariablemente mal.
Es izquierda reformista la que confía en la capacidad transformadora del poder público dentro de la democracia representativa. La que ha demostrado en la práctica que se puede poner la economía de mercado al servicio de la sociedad. La que sostiene que la ley y el orden democrático nos amparan a todos, pero sobre todo a los más débiles. La que defiende con la misma fuerza la libertad y la igualdad, porque sabe que ambas son siamesas y se fortalecen o se debilitan juntas. La que no subordina los derechos de los individuos a los de los entes grupales, llámense estos la gente, el pueblo, la patria o como sea, porque solo la libertad de cada uno garantiza la de todos.
Algo ha debido hacer muy mal esta izquierda para verse una y otra vez en la melancólica situación de tener que avalar lo malo para evitar lo peor
El progresismo reformista padece un superyó represor que lo obliga a ser irremediablemente racional. La razón política, ese pegajoso compañero de viaje que te prohíbe cerrar los ojos ante la realidad. Por eso cuando la realidad se torna hostil, esta especie de la que les hablo -en la que me reconozco- se ve atrapada en paradojas duras de conllevar.
Cualquiera de los firmantes de ese texto -como se ve, abunda más entre ellos la gente de cierta edad- se habrá preguntado si en la actual situación política, tras las elecciones del 26 de junio, sería bueno o malo para España que se resolviera rápidamente la investidura de Mariano Rajoy. Y la respuesta objetiva, impepinable, sincera e incómoda para un progresista, es que ante una encrucijada que solo ofrece dos caminos, que son un Gobierno de centro derecha o terceras elecciones, lo primero es menos malo que lo segundo.
Pero el verdadero drama no acaba aquí. Estos mismos progresistas habrán vivido con lógico alivio el fracaso del golpe de Estado de los militares turcos contra un Gobierno legítimo, pese a ser conscientes de que ello fortalece el poder de un autócrata islamista como Erdogan y facilita su designio de liquidar él mismo la democracia en aquel país.
También habrán sufrido el impacto tremendo de ver cómo el Brexit arruina el proyecto europeísta al que algunos de ellos se han dedicado con pasión. Pero pensarán que es preferible que ese desastre lo gestione Theresa May a que lo hiciera cualquiera de los botarates que impulsaron la campaña del NO y luego huyeron, asustados de su triunfo. Como por desgracia no cabe esperar nada parecido a una alternativa con el tal Corbyn al frente del Labour, habrá que conformarse con la señora May -que no deja de ser una ultraconservadora con inclinaciones xenófobas-.
Apoyarán sin duda la elección de Hillary Clinton, pese a su condición de 'establishment' puro y duro, frente al espanto que supondría Donald Trump en la Casa Blanca. Igual que hace unos meses celebrarían, muy justificadamente, que un plutócrata de derechas como Mauricio Macri lograra desalojar del poder en Argentina al putrefacto régimen kirchnerista que estaba destrozando al país.
Algo ha debido hacer muy mal esta izquierda para verse una y otra vez en la melancólica situación de tener que avalar lo malo para evitar lo peor. Algo ha debido entender muy mal en el cambio de milenio para quedarse, como se ha quedado, sin un discurso creíble y sin soluciones operativas para casi nada de lo que más importa.
A la izquierda siempre se la acusó de utópica. Ahora, lo que aparentemente le queda es desbocarse en una ciega fuga hacia adelante, resignarse a un lento declinar aferrada a modelos obsoletos o adaptarse a la deprimente cultura del mal menor.
Cuando más se necesita su presencia, la izquierda reformista no acierta a comparecer con una respuesta política que esté a la altura de las circunstancias
Ante esta reflexión pesimista, uno de los firmantes del documento me decía hace unos días: “Es que la nuestra fue una utopía realizable”. Es verdad: la utopía realizable que permitió construir en el norte de Europa el modelo de sociedad más civilizado que ha conocido la humanidad, encajando en una sola pieza el progreso económico, la libertad política y la justicia social. La utopía realizable que permitió a España superar en apenas 15 años un atraso histórico acumulado durante un siglo.
Pero aquello pasó o se dejó pasar, o entre todos la mataron o ella sola se murió; lo cierto es que cuando más se necesita su presencia, ante la amenaza resurgente de todos los populismos, nacionalismos, fundamentalismos y terrorismos, la izquierda reformista se siente desbordada y no acierta a comparecer con una respuesta política que esté a la altura de las circunstancias.
Por eso ha sido útil, aquí y ahora, ese documento de los 47, aunque no cambie ninguna decisión. Quienes lo firman no tienen nada que demostrar a estas alturas, ni aspiran a nada especial. Pero quizá pequeños hechos como que ese papel haya visto la luz nos autorizan a esperar racionalmente que algún día decaerá el reinado del cinismo y la nadería y renacerán las utopías realizables.
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