El capitalismo es un sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción. Propiedad privada significa que “lo mío es mío y lo tuyo es tuyo y, por tanto, lo tuyo no es mío”. Por desgracia, los Estados occidentales proporcionan una coartada moral para legitimar que algunas personas —o empresas— puedan meter la mano en el bolsillo ajeno: dado que el Estado está socialmente exento del deber de respetar la propiedad privada de los ciudadanos, todos aquellos individuos que aspiren a rapiñar a sus vecinos sólo necesitan camelarse a los políticos para que éstos les otorguen un trato de favor a costa de los demás.
Esto es en esencia lo que sucedió con el caso del Castor: el gobierno de Zapatero le encomendó a Escal UGS (compañía participada en un 66% por ACS) la construcción de un almacén subterráneo de gas natural en la costa de la comarca del Baix Maestrat. El propósito de tan faraónica obra era, supuestamente, el de garantizar el suministro energético de España; pero, en realidad, se trataba de un negocio redondo para la empresa de Florentino Pérez.
De entrada, el Gobierno se comprometía a costear las obras de construcción de Castor por un importe que acabó ascendiendo a 1.350 millones de euros (cantidad que más que duplicaba las estimaciones iniciales): a diferencia de lo que sucede en los mercados libres, donde cada empresa debe persuadir a cada consumidor para que éste le entregue su dinero a cambio de los bienes y servicios que le ofrece, en este caso el Estado tomó fiscalmente el dinero de los españoles y se lo entregó a Escal UGS (esto es, a ACS). Pero, por si el anterior privilegio fuera insuficiente, la concesión contenía una abracadabrante cláusula por la cual el Estado español se obligaba a indemnizar a Escal UGS en caso de que esta concesión se rescindiera aun en presencia de “dolo o negligencia imputable a la empresa concesionaria”. Es decir, aun si ACS obraba de un modo indebido, el gobierno se obliga a devolverle el valor residual de la obra más los derechos retributivos devengados durante el período de funcionamiento de Castor.
Y así terminó sucediendo: de acuerdo con un reciente informe técnico del MIT, la inyección de gas realizada en este almacén durante verano de 2013 desestabilizó la falla de Amposta, lo que provocó medio millar de microseísmos en la región. El riesgo sísmico, de hecho, está lejos de haber desaparecido definitivamente: si siguiera inyectándose gas, concluye el MIT, los movimientos podrían regresar a una escala incluso mayor a la de entonces. Por eso, el Ejecutivo ha optado por paralizar definitivamente la operativa Castor y, en consecuencia, por indemnizar a Escal UGS con más de 1.700 millones de euros.
El esquema es ilícitamente extractivo. Incluso si consideráramos que el almacén de gas es una obra estratégica absolutamente indispensable que, en consecuencia, el gobierno sí estaría legitimado a promover a costa de los contribuyentes (primer presupuesto discutible), lo que en ningún caso debería haber sucedido es que el gobierno se hiciera responsable (¡mucho menos en caso de dolo o negligencia!) de los avatares de esa obra. Y todavía menos que ACS se librara de indemnizar a sus víctimas (los habitantes del Baix Maestrat que han visto expuestas sus vidas y sus propiedades a un mayor riesgo sísmico) por el daño que objetivamente les ha causado. No en vano, los seguros existen justo para hacer frente a este tipo de contingencias: Escal UGS debería haber contratado los seguros pertinentes para aquellos riesgos contra los que se hubiese querido cubrir (por ejemplo, riesgo de paralización de obra o riesgo de responsabilidad civil); y esos seguros se habrían activado en ausencia de dolo o negligencia por parte de Escal UGS. Pero sucedió al revés: el gobierno eximió a ACS de la necesidad de contratar un seguro contra el riesgo de paralización de obras porque él mismo prometió socializarlo entre todos los contribuyentes; y, a su vez, eximió a la compañía de la necesidad de contratar un seguro de responsabilidad civil porque la libró de la obligación de indemnizar a sus potenciales víctimas.
En definitiva, fijémonos en la magnitud de todo este despropósito: el gobierno se funde el dinero de los contribuyentes en un proyecto megalómano; se lo encarga a una empresa a la que exime de responsabilidad propia y frente a terceros incluso en caso de actuación dolosa; la empresa multiplica la actividad sísmica que padecen los residentes de la comarca del Baix Maestrat; y finalmente resulta que no es la empresa la que tiene que indemnizar a esos residentes por mera responsabilidad objetiva en función del cierto daño que les ha causado, sino que es el Estado —todos los contribuyentes, incluidos los residentes del Baix Maestrat perjudicados por el proyecto de Escal UGS— quien ha de indemnizar la desastrosa actuación de ACS. Un robo legalizado.
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