Los enamoramientos de Emilio Sagi
Los numerosos seguidores de Emilio Sagi podrán disfrutar, a partir de esta misma semana, de sus memorias artísticas encarnadas en el libro de Alejandro Carantoña Cuestión de oficio. Por cortesía de la editorial ASTURIAS24 ofrece a sus lectores un adelanto de la obra.
Jueves25 de septiembre de 2014
Cuestión de oficio.
Unas memorias artísticas de Emilio Sagi
Alejandro Carantoña
Ediciones Trea.
Unas memorias artísticas de Emilio Sagi
Alejandro Carantoña
Ediciones Trea.
Existe un impulso bastante juvenil y que hoy me resulta, como poco, entrañable, que consiste en llevarlo todo escrito, pensado y atado a la sala de ensayos. Es una forma, en teoría, de asegurar que todo saldrá mejor, que no habrá sobresaltos y que el trabajo (mucho más delicado en esa etapa, la de empezar una carrera) será fluido. Pero hasta donde yo he podido comprobar, este impulso, de apariencia hiperprofesional y metódica, funciona exactamente al revés: es de lo más tóxico y contraproducente.
El primer día de ensayos es aquel en el que las piezas comienzan a encontrar su propio sitio, a encajar, y tienen que hacerlo solas: si no, no estaríamos hablando de artistas; estaríamos hablando de autómatas. Es más: como en alguna ocasión han dicho con sorna ciertos colaboradores míos, las cosas van mucho mejor cuanto menos me las llevo estudiadas. Cuanto menos necesito empeñarme en cincelar una idea determinada y prefabricada en mi casa, más fluida sale la escena.
Porque el primer día de ensayos se pone de manifiesto a velocidad terminal si vas a alguna parte con la obra y si estás en tu sitio o no, lo cual es clave en todo lo que va a suceder a continuación. Esa constitución del engranaje tiene que emerger por sí misma, y eso no depende en ningún caso de la precisión con la que te hayas aprendido una colección de movimientos sino, más bien, de lo que transmitas a todos los que te rodean. Es exactamente igual que lo que sucede con los caballos de carreras, de los que siempre he oído decir que saben, de inmediato, si el jockey que llevan a lomos sabe lo que está haciendo o no. El caballo siempre llegará a la meta, pero que gane o no dependerá, únicamente, de la confianza que tenga en quien lo guía.
Por eso el primer ingrediente para que uno mismo entre como es debido en la sala de ensayos es la seguridad, pero en ningún caso una seguridad basada en la memorización de carrerilla, en un paquete de órdenes hecho y cerrado de antemano o, en definitiva, en una mirada racional y de férrea disciplina intelectual. Como anoté en una ocasión, acordándome de Keats y Blake, en el trabajo de escenario solo contarás con el alma y el corazón, con el making soul,que dicen ellos: el alma para fabricar, para hacer. Eso es lo que no se enseña en ninguna parte y que de ningún modo se puede traer preparado de casa. Como mucho, en mi preparación mi única norma inviolable es haber dormido bien la noche anterior y tener la cabeza en orden para ponerme a trabajar.
Como mucho, en mi preparación mi única norma inviolable es haber dormido bien la noche anterior
En mi caso, que al lado de muchos directores modernos soy un clásico de tomo y lomo, el asunto de la seguridad quizás sea más sencillo de explicar recurriendo a uno de los grandes temas de conversación en el mundo de la ópera de hoy en día: el de la boutade, el del escandalazo porque sí propuesto, e impuesto, por un director dictador. Esta leyenda del director dictador, propia de apoltronados (y en general ignorantes) espectadores extremistas y anclados en el pasado, está basada en la creencia de que el director de escena viene a ser algo así como un ogro, que en su casa se ha imaginado la gran barrabasada y que llega, investido de un poder supremo, a imponerla a sus cantantes sin encomendarse más que a su ego y a su voluntad de molestar. Pero eso es rotundamente falso (aunque, por supuesto, haya un puñado de excepciones que confirmen la regla).
En ese primer ensayo es mucho más importante demostrar a los que menos te conozcan si tienes un concepto claro de tu poder y, sobre todo, si has escuchado la obra en algún momento, cosa que parece una obviedad pero que no lo es necesariamente. A partir de ahí, una vez demostrado que sí, que tienes algo que decir y que se apoya en un conocimiento más bien íntimo de la obra, comienza la tarea de hacerle entrar en la idea que he tenido, compartirla y brindarle ese pedazo de ella que hará que el espectáculo se sostenga. Pero insisto en que eso no es posible más que con las ideas (que no las imágenes finales) muy claras y un rigor imprescindible: de otro modo, la propuesta jamás va a salir bien y los cantantes no harán mucho más que largar su partitura, tratar de clavar el aria correspondiente y marcharse a cenar y a recoger parabienes. Y de la puesta en escena, tan idealizada y sesuda, no quedará ni rastro.
La seguridad, así, es crucial en la medida en que ni el equipo ni los cantantes pueden sentirse desprotegidos en ningún momento, ni desatendidos, ni guiados por alguien que no sabe a ciencia cierta adónde se dirige, que es exactamente lo que perciben cuando no tienes más que un montón de folios anotados y ninguna frescura en la dirección. Ese es el primer paso para que el espectáculo salte por los aires, toda vez que el artista se verá obligado a buscarse la vida por su cuenta: en contra de lo que comúnmente se piensa de puertas afuera, en otra leyenda sin sentido, ellos nunca quieren que los dejes a su aire, y nunca, jamás, hay que hacerles eso, salvo en el caso (muy extremo, muy infrecuente) de que falten dos días para el estreno y todo se parezca más a un sálvese quien pueda que a un auténtico montaje: los cantantes quieren, necesitan, compañía.
Esto me ha llevado a no creer en absoluto en El Método. Ni en El Método ni en el método, el método o cualquier método, se llame como se llame y aunque sea aplicable a los actores del teatro de prosa. No creo en esa forma de llegar a un resultado, en esa búsqueda y ese sistema de prueba y error à la Stanislavskyque sí se aplica en el teatro hablado pero del cual, en el caso de la lírica, no vas a conseguir sacar absolutamente nada. En primer lugar, porque aunque nuestros periodos de ensayos son más extensos que en esos teatros de repertorio alemanes a los que me Aunque sean principalmente cantantes y no actores, es un error catastrófico suponer que los cantantes son malos actoresrefería antes, no dejan de ser mucho más breves que en teatro hablado, pero en segundo lugar, y más importante, porque la gran diferencia con respecto a la prosa, por evidente que parezca, es que trabajamos con cantantes, no con actores. Pero conviene no confundirse: aunque sean principalmente cantantes y no actores, también es un error catastrófico suponer que los cantantes son malos actores. Me explico: al igual que en el teatro la dramaturgia viene dada por el propio texto, en ópera y zarzuela la proporciona una música que ellos tienen más que interiorizada, y que es nuestro punto de partida a la hora de establecer el espectáculo. Esa música, ese texto que ellos conocen a la perfección, es el primer elemento del engranaje que entre todos estamos a punto de construir.
Así pues, con todas estas diferencias y particularidades que tiene nuestro oficio, ¿cuál es el equilibrio entre la preparación previa, intelectual y rigurosamente exacta, y la libertad (léase abandono)? Explicar esto con una obra conocida de repertorio se hace mucho más complicado que hacerlo con lo que podríamos considerar un montaje a ciegas, como fue el de la Linda di Chamounix en el Liceu de Barcelona, en 2011. Se trata de una ópera de Donizetti que prácticamente no se representa, y que de hecho ni la soprano Diana Damrauni el tenor Juan Diego Flórez, que se ocupaban de los roles principales, habían cantado nunca antes de aquella ocasión. A Lo que un cantante, en definitiva, busca en un director de escena es un terreno firme sobre el que pisarpesar del saber hacer de Juan Diego y de la energía de Diana, a la que no le cabe otro adjetivo que no sea el de atómica, a priori nadie sabía muy bien por dónde hincarle el diente —ni siquiera yo mismo—, y tuvimos que caminar de la mano. Lo que ellos buscaban en mí, lo que un cantante, en definitiva, busca en un director de escena es un terreno firme sobre el que pisar y una dirección hacia la que ir con su papel. Lo que buscan, si quieres, son motivaciones para cantar lo que cantan y hacer lo que hacen, motivaciones que faciliten y que completen su trabajo. No órdenes.
El juez ha supuesto llevar al extremo esta afirmación y, de paso, confirmarla de arriba abajo: acepté el proyecto después de haber escuchado solo a Carrerasen Barcelona, con Kolonovits al piano, cantar su primera aria, Sistema cruel; no tuvimos la partitura reducida para piano hasta Navidades; aún ayer recibimos la partitura de orquesta completa (que está cambiando cada día) y, hasta que a finales de 2013 grabamos una versión de trabajo de la ópera para poder escucharla, los únicos materiales que tenía a mi disposición eran las melodías de Carreras y un libreto incipiente.
Por lo tanto, solo podía intuir que Kolonovits habría manejado a Francis Poulenc, Leonard Bernstein y a otros grandes compositores contemporáneos en algún momento; sabía que había trabajado con ¡Boney My con los Scorpions!; podía olerme que no sería un proyecto cien por cien dodecafónico o contemporáneo a rabiar; sentía que se apuntaba a cierta Iglesia católica de confesionario ajado (de ahí las celosías de la escenografía) como responsable de los casos de los niños perdidos... Pero nada más. Creo que acerté en todas estas intuiciones, y que las soluciones adoptadas de antemano han tenido un encaje en lo que estamos haciendo, pero también creo que estaremos todos de acuerdo en que la seguridad, en este caso, no podía surgir de donde comúnmente se piensa que sale: del conocimiento en profundidad de la obra, del estudio previo y de llevarlo todo demasiado amarrado de antemano. Fundamentalmente, porque no había nada a lo que aferrarse. ¡No existía!
Entonces, ¿de dónde sale esa seguridad que a mí me permite transmitírsela a todos los demás? Pues puede que suene algo cursi, pero en primer término es sin duda del amor. Del amor a mi profesión y a la ópera, que es el que me permite a su vez enamorarme de las obras, de lo que contienen, asumirlas y construir ese terreno firme sobre el que han de caminar todos los que me rodean.
La seguridad, entonces, no sale en principio del estudio, de la experiencia ni de ceñirme a un documento (una partitura) como si no existiera nada más en el mundo. De hecho, yo nunca utilizo partituras. Otros tienen otras habilidades, pero esa es la mía: desde pequeño sonó ópera en mi casa y desde pequeño me familiaricé con el repertorio hasta llevarlo clavado en la cabeza. Dame un poco de Salomé y me saldrá cantarla involuntariamente; dame un ensayo de escena y me oirás hablar en onomatopeyas (vamos desde el rataplán, entras en el chispún). Siempre tendré el texto presente y la música en la memoria, pero entendidas antes que aprendidas a pies juntillas. A partir de todo eso vamos trabajando, trasladando e ilustrando (verbo importante, este) aquello que la obra nos ha puesto delante, inyectándole nuestras vidas para avivar la suya propia, latente y dormida. Este es el proceso del que estamos hablando en este primer tramo, el del establecimiento de las intuiciones, o sensaciones, a partir de las cuales la ópera irá tomando cuerpo por sí misma.
No es un proceso indiscriminado ni que se despierte sin más, porque como ya he dicho no tengo empacho en reconocer qué obras me gustan más o me gustan menos del repertorio —digamos desde ya que vamos a hablar mucho de la obra de Verdi, pero muy poco de Ernani…—. Cuando llega un encargo o me sitúo ante una obra puede resultarme más o menos complicado empezar a trabajarla, como puede ser el caso de ponerse ante el barroco y la ópera antigua en general y Monteverdi en particular, pero esto no implica, bajo ningún concepto, que rechace algo de plano y a la mínima: esa es la lección aprendida al enfrentarme al Donizetti de Lucrezia Borgia y al haber pensado, tan erróneamente, que no había nada que hacer con ella. Me puede la cautela, es verdad. La experiencia me ha enseñado que pueden surgir los recelos en un principio, sin duda, pero al final suelo encontrarle a todas las óperas el sabor, el alma y entrar de cabeza en ellas.
Pueden surgir los recelos en un principio pero al final suelo encontrarle a todas las óperas el sabor, el alma
Por eso, en puridad, lo que activa mi seguridad en que llegaremos a algún sitio con los diversos proyectos, por mucho que sea un Donizetti trilladísimo o una ópera completamente desconocida, es la pasión que sale del descubrimiento constante. Sí, a mis años, todavía. Me ponga ante la pieza que me ponga, siempre o casi siempre se activa algo que me hace empezar a ver imágenes, a confirmar sospechas y a buscar el modo de plasmarlas ante el espectador. Eso es lo que me brinda una seguridad que ha de ser sincera, una seguridad fundamentada en el oficio que me han dado los años pero también, y sobre todo, en la confianza depositada en las obras y los compositores, que suele ser correspondida y que desemboca en montajes concretos.
Por este motivo, una de mis asignaturas pendientes ha sido siempre Wagner.Nunca logré enamorarme de su genio, por mucho que lo admirase: hice unTristán e Isolda en 1989 (que salió muy bien en Barcelona, y muy mal en Madrid) y Las hadas en París veinte años después, pero cuando hace muchos años me ofrecieron de un importante teatro europeo hacer Tannhäuser, dije que no. Tuve que hacerlo. La difícil relación con Wagner se debe a dos motivos: el Una de mis asignaturas pendientes ha sido siempre Wagner. Nunca logré enamorarme de su genioprimero es lingüístico, porque mi alemán no alcanza más que a conversaciones muy básicas, y el segundo, quizás de más calado, tiene que ver con esa cosa mística, tántrica, trascendental que envuelve a sus óperas y libretos.
En el caso de Tannhäuser,entendía la presencia de Venus, de la que el personaje principal está enamorado, y sabría cómo resolver, así, el primer acto. Pero la intervención del papa en el tramo final de la ópera se me hace excesiva y me cuesta dar con el punto adecuado a una posible puesta en escena que responda a esa ensalada de arte, espiritualidad, religión y potencia que Wagner plasma en ella. Esto no significa en ningún caso que no me parezca una gran obra, y que de hecho grandes versiones como las dirigidas por maestros de la dirección de escena de la talla de Willy Decker o Robert Carsen no me hayan mostrado, a posteriori, todas las posibilidades que alberga y dónde se esconden.
El motivo lingüístico queda relegado, en cierta medida, a un segundo plano, porque yo he dirigido a lo largo de mi carrera Salomé, de Strauss;Erwartung, de Schönberg; o El rapto en el serrallo, de Mozart (mi primer Mozart) y he quedado satisfecho con los resultados. Pero con Wagner, con ese Wagner, no podía. La reconciliación se produjo, llamémosla así, muchos años después con motivo de Las hadas en el Châtelet de París: Wagner me abrió una puerta de entrada más que aceptable y cómoda en esta obra de juventud porque, aunque en sus últimas escenas ya permite adivinar el Wagner que vendrá luego (el elevado, el místico, ese con el que yo no acabo de entenderme), el principio de la ópera entronca en cambio con un lenguaje mucho más sentimental y adecuado a lo que a mí me interesa hacer.
El motivo lingüístico queda relegado, en cierta medida, a un segundo plano, porque yo he dirigido a lo largo de mi carrera Salomé, de Strauss;Erwartung, de Schönberg; o El rapto en el serrallo, de Mozart (mi primer Mozart) y he quedado satisfecho con los resultados. Pero con Wagner, con ese Wagner, no podía. La reconciliación se produjo, llamémosla así, muchos años después con motivo de Las hadas en el Châtelet de París: Wagner me abrió una puerta de entrada más que aceptable y cómoda en esta obra de juventud porque, aunque en sus últimas escenas ya permite adivinar el Wagner que vendrá luego (el elevado, el místico, ese con el que yo no acabo de entenderme), el principio de la ópera entronca en cambio con un lenguaje mucho más sentimental y adecuado a lo que a mí me interesa hacer.
Me resulta más jugoso explotar la emoción, elteatro de sangre y tierra y la diversión
A mí me resulta mucho más jugoso explotar y reivindicar la emoción, el teatro de sangre y tierra y la diversión. Siento que mis enamoramientos lo son por lo que me interesa el sentimiento, porque ya hay muchos y muy brillantes colegas míos reflexionando sobre el teatro político y los asuntos sociales y los fascismos y este tipo de cuestiones. Siento que ya pasó el tiempo de hacer teatro para dar clase, y me acuerdo entonces de aquello que decía Borges sobre sus cuentos: que valen para distraer o conmover, pero no para persuadir. De ahí nació mi querencia por el bel canto y por la zarzuela: son géneros en los que, aparte de sentirme muy cómodo por la familiaridad que me evocan, prima lo emocionante por encima de cualquier otra consideración.
Me incomoda la idea de elucubrar sobre los motivos de otros directores o censurar lo que con su teatro cuentan, o hacen, en tanto en cuanto siempre he procurado entender, admirar o simplemente contemplar tantas opciones como sean posibles. Así que, llegados a este punto, solo puedo hablar de lo que a mí me ha movido a entrar y mantenerme en el teatro musical durante tantos años, y que solo puede entenderse si se comprende la pasión que a mí me suscita cada proyecto. De ahí, de ese amor, nace en última instancia la seguridad que permite montar un espectáculo, porque sé que, como en las buenas relaciones personales, vamos a ir a algún sitio juntos, que nos vamos a entender.
De ahí, de ese amor, nace en última instancia la seguridad que permite montar un espectáculo
No cabe duda de que esa pasión por el oficio viene de lo que siempre conocí en casa, pero sin obviar otro componente fundamental: mi primera toma de contacto con el escenario en un proyecto creativo. Fue la experiencia del Laboratorio de Danza de la Universidad de Oviedo. Durante tres años que parecieron treinta, las casi dos decenas de almas inquietas que allí nos reunimos experimentamos tanto con la inolvidable noche ovetense como con las artes escénicas. Procuramos, queriendo o sin quererlo, canalizar toda una colección de impulsos en algo creativo, en algo que a priori no tenía límites y que, sin duda, constituye un capítulo iniciático de las muchas y muy variopintas carreras artísticas que afloraron a partir de ahí.
La idea había surgido de don José Benito Álvarez-Buylla, hombre especial y de una cultura espectacular al que yo nunca estaré suficientemente agradecido por los comentarios de texto que me enseñó a hacer en filología inglesa, y que a la postre servirían para diseñar puestas en escena de ópera y zarzuela. Tanto él como Patricia Shaw dieron un vuelco desde el departamento a nuestras conciencias, pero a la mía le arrearon una sacudida de un valor incalculable al enseñarme a leer con otros ojos, a mirar sin cortapisas todo lo que caía en mis manos y a devorar, como he seguido haciendo, las obras con la mirada que me ha permitido integrarlas en mi mundo y luego volver a proyectarlas hacia afuera.
Años más tarde, cuando ya me dedicaba a la lírica, mis compañeros de departamento me invitaron a dar una charla, una clase o algo por el estilo sobre una obra de teatro. Escogí La profesión de la señora Warren, de George Bernard Shaw (la señora Warren es prostituta) y me lié a hablar en tropel, sin tomar aire, sobre la prostitución en la literatura, sobre La dama de las camelias de Dumas hijo, en la que se basa Traviata, sobre la moral victoriana… Yo veía a todos los alumnos, con los bolígrafos suspendidos sobre las hojas, sin tomar un solo apunte, mirándome. Hasta que uno, en la primera fila, murmuró al que tenía sentado al lado: "Este como don José Benito Buylla: venga hablar, venga hablar, y no se sabe de qué".
Años más tarde, cuando ya me dedicaba a la lírica, mis compañeros de departamento me invitaron a dar una charla, una clase o algo por el estilo sobre una obra de teatro. Escogí La profesión de la señora Warren, de George Bernard Shaw (la señora Warren es prostituta) y me lié a hablar en tropel, sin tomar aire, sobre la prostitución en la literatura, sobre La dama de las camelias de Dumas hijo, en la que se basa Traviata, sobre la moral victoriana… Yo veía a todos los alumnos, con los bolígrafos suspendidos sobre las hojas, sin tomar un solo apunte, mirándome. Hasta que uno, en la primera fila, murmuró al que tenía sentado al lado: "Este como don José Benito Buylla: venga hablar, venga hablar, y no se sabe de qué".
Es cierto. No estaba hablando de nada porque el libro, en realidad, me daba exactamente igual: lo que a mí me tenía fascinado era el modo en que Buylla lo hacía y que yo pretendía emular, el modo en que era capaz de hablarnos del ambiente, de lo british, y de esta forma accedía al trasfondo de Shaw antes que a la historia, a la forma o a aspectos más técnicos (y convencionales) del análisis textual. Este es solo un ejemplo muy primigenio, pero de esa época surgió, pues, esa doble inclinación, escénica por un lado y literaria por otro, que es la que me ha acompañado durante toda mi carrera como director de escena. Aunque yo aún no lo pudiera enunciar con total rotundidad.
Eran los años dorados de Oviedo, aquellos en los que cerrábamos La Santa Sebe y montábamos la mundial dentro
El caso, volviendo al momento previo a esa incipiente carrera académica, es que desde que cumplí los quince años creo que nunca cené en mi casa. Éramos los más gamberros, eran los años dorados de Oviedo, aquellos en los que cerrábamos el pub La Santa Sebe y montábamos la mundial dentro; incluida la producción de algunos vídeos para el recuerdo, como aquel en el que salgo yo cantando Yo soy aquel negrito del África tropical o la inefable versión del éxito de KarinaBuscando en el baúl de los recuerdos a cargo de Teresa Meana,feminista de pro y activista trotskista.
Ese fue el caldo de cultivo, y ese el inicio, del Laboratorio de Danza. Empezamos en el año 1977 con Los sapos de Vetusta, una adaptación de La Regenta, de Clarín (libérrima, como todo lo que hacíamos), y a partir de ahí seguimos juntos tres años, hasta 1980, el año de mi debut como director de escena y el año en el que, por el motivo que fuese, cada uno tiramos en una dirección distinta.
El alma del invento, y el que imaginaba todo aquello que luego hacíamos en el mismísimo escenario del teatro Campoamor, era Luis Antonio Suárez. Baste para definirle que, sumada a su belleza y cultura, amplísimas ambas, hacía puntas de ballet (o algo así) con las chirucas, con las botas de montaña: abrir la puerta de la sala de ensayos que nos habían prestado en la Escuela de Minas era la posibilidad de encontrarse cualquier cosa, léase a Germán Madroñeroensayando la danza de los siete velos de Salomé, en pelota picada, envuelto en unos cuantos metros de hule negro, y acompañado por el Bolero de Ravel en lugar de la música de Strauss. Cosas así hacían que la gente fuera a vernos más, yo creo, como quien va al circo atraído por la extravagancia que como quien acudía a ver un espectáculo teatral, pero lo cierto es que allí los ya citados, másManolo Monreal, Ángeles Caso, Beatriz Martínez del Fresno, Gonzalo Riesgo, Nacho Martínez Navia-Osorio o Lalo Fernández,adquirimos un bagaje al que, cada cual a su manera, terminamos por sacar partido.
El alma del invento, y el que imaginaba todo aquello que luego hacíamos en el mismísimo escenario del teatro Campoamor, era Luis Antonio Suárez. Baste para definirle que, sumada a su belleza y cultura, amplísimas ambas, hacía puntas de ballet (o algo así) con las chirucas, con las botas de montaña: abrir la puerta de la sala de ensayos que nos habían prestado en la Escuela de Minas era la posibilidad de encontrarse cualquier cosa, léase a Germán Madroñeroensayando la danza de los siete velos de Salomé, en pelota picada, envuelto en unos cuantos metros de hule negro, y acompañado por el Bolero de Ravel en lugar de la música de Strauss. Cosas así hacían que la gente fuera a vernos más, yo creo, como quien va al circo atraído por la extravagancia que como quien acudía a ver un espectáculo teatral, pero lo cierto es que allí los ya citados, másManolo Monreal, Ángeles Caso, Beatriz Martínez del Fresno, Gonzalo Riesgo, Nacho Martínez Navia-Osorio o Lalo Fernández,adquirimos un bagaje al que, cada cual a su manera, terminamos por sacar partido.
Nadie podía detenernos. España acababa de salir del túnel de la dictadura y, por defecto de todo aquello que había faltado en nuestras vidas, en mi generación empezaron las borracheras de libertad, de exceso, de las que algunos salimos con bien pero que otros, por desgracia, no pudieron superar. No obstante, eso vendría después: cuando nosotros explotamos en el Laboratorio de Danza lo único seguro es que no había topes, o así lo creíamos en nuestra inocencia: yo me recuerdo bailando Central Park in the dark deCharles Yves, una pieza tan abstrusa y de coreografía tan demencial que no tenía fin. Podía terminar cuando nos diera la gana aquel baile, con una dramaturgia basada en la mitología asturiana, en La ayalga, de modo que, cuando lo dábamos por acabado, mirábamos discretamente al técnico de sonido para que fuese bajando el volumen y el telón paulatinamente. También nos recuerdo actuando, en una heroica ocasión, en el Festival de Teatro de Sitges, en el cual largamos nuestra performance y, seguros de que había estado bien (pero no tanto) cogimos la furgoneta de vuelta a Oviedo. Tuvimos que dar media vuelta: habíamos ganado el tercer premio (el primero había recaído en el director de cine alemán Rainer Werner Fassbinder) y nos estaban buscando para dárnoslo.
Siempre he considerado el Laboratorio de Danza el lugar en el que aprendí mucho de lo que sé
Por aquel entonces, ya casi al final de la etapa del Laboratorio, yo estuve por segunda vez en Londres, y al volver todo el mundo había empezado a disgregarse. No obstante, para mí al menos, el Laboratorio de Danza siempre ha estado en el trasfondo; siempre lo he considerado el lugar en el que aprendí mucho de lo que sé y lo que me permitió no ya que me conocieran en la Ópera (que fue una gran suerte) sino tener las más básicas nociones escénicas, teatrales y visuales adquiridas de manera casi autodidacta para empezar a pensar en esta carrera, casual y deliciosa, en la que luego recalé.
No obstante, si lo situamos en su momento preciso, yo era un joven que trabajaba en la Universidad de Oviedo y en aquella dirección apuntaban los tiros. Yo podía pasarlo muy bien en el Laboratorio; podíamos estar viviendo una serie de inquietudes y un momento precioso de la historia de España, pero, a fin de cuentas, nadie me podía decir que iba a terminar aquí, y ahora, dedicándome a esto.
Por todo eso yo estaría encantado de acabarme esta ensalada y este lomo con pimientos, y me encantaría que nos quedásemos aquí charlando, de sobremesa, pero tengo que irme a trabajar. Me va a costar diez minutos recobrar el aliento cuando llegue hasta la sala de ensayos; voy a estar de malas y con pocas ganas, pero solo serán diez minutos. Luego, se me va a volver a olvidar todo (empezando por que hoy me he quedado sin siesta) y me voy a sumergir en el trabajo como siempre me ocurre, como siempre me ha ocurrido.
Recuerdo, cada vez que la pereza y la pasión se enfrentan (y gana la segunda) aMontserrat Caballé en el Teatro Principal de Barcelona, donde hacíamos los ensayos de sala del Liceu. La Caballé solía llegar quejicosa, de mal humor y a todas luces incómoda porque el director de escena de turno (yo) la hubiera hecho abandonar el programa de televisión que estaba viendo, la lectura que tenía entre manos o la charla con una amiga para venir a un ensayo en el que íbamos a contarle cómo hacer ese papel que ella ya había cantado un millón de veces antes. Por épocas sufría mucho de las piernas y venía con muletas, y mi ayudante, en uno de esos ensayos, tuvo que ayudarla a subir los ocho escalones que llevaban al escenario porque estaba tremendamente incómoda. Al acabar aquel ensayo, se acercó para ayudarla a bajar y le ofreció la mano. Ella se la dio como quien saluda a un conocido y le respondió, educadamente: "Adiós, buenas tardes y muchas gracias". Y se le olvidaron las muletas allí mismo: a mí, al igual que a ella, se me pasan todos los males en cuanto piso la sala de ensayos.
Nunca llegas a ser, en fin, ni el psiquiatra, ni el dictador, ni el negrero de nadie. Eres el director de escena
Nunca llegas a ser, en fin, ni el psiquiatra, ni el dictador, ni el negrero de nadie. Eres el director de escena y, como tal, el propio universo del teatro te acaba por colocar en una situación muy central, de coordinador casi, con respecto a lo que sucede a tu alrededor: desde el primer momento hasta el último acudirá gente a preguntarte por los días de permisos para faltar a los ensayos (y les dirás que no es cosa tuya, aunque lo acabe siendo); tendrás que saber decirles por qué la Éboli de Don Carlo es tuerta; o te verás en la obligación de decidir y dirimir sobre mil y un detalles de escenografía, vestuario o utilería.
Todo eso no se puede impostar. Eso no puede ser mentira, porque es una mentira insostenible y, ya lo hemos dicho, además da un resultado fatal en este mundo nuestro. Esa posición, la de director de escena, solo puede brotar de algo suficientemente sincero y potente, que será lo que te permita trabajar pero también (y esto es importante) conectar las obras inertes con lo que está ocurriendo encima del escenario en el aquí y en el ahora, con lo que luego el público verá. Precisamente porque esto es teatro, todo puede ser mentira salvo eso y, precisamente, quizás por eso a mí siempre me llamen para hacer los títulos más estrambóticos.