Fascismo gif. Cómo la ultraderecha se apropió de la cultura de internet
“No es de recibo que un medio serio tenga secciones dedicadas a comentar las algaradas en las redes que a su vez comentan la propia actualidad mediática. Una espiral donde las ideas reaccionarias, especialmente audaces en su espíritu troll, hacen su agosto comunicativo.”
Todo está mal y no entiendo nada. Eso le solté el otro día a un amigo como resumen humorístico trágico de mi ánimo. Él reía viendo mi desesperación, entre otras cosas porque me entendía perfectamente: pertenecemos a la misma generación, tenemos oficios parecidos, vivimos en precario desde hace demasiado y compartimos referentes culturales y políticos. La situación es anecdótica pero expresa bien por qué dos personas conectan sin necesidad de recurrir a demasiadas explicaciones. Ese todo está mal y no entiendo nada, a pesar de ser una frase que aporta muy poca información por lo ámplio de su objetivo y lo exagerado de su semántica, hablaba de lo que nos disgusta y aterra y que no entraré a nombrarles por no acabar mañana y porque deduzco compartimos nudo diario en el estómago. Para acabar mi actuación airada le dije que odiaba los gifs y los memes, especialmente ese donde un gato con cuerpo de tostada vuela por un espacio indefinido dejando como rastro un arcoiris. Qué sentido tiene, a qué refiere, con qué conecta, qué quiere exactamente decir. Todo, además, me pone muy nervioso.
Bien, y si entre ese gato y la aceptación de la extrema derecha entre los jóvenes hubiera alguna relación. O más concretamente, y si la cultura de internet tuviera algo que ver con el auge de los ultras. La pregunta, así planteada, suena a aquellos informes del senado de los Estados Unidos que, en los años 50, culpaban de la violencia juvenil a los cómics y de los embarazos adolescentes al rocanrol, es decir, a excusa de clase dirigente senecta que busca un chivo expiatorio para liberarse de sus responsabilidades. Cambiemos su forma: ¿ha sabido aprovechar la extrema derecha la cultura de internet en su beneficio? Sin duda, ha sabido más que desarrollar una estrategia política maestra, entender que determinados cambios, casi casualidades, les eran favorables. Dejen volar al gato, que supongo despierta su simpatía, pero quédense con los motivos por los que me ponía nervioso: su significado ambiguo, su falta obvia de referentes.
Rara es la semana, casi el día, en la que no nos topemos en las redes sociales, en algún servicio de vídeos o foro masificado con una defensa de contenidos abiertamente reaccionarios cuando no directamente ultraderechistas. Lo escabroso llega cuando quien hace estas manifestaciones no es un individuo metido en alguna secta nazi, con toda su parafernalia de runas, cruces gamadas y germanofilia años 30, sino gente común, por lo general jóvenes saliendo de la adolescencia, no especialmente interesados en política y con aficiones de lo más variado y convencional. Si ya el individuo en cuestión tiene cierta relevancia pública, como puede ser el caso de humoristas, youtubers o algún tipo de creadores de contenido la polémica estará servida, con miles de detractores criticándole pero también con otros tantos defendiéndole, en algaradas que suelen acabar recogidas en algún medio con necesidad de visitas, imaginación escasa y una plantilla reducida a la nada.
Parece como si toda una generación hubiera pasado de recitar listas de Pokemon a manejar con soltura el ideario ultra sin solución de continuidad, y eso aterra. Toda esta ola de pensamiento reaccionario en línea no se corresponde a una ideología ordenada, recogida en algunos textos teóricos, con algún tipo de sistema filosófico que la sustente o un partido concreto que la lleve al terreno de lo práctico. Es más bien un vertedero lleno de recortes del s.XX, un cajón de sastre del que se extrae lo más conveniente para paliar los terrores nocturnos del presente y los enormes vacíos que la desaparición de las identidades fuertes llenaban. Con la vaporización en el terreno de lo simbólico de la pertenencia de clase, no de las clases, hoy creemos poder ser cualquier cosa sin posibilidad real de serlo, una escisión dolorosa y frustrante.
¿Qué encontramos en el desguace? Por un lado estaría el gran grupo de los conspirativos, los falseadores y los promotores del pensamiento irracional, algo así como si El pistolero solitario, aquel trío enamorado de Dana Scully, hubiera tomado esteroides al encontrase con Youtube. Si en 2017 muchos jóvenes se interesan por Slenderman, el hombre del saco contemporáneo, los supuestos montajes de la NASA en la llegada a la Luna o las renacidas teorías sobre que el planeta Tierra es plano, podemos hablar de cosas de la edad, o siendo más críticos de toda una generación que a pesar de la hiperconexión o precisamente por ella es incapaz de distinguir lo cierto de lo obviamente falso. Si desconocen cómo buscar una fuente fiable de información, por qué iban a diferenciar entre un documental casero hecho por un neonazi de Texas negando el holocausto y uno realizado por el museo de Auschwitz.
Otro de los grandes agregadores para hombres jóvenes y postadolescentes es el machismo. Desde el presentado como inocuo a través de los vídeos humorísticos hasta los métodos de expertos en seducción, desde las cuentas de tuiteros que dicen defender los derechos de los hombres hasta las que se dedican al acoso y la amenaza constante a feministas, su motivo viene a ser el destapar una supuesta conspiración -de nuevo- para silenciar a los hombres, reducirlos a la nada y robarles su forma de ser, todo esto en la senda de la tradición negacionista obviando las decenas de asesinadas por sus parejas cada año. El caso del Gamergate es significativo, donde tras una supuesta revelación de mala praxis en la prensa dedicada al videojuego no se encuentra más que el ataque a las mujeres relacionadas con el sector y donde caras visibles de la ultraderecha tuvieron un papel destacado. En el odio hacia lo LGTB las cosas funcionan de forma muy parecida, salvo que aquí, además, se juega ya con un odio abierto a lo considerado como anormal.
El último gran grupo sería el de los tradicionalistas digitales, una suerte de defensores de un nacionalismo excluyente basado en lo mítico que cargan de razones infra históricas las pulsiones de racistas y xenófobos. El islamismo es la estrella de este epígrafe, por la obvia preocupación que producen los atentados yihadistas en suelo europeo, pero también porque entronca con un espacio que usa la tradición del medievalismo de postal y la vexilología apolillada, de apariencia épica, para esconder con poco disimulo a la ultraderecha. Como si el Señor de los anillos se hubiera vuelto facha. De nuevo la conspiración, esta vez la de la invasión silenciosa de Europa a través de la inmigración, ayudada por la quinta columna del buenismo izquierdista, sirve a estos ultras para destacarse como los únicos que ponen orden frente a la barbarie. Da igual que ninguno sepa explicar por qué el capitalismo occidental y wahabita se complementan perfectamente, y cómo el problema de la radicalización de los musulmanes europeos tiene que ver más con esto que con una invasión inexistente, el caso es que les funciona a la perfección.
Que la misoginia, el racismo o las conspiraciones son un fenómeno previo a internet y con causas ajenas al mismo no significa que sus mensajes destructores no hayan encontrado un gran aliado en la cultura de internet. Mientras que la izquierda parece necesitar de análisis, contexto y una cierta estructura de pensamiento previa para la construcción de discurso a la ultraderecha le vienen bien lo fraccionado, la ambigüedad de significantes y la velocidad de información que apenas deja tiempo para detenerse en nada. La razón es sencilla, mientras que la izquierda juega siempre de inicio fuera del sentido común dominante a los ultras tan sólo les hace falta exagerarlo. Así es mucho más sencillo que llegue a tu grupo de Whatsapp familiar un meme con una imagen falsa sobre una niña católica molida a palos por unos moros en Albacete -la niña había sufrido un accidente de bicicleta y era nórdica- que explicar en ese mismo grupo el papel de la OTAN en la desestabilización de los países de Oriente Medio.
Por otro lado, los propios códigos estéticos de la cultura de internet hacen sencilla la participación de cualquiera. No es tan sólo la distribución de contenidos, sino que la baja calidad de los mismos provoca que sea mucho más sencillo construir un gif antisemita o machista que escribir un ensayo o rodar una película de contenido reaccionario. La vulgarización internetera, celebrada a menudo como el fin del elitismo de los profesionales de la cultura, ha abierto las puertas a la difusión del odio entre los jóvenes, sobre todo cuando estos abjuran cada vez más de libros, discos y películas en favor de los contenidos de digestión rápida de la red. Además, el sistema de estatus, fácilmente medible en las redes, dota de una legitimidad nueva a los mensajes, no por la trayectoria y fiabilidad intelectual de quien los emite, sino por su número de seguidores. Trágico final para los tecno-utopistas, que esperaban una revolución pacífica y liberal del conocimiento y se han encontrado con la Rana Pepe enseñando a odiar de forma simpática.
Todo este exitoso desguace reaccionario se presenta, además, como una simple diversión transgresora cuando en realidad favorece el proselitismo de lo sistémico. Según un aforismo popularizado en la red, la Ley de Poe, es imposible distinguir en internet un mensaje extremista de su parodia a no ser que vaya acompañado de un emoticono. Esta situación, que refleja un problema de comunicación, es también por donde se cuelan los monstruos. El permanente juego de ironías permite coquetear con ideas reaccionarias sin miedo a mancharse, cuando la realidad es que se está contribuyendo a su normalización y su difusión. Se ha establecido un triste consenso de que todo consiste en una secuencia de expresiones ofensivas que hieren sensibilidades exageradas ancladas en la tiranía de la corrección política. Si bien es cierto, como hemos insistido por aquí, que parte del activismo ha contribuido a esta confusión al verse incapaz de influir en los conflictos y dedicarse a paliar los resultados de los mismos a través del lenguaje, la tiranía de lo políticamente correcto es un mito, ya que nunca ha habido tanta libertad para expresar ideas reaccionarias ni tanto aplauso confundiendo la libertad de expresión con la libertad de agresión.
En este sentido, los defensores del invento de la postcensura no hacen sino dar una nueva vuelta de tuerca a la conveniente mentira. Lo que no es más que una pataleta de columnistas cabreados por perder su sitio prominente en el debate social, es decir, la teorización del desagrado que les produce que la gente les conteste a través de las redes a uno de sus múltiples patinazos reaccionarios, se ha convertido en un nuevo asidero para hacer pasar ideas perfectamente consensuadas en gritos de rebeldía amordazados. Además, de paso, introducen la idea de que no es el estado, sirviendo a las élites, el que censura, sino la propia gente convertida en una turba linchadora. Que se lo pregunten a los músicos y a los tuiteros condenados a multas y cárcel por expresar, esta vez sí, ideas contrarias el estado de las cosas, a ver qué opinan.
La postcensura sigue el camino de la postverdad, que es la versión creada no por los columnistas, sino por los directores y propietarios de los periódicos, para eximirse de responsabilidades en el ascenso de la ultraderecha. En primer lugar porque el adelgazamiento de las plantillas y su precarización ha provocado un descenso en la calidad de las noticias, cuando no una dependencia para obtener visualizaciones desesperadas de esa estupidez llamada arden las redes. No es de recibo que un medio serio tenga secciones dedicadas a comentar las algaradas en las redes que a su vez comentan la propia actualidad mediática. Una espiral donde las ideas reaccionarias, especialmente audaces en su espíritu troll, hacen su agosto comunicativo. Cuando todo se basa en el pirateo de la atención y el impacto emocional, la razón queda muy mal parada.
Es cierto que parece muy mal negocio cambiar el artículo mesurado de un experto por la última bravata reaccionaria que tu primo comparte en Facebook, como también es cierto que los medios llevan años prescindiendo del análisis de fondo para dar paso a bravatas bastante parecidas a las de las redes. De hecho es habitual encontrar cualquier barbaridad firmada con el nombre de afamados columnistas de extremo centro sin que nadie parezca notar la diferencia: es la Ley de Poe, pero es, sobre todo, la replicación en redes de unas formas atrabiliarias y de unos contenidos muy pobres. Del mismo modo que ha sido la exagerada codicia de la globalización neoliberal la que ha dado el pie definitivo al resurgir de la extrema derecha, han sido los grandes medios los que en su carrera alocada por prescindir del periodismo en favor de modelos de negocio espectaculares y afines al poder han dejado la natural necesidad de información en manos de la cultura de internet, algo que no surgió para tan enorme labor.
Esa es la tragedia, que justo cuando más necesitábamos al mejor oficio del mundo ya nadie se lo toma en serio, y sólo se atiende a gatos que vuelan, a ranas ultras y a un fascismo gif que se repite en bucle arrogante e infinito.
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