20/02/2019
J.Carlos Escudier.Mientras empiezan a hacerse chistes sobre quién saldrá antes de su actual morada, si Pedro Sánchez o Franco, el Gobierno intenta concluir la legislatura con la exhumación de la momia de la misma manera con la que se anunciaban las corridas de toros: si el tiempo no lo impide y si la autoridad competente, que al parecer es la Iglesia, lo permite. Somos una democracia tan garantista y civilizada que el prior falangista de una abadía puede impedir porque le sale del hábito que los restos de un dictador dejen de reposar en un espacio público, financiado por todos los españoles y convertido en un gigantesco monumento de exaltación de su régimen.
Alfonso Guerra, al que últimamente le ha dado por distinguir entre dictaduras “incompetentes” como la venezolana y “eficientes” como la saudí, se ha referido también al particular para criticar al Gobierno, del que dice que ha carecido de “la sabiduría de ajedrez” necesaria para prever los movimientos de la familia del finado y de las autoridades eclesiásticas. En su opinión, el Ejecutivo actual ha carecido de inteligencia, a diferencia de todos los anteriores, incluido el suyo, que demostraron una enorme clarividencia al no hacer nada y permitir que el franquismo mantuviera intacto su lugar anual de peregrinación allá por el mes de noviembre.
Es verdad que algunas dictaduras son muy eficientes. En la antigua URSS para sacar a Stalin de su mausoleo y darle sepultura junto a los muros del Kremlin sólo fue necesario un pronunciamiento del Congreso del PCUS sobre el abuso de poder y las represiones masivas del ‘padrecito’. A la noche siguiente ocho militares extrajeron sus restos del sarcófago, y después de cortar de su uniforme las charreteras de mariscal y los botones de oro, los colocaron en un ataúd de madera y los enterraron en una fosa sin honores y sin dar siquiera aviso a sus familiares.
De una democracia no se espera tanta eficiencia pero sí competencia para no prolongar por tiempo indefinido las infamias. Lo importante no es que la exhumación se produzca antes del 28 de abril sino que sea irreversible. A los que sostienen lo inadecuado del procedimiento por el uso de reales decretos sin que se diera la urgente necesidad que requiere este instrumento legal habría que preguntarles si la indignidad caduca por el hecho de haberse mantenido durante 43 años, y si por eso deja de ser perentorio ponerle fin cuanto antes.
Los que censuran al Ejecutivo por su improvisación se retratan, ya sea porque pudieron haber hecho antes lo mismo y no lo hicieron o porque nunca quisieron hacerlo. Criticar que no se haya conseguido la complicidad de la familia del dictador para remover sus restos es otro ejercicio de notable cinismo. Lo curioso es que no se pida también la complicidad de estos descendientes para devolver lo robado por la momia, botín con el que a buen seguro financian la batalla jurídica contra su exhumación.
Lo que sería incomprensible es que el Tribunal Supremo o esa Iglesia que sacaba al tirano bajo palio impidieran poner fin a la vergüenza, porque ello significaría que lo que falla no es la eficiencia ni la competencia sino la propia democracia. Un Estado incapaz de respetarse a sí mismo es una ficción o un cementerio. Y conste que con Franco moríamos más y mejor.
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