Tres hombres y un destino
Fátima Uribarri - XL Semanal
En 1914, Hitler era un don nadie marginado; Stalin, un revolucionario con andanzas terroristas y habilidad para la fuga; y Churchill, un político con probada pericia militar. El estallido de la Primera Guerra Mundial iba a cambiar sus vidas para siempre.
Hitler, en el frente. «Para Hitler, la guerra era un regalo del cielo», sostiene Ian Kershaw, biógrafo del dictador alemán. «Fue la época más grande e inolvidable de mi existencia terrena», dijo el propio Hitler, con grandilocuencia. Para él, la guerra supuso encontrar «una especie de empleo fijo y sobre todo una sensación de pertenencia», afirma Kershaw. Hasta entonces era un fracasado aspirante a artista de 25 años que se acababa de mudar a Múnich; vivía de pintar postales, componía poesías malas y era un hombre gris y solitario. Cuando estalló la guerra, se dio prisa en cambiar esta triste perspectiva: se alistó voluntario el 5 de agosto. Lo destinaron en el Regimiento List, formado por reclutas novatos como él.
El 29 de octubre, su batallón pasó de 3600 a 611 hombres en una terrible primera prueba de fuego en Bélgica. Pero a Adolf lo acompañó una baraka que no lo abandonó después cuando, siendo führer, sobrevivió a varios atentados. Entonces, Hitler era un correo con grado de cabo, un destino que le libraba de padecer el barro de las trincheras y le permitía leer y pintar, pero que también tenía su peligro cuando tocaba salir a llevar sus mensajes. El cabo Hitler era un tipo raro que no recibía cartas ni paquetes; era taciturno, no soportaba las bromas, no fumaba ni bebía ni visitaba los burdeles. Era callado y extravagante, pero cumplidor. En diciembre de 1914 le concedieron la Cruz de Hierro de segunda clase, un raro honor que recibieron solo cuatro correos de 60. Y en 1918 le dieron la Cruz de Hierro de primera clase. ¿Cómo lo consiguió? «Siendo un absoluto pelota», concluye David Solar, historiador que defiende la teoría de Thomas Weber.
Sí es cierto que lo hirieron levemente en una pierna, que demostró una frialdad absoluta respecto al sufrimiento ajeno y que fue víctima del gas mostaza en el frente meridional. Su autopropaganda proclamó que aquella ceguera temporal, de la que se curó en un hospital de Pomerania, donde recibió la noticia del fin de la contienda, le hizo ver la luz y lo animó a dedicarse a la política. Stalin, en Siberia. En la helada y sombría Kureika, una población de 67 aldeanos apiñados en ocho cabañas siberianas del Círculo Polar Ártico, estaba confinado Iosif Djugashvili, Stalin, cuando se desató la guerra. Tenía 37 años, una temible experiencia como saboteador y atracador de bancos y estaba comprometido en el proyecto de revolución capitaneado por Lenin. En 1914 no vivía su mejor momento: «Se sentía irrelevante, olvidado, frustrado y prometido en matrimonio a una adolescente de 13 años a la que había dejado embarazada, en medio de la nada», explica Simon Sebag Montefiore.
Stalin no era feliz. Pedía dinero para programar una nueva fuga de la remota Siberia, de la que ya había escapado en cinco ocasiones. Esta vez lo 'rescató' la guerra. Escapó así también del matrimonio con Lidia, con la que tuvo otro hijo [el primero murió al nacer] en 1917 y a quien jamás prestó atención. En 1916 fue reclutado para la guerra: las cosas pintaban tan mal para la Rusia zarista que se echó mano incluso de los deportados. Stalin, que era inútil para el servicio porque tenía el brazo izquierdo más corto que el derecho, hizo trampa para ser incluido entre los reclutados. Así consiguió que lo trasladaran a la más civilizada Krasnoyarsk. Allí lo declararon no apto para la guerra y pasó a ser desterrado en Achinsk, donde se enteró de la abdicación del zar Nicolás II, el 2 de marzo de 1917.
El 7 de marzo, las cárceles se abrieron y los reclusos liberados tomaron el tren camino de San Petersburgo, que ahora se llamaba Petrogrado. Allí pasó días de enorme actividad dedicado al periódico Pravda y al Comité Central, inmerso en la sublevación de la ciudad y el asalto al palacio de invierno, en octubre, aunque él no empuñó las armas. En esa época, Stalin «se convierte en un hombre de confianza de Lenin, muy capaz, muy organizador», afirma Anselmo Santos, autor de Stalin el Grande (Edhasa). Después afianzó su poder, se convirtió en el líder supremo y se encargó de liquidar a la mayoría de los camaradas que lucharon con él para proclamar la revolución.
Churchill, el estratega. A Winston Churchill la declaración de guerra lo pilló jugando al bridge. Pero, desde luego, no fue ninguna sorpresa para él: desde el asesinato del archiduque Francisco Fernando, Churchill, que era el Primer Lord del Almirantazgo y tenía la responsabilidad de la mejor Armada del mundo, había tomado medidas por su cuenta: adivinó que Gran Bretaña acabaría metida en el conflicto. «Su decisión unilateral de movilizar a la tropa cuando todavía la paz parecía posible había otorgado a los británicos una ventaja estratégica indudable», sostiene José Vidal Peláez.
También tuvo otra idea genial. Quiso emular a Aníbal, el cartaginés que puso contras las cuerdas a Roma ayudado por elefantes, y sin contar con el Gobierno destinó una cuantiosa partida presupuestaria a la construcción del prototipo de un elefante mecánico. Aquella idea se hizo realidad en noviembre de 1917 con la espectacular aparición en la batalla de Cambrai de unos extraños vehículos que habían llegado al continente camuflados como tanques de agua. Con ese nombre se quedó un arma que revolucionó la guerra: el tanque.
Pero no todo fueron aciertos para Churchill. El hábil político sufrió, con la terrible derrota de Galípoli, uno de los grandes reveses de su carrera. El inglés fue uno de los que alentaron el intento de toma del estrecho de los Dardanelos frente a los turcos. La fallida operación, que acabó en la batalla de Galípoli, le costó la vida a 250.000 hombres. Sobre Churchill cayeron la prensa y las pesquisas de una comisión real. Quedó fuera del gabinete y, aunque le dieron un cargo honorífico, pasó 20 meses de abatimiento, hasta que en noviembre de 1915 dimitió y se fue al frente. En enero de 1916, el teniente coronel Churchill se hizo cargo del VI Batallón de Fusileros Escoceses, en Flandes. Llegó con un buen equipaje, con brandi, puros e incluso una bañera portátil, y enseguida se ganó a sus hombres. Su experiencia en el fango de Flandes duró seis meses, en los que infundió a sus tropas coraje y disciplina, pero no se vio inmerso en ninguna operación importante.
A finales de mayo regresó a Inglaterra para hacer frente a la comisión que investigaba el fiasco de los Dardanelos. En mayo de 1917 la comisión lo exculpó. Entonces, el panorama era muy distinto; los Estados Unidos se habían sumado a la contienda y David Lloyd George encabezaba un Gobierno de coalición que nombró a Churchill ministro de Municiones. La noche del armisticio en 1918 lo celebró cenando en Downing Street con el primer ministro.
Sus días de guerra
-Madera de líder. Churchill demostró en sus cargos políticos unas grandes dotes de organización y una enérgica autoridad. Estuvo destinado seis meses en el frente como teniente coronel [se había formado en la Academia de Sandhurst y tenía experiencia militar en la guerra de Sudán], y ya allí dejó claro que tenía madera de líder.
-El correo feliz. HItler decía que había sentido «una alegría apasionada de ser soldado». Luego, la propaganda nazi agrandó su experiencia guerrera. Pero es cierto que lo condecoraron. La distinción, glorificada después por la parafernalia nazi, la logró gracias a un oficial judío, el teniente Hugo Gutman. Paradojas del destino.
-Un hombre frío y ambicioso. Stalin vivió la Primera Guerra Mundial en diferido y se benefició de las consecuencias que tuvo para los revolucionarios. A Stalin, sus años siberianos le enseñaron a ser un superviviente y dispararon su astucia y su fortaleza.
¿Y Franklin Roosevelt?
-Al frente de la marina. Abogado de 32 años, Roosevelt era secretario adjunto de la Marina de los EE.UU. al comienzo de la Primera Guerra Mundial. Su papel en el fortalecimiento del cuerpo fue tan destacado que le sirvió para convertirse en el máximo responsable de la Marina cuando EE.UU. entró en la guerra. Lo hizo bien: logró fondos y apostó por los submarinos. En 1918 estuvo en Inglaterra y departió por primera vez con Winston Churchill.
-La guerra que los unió. Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Iosif Stalin en la Conferencia de Yalta, al final de la Segunda Guerra Mundial.
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