Juan Mayorga
Dramaturgo
"La filosofía no es una disciplina académica, es un plan de vida"
Juan Mayorga Ruano (Madrid, 1965) es licenciado en Filosofía y Matemáticas, amén de uno de los autores teatrales más representados y traducidos de nuestro país. También de los más premiados. En la actualidad dirige la Cátedra de Artes Escénicas de la Universidad Carlos III de Madrid, sigue por supuesto escribiendo, tiene su propia compañía —La Loca de la Casa— y dirige el seminario Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo en el Instituto de Filosofía del CSIC. Podría pensarse, entonces, que vamos a encontrarnos con un hombre presuntuoso y distante, rodeado de premios y almibarados admiradores, o acaso un hombre seco y sieso y descastado, tanto se le ha visto al éxito hacerle a los hombres… Ocurre que no es así, que si tal situación tuviera un contrario este sería el caso: Juan Mayorga es un hombre con un gran sentido del humor, una persona acogedora y generosa a la que le apasiona su vida, el teatro, los niños; alguien que vive en un permanente estado de asombro y entusiasmo.
Leyendo estos días sobre ti, me encontré con esta cita: «El verdadero arte está hecho de valor, decir la verdad aunque duela. No hay oficio más cruel que el del escritor, porque se expone, se desnuda y desnuda. Esa valentía, la de mirar algo de lo que los demás apartan la mirada, es el núcleo del talento mismo».
Respondía a la pregunta de un periodista. Creo que la cualidad fundamental de un artista debería ser el coraje, y que esa habría de ser también la cualidad fundamental del espectador, del lector, del receptor de la obra de arte. Y creo que deberíamos hacer un teatro tal que de él huyesen los cobardes, un teatro tal que cuando un cobarde viese un teatro se alejara de él porque allí podría esperarle algún peligro. El arte ha de ser peligroso para quien lo hace y para quien lo completa, que es el espectador.
De algún modo, en esas palabras que citas, estoy pensando en una idea de Strindberg: por un lado el artista se expone desnudo ante los demás, los demás conocen sus sueños y sus pesadillas; por otro, el artista expone a los demás, los mira y ha de atreverse a decir lo que piensa sobre ellos. Lo uno y lo otro hacen del arte un oficio cruel.
¿Cruel?
Cruel, placentero, hermoso… Sí, cruel. En cierto momento, Benjamin contrapone un arte duro al trabajo del tapicero, ejemplo de artesanía pequeño-burguesa. El arte, dice Benjamin, no consiste en pulimentar, en dar brillo, sino en cepillar la realidad a contrapelo. El verdadero arte ha de ser duro, difícil, conflictivo. En lo que al teatro se refiere, he comentado alguna vez que si se dice que el teatro es el arte del conflicto, el conflicto más importante que ofrece el teatro no es aquel que se presenta en escena, sino aquel que se da entre el escenario y el patio de butacas. Un teatro que no divide el patio de butacas y que no divide al espectador es un teatro irrelevante. El verdadero teatro ha de ser capaz de sembrar el conflicto en el corazón mismo del espectador.
El otro día Benito del Pliego nos hablaba en términos parecidos con relación a la poesía.
Hace poco, un espectáculo en el teatro Guindalera en torno a Emily Dickinson me ha hecho recordar su confesión de que reconocía la auténtica poesía en dos notas: por un lado, le cubría de frío la piel; por otro, sentía que le reventaba la cabeza. Lo que me lleva a aquella imagen de Kafka según la cual un libro debería ser como un hacha que rompiese el mar de hielo de nuestro corazón. Del verdadero arte no deberíamos salir más seguros, no deberíamos salir confirmados; el verdadero arte debería crearnos problemas. En este sentido, volviendo a Benjamin, él decía que las citas, en lugar de reforzar una convicción como suelen, deben asaltar al lector igual que asalta el ladrón en el bosque al confiado caminante. Eso creo que debería hacer el arte, asaltar al espectador y ponerlo en una situación de peligro, no reforzar sus convicciones.
«¿Pero de verdad alguien puede dormir tranquilo?», dice Benjamin en otra ocasión, refiriéndose a su tiempo. A mí me parece una expresión extraordinaria y vigente que tiene que ver con la misión del arte. El arte debería ser capaz de hacernos desvelar y de agitar nuestros sueños. Eso no quiere decir que tenga que ser un aguafiestas y concentrarse en las malas noticias; también puede celebrar la vida y mostrar que está llena de ocasiones de felicidad. Y mostrar que quien las tenga debería estar a la altura de esas ocasiones. Un arte a la medida de la belleza del mundo no es el que vende finales felices, consoladores, sino el que desestabiliza existencias empequeñecidas mostrando que la vida puede estar llena de embriaguez y de goce.
Hay una nota en tu biografía que es absolutamente genial: antes de ser dramaturgo eras matemático y filósofo; esa fue tu formación.
Cuando el teatro me atrapó como espectador apasionado —estoy hablando de un chaval de dieciséis años— no soñaba con trabajar en él. Sí era ya un escritor adolescente que ensayaba la narrativa y la poesía; y era muy lector, estaba envenenado de lectura; y también era lo que se conoce como un buen estudiante, no había en mí un gesto antiescolástico porque tampoco lo esperaba todo de la escuela, y si echo una mirada hacia atrás los profesores en los que pienso son los buenos, aquellos que compartieron algo conmigo, que me transmitieron experiencia.
Hice un COU orientado a estudiar luego una ingeniería, que es donde acabaron casi todos mis compañeros, y yo también pensaba que iba a seguir por ahí, pero unos meses antes de hacer selectividad sentí que ese no era mi camino. Por otro lado, no quería aceptar la división entre ciencias y letras, que me parece artificiosa y castrante. Creo que he tenido una enorme suerte al estudiar Matemáticas y Filosofía, que además de tener un gran valor en sí mismas abren la puerta a otros muchos conocimientos. Conceptos filosóficos aparecen una y otra vez en la sociología, en la psicología, en el debate político…, y los hallazgos matemáticos está en el corazón de todas las ciencias. Por otro lado, entre Filosofía y Matemáticas se establece un diálogo inagotable.
Has dicho en alguna ocasión que las matemáticas y la filosofía te han formado como dramaturgo, ¿cómo es eso?
Estoy seguro de que la matemática, que amo porque me parece una extraordinaria construcción de la imaginación humana, me ha formado como dramaturgo. La razón en general, y desde luego la razón matemática en particular, se orienta al descubrimiento de qué es aquello afín en objetos aparentemente disímiles; la razón matemática nos permite vincular la boca de este vaso, el iris de tu ojo y los anillos de Saturno; el matemático es capaz de encontrar una definición de la hipérbola que da cuenta de todas las hipérbolas posibles. Yo creo que eso es algo que tiene mucho que ver con el lenguaje del teatro, que ha de ser un lenguaje de síntesis. El mejor actor es el que con un solo gesto es capaz de dar cuenta, por ejemplo, de la transición de su personaje de la tristeza a la euforia, y el mejor dramaturgo es el que con una sola frase o una sola acción es capaz de dar cuenta de una situación o incluso de una época. Eso es lo que consiguen Sófocles, Shakespeare o Chéjov.
Por otro lado, siento que a menudo, cuando estoy en una búsqueda teatral, me encuentro en una situación no muy distinta que aquella que tenía cuando era estudiante de matemáticas y me ponían delante unos cuantos elementos en principio distantes que había de vincular para producir un texto matemático. Parto, por ejemplo, de un tema, dos personajes, una imagen y tres frases, y mi desafío es construir una composición a partir de esos elementos, lo que puede exigirme el sacrificio de alguno de ellos.
¿Y la filosofía?
La filosofía no es para mí un conocimiento entre otros, es un plan de vida. Cualquiera está llamado a interrogar al mundo y a interrogarse a sí mismo en el mundo. Cualquiera está convocado a preguntarse quién es, quién ha sido, quién quiere ser, cómo se relaciona con los demás.
La filosofía no es una disciplina académica, es un plan de vida; todos estamos llamados a ser filósofos, también los que hacemos teatro. Por supuesto que el teatro es emoción y es poesía; pero el gran teatro, el mejor teatro, también es pensamiento: el teatro de Shakespeare, el teatro de Calderón, el teatro de los grandes griegos. Siento, he dicho alguna vez, que el teatro puede poner al espectador ante preguntas para las que el filósofo todavía no tiene palabra. El teatro, al igual que la filosofía, nace del conflicto, y puede presentar lo complejo en tanto que complejo y lo conflictivo en tanto que conflictivo. Algo que me ha dado el teatro es la posibilidad de explorar voces distintas de la mía. Por la polifonía propia del texto teatral, puedo defender a personajes en distintas posiciones en una situación conflictiva (pienso en obras como El jardín quemado o La paz perpetua). El teatro puede poner al espectador ante la pregunta, abrir el conflicto al espectador, y quizá hacer que el espectador, si quiere, acaso no en el ahora de la representación pero sí algún día, responda la pregunta o la mantenga abierta como una herida.
Respondía a la pregunta de un periodista. Creo que la cualidad fundamental de un artista debería ser el coraje, y que esa habría de ser también la cualidad fundamental del espectador, del lector, del receptor de la obra de arte. Y creo que deberíamos hacer un teatro tal que de él huyesen los cobardes, un teatro tal que cuando un cobarde viese un teatro se alejara de él porque allí podría esperarle algún peligro. El arte ha de ser peligroso para quien lo hace y para quien lo completa, que es el espectador.
De algún modo, en esas palabras que citas, estoy pensando en una idea de Strindberg: por un lado el artista se expone desnudo ante los demás, los demás conocen sus sueños y sus pesadillas; por otro, el artista expone a los demás, los mira y ha de atreverse a decir lo que piensa sobre ellos. Lo uno y lo otro hacen del arte un oficio cruel.
¿Cruel?
Cruel, placentero, hermoso… Sí, cruel. En cierto momento, Benjamin contrapone un arte duro al trabajo del tapicero, ejemplo de artesanía pequeño-burguesa. El arte, dice Benjamin, no consiste en pulimentar, en dar brillo, sino en cepillar la realidad a contrapelo. El verdadero arte ha de ser duro, difícil, conflictivo. En lo que al teatro se refiere, he comentado alguna vez que si se dice que el teatro es el arte del conflicto, el conflicto más importante que ofrece el teatro no es aquel que se presenta en escena, sino aquel que se da entre el escenario y el patio de butacas. Un teatro que no divide el patio de butacas y que no divide al espectador es un teatro irrelevante. El verdadero teatro ha de ser capaz de sembrar el conflicto en el corazón mismo del espectador.
El otro día Benito del Pliego nos hablaba en términos parecidos con relación a la poesía.
Hace poco, un espectáculo en el teatro Guindalera en torno a Emily Dickinson me ha hecho recordar su confesión de que reconocía la auténtica poesía en dos notas: por un lado, le cubría de frío la piel; por otro, sentía que le reventaba la cabeza. Lo que me lleva a aquella imagen de Kafka según la cual un libro debería ser como un hacha que rompiese el mar de hielo de nuestro corazón. Del verdadero arte no deberíamos salir más seguros, no deberíamos salir confirmados; el verdadero arte debería crearnos problemas. En este sentido, volviendo a Benjamin, él decía que las citas, en lugar de reforzar una convicción como suelen, deben asaltar al lector igual que asalta el ladrón en el bosque al confiado caminante. Eso creo que debería hacer el arte, asaltar al espectador y ponerlo en una situación de peligro, no reforzar sus convicciones.
«¿Pero de verdad alguien puede dormir tranquilo?», dice Benjamin en otra ocasión, refiriéndose a su tiempo. A mí me parece una expresión extraordinaria y vigente que tiene que ver con la misión del arte. El arte debería ser capaz de hacernos desvelar y de agitar nuestros sueños. Eso no quiere decir que tenga que ser un aguafiestas y concentrarse en las malas noticias; también puede celebrar la vida y mostrar que está llena de ocasiones de felicidad. Y mostrar que quien las tenga debería estar a la altura de esas ocasiones. Un arte a la medida de la belleza del mundo no es el que vende finales felices, consoladores, sino el que desestabiliza existencias empequeñecidas mostrando que la vida puede estar llena de embriaguez y de goce.
Hay una nota en tu biografía que es absolutamente genial: antes de ser dramaturgo eras matemático y filósofo; esa fue tu formación.
Cuando el teatro me atrapó como espectador apasionado —estoy hablando de un chaval de dieciséis años— no soñaba con trabajar en él. Sí era ya un escritor adolescente que ensayaba la narrativa y la poesía; y era muy lector, estaba envenenado de lectura; y también era lo que se conoce como un buen estudiante, no había en mí un gesto antiescolástico porque tampoco lo esperaba todo de la escuela, y si echo una mirada hacia atrás los profesores en los que pienso son los buenos, aquellos que compartieron algo conmigo, que me transmitieron experiencia.
Hice un COU orientado a estudiar luego una ingeniería, que es donde acabaron casi todos mis compañeros, y yo también pensaba que iba a seguir por ahí, pero unos meses antes de hacer selectividad sentí que ese no era mi camino. Por otro lado, no quería aceptar la división entre ciencias y letras, que me parece artificiosa y castrante. Creo que he tenido una enorme suerte al estudiar Matemáticas y Filosofía, que además de tener un gran valor en sí mismas abren la puerta a otros muchos conocimientos. Conceptos filosóficos aparecen una y otra vez en la sociología, en la psicología, en el debate político…, y los hallazgos matemáticos está en el corazón de todas las ciencias. Por otro lado, entre Filosofía y Matemáticas se establece un diálogo inagotable.
Has dicho en alguna ocasión que las matemáticas y la filosofía te han formado como dramaturgo, ¿cómo es eso?
Estoy seguro de que la matemática, que amo porque me parece una extraordinaria construcción de la imaginación humana, me ha formado como dramaturgo. La razón en general, y desde luego la razón matemática en particular, se orienta al descubrimiento de qué es aquello afín en objetos aparentemente disímiles; la razón matemática nos permite vincular la boca de este vaso, el iris de tu ojo y los anillos de Saturno; el matemático es capaz de encontrar una definición de la hipérbola que da cuenta de todas las hipérbolas posibles. Yo creo que eso es algo que tiene mucho que ver con el lenguaje del teatro, que ha de ser un lenguaje de síntesis. El mejor actor es el que con un solo gesto es capaz de dar cuenta, por ejemplo, de la transición de su personaje de la tristeza a la euforia, y el mejor dramaturgo es el que con una sola frase o una sola acción es capaz de dar cuenta de una situación o incluso de una época. Eso es lo que consiguen Sófocles, Shakespeare o Chéjov.
Por otro lado, siento que a menudo, cuando estoy en una búsqueda teatral, me encuentro en una situación no muy distinta que aquella que tenía cuando era estudiante de matemáticas y me ponían delante unos cuantos elementos en principio distantes que había de vincular para producir un texto matemático. Parto, por ejemplo, de un tema, dos personajes, una imagen y tres frases, y mi desafío es construir una composición a partir de esos elementos, lo que puede exigirme el sacrificio de alguno de ellos.
¿Y la filosofía?
La filosofía no es para mí un conocimiento entre otros, es un plan de vida. Cualquiera está llamado a interrogar al mundo y a interrogarse a sí mismo en el mundo. Cualquiera está convocado a preguntarse quién es, quién ha sido, quién quiere ser, cómo se relaciona con los demás.
La filosofía no es una disciplina académica, es un plan de vida; todos estamos llamados a ser filósofos, también los que hacemos teatro. Por supuesto que el teatro es emoción y es poesía; pero el gran teatro, el mejor teatro, también es pensamiento: el teatro de Shakespeare, el teatro de Calderón, el teatro de los grandes griegos. Siento, he dicho alguna vez, que el teatro puede poner al espectador ante preguntas para las que el filósofo todavía no tiene palabra. El teatro, al igual que la filosofía, nace del conflicto, y puede presentar lo complejo en tanto que complejo y lo conflictivo en tanto que conflictivo. Algo que me ha dado el teatro es la posibilidad de explorar voces distintas de la mía. Por la polifonía propia del texto teatral, puedo defender a personajes en distintas posiciones en una situación conflictiva (pienso en obras como El jardín quemado o La paz perpetua). El teatro puede poner al espectador ante la pregunta, abrir el conflicto al espectador, y quizá hacer que el espectador, si quiere, acaso no en el ahora de la representación pero sí algún día, responda la pregunta o la mantenga abierta como una herida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario