La débil oposición
El Gobierno actual se basa en una coalición difícil, que por añadidura está a 21 escaños de la mayoría absoluta, pero a pesar de los malos presagios que se hicieron a su llegada, la relación PSOE-UP está resultando eficaz y operativa —ambas partes han conseguido tolerarse, admitir las discrepancias internas y sin embargo solidificar las coincidencias que son abundantes—. Le está siendo difícil gobernar por la gran fragmentación del arco parlamentario y por el sectarismo de los intereses nacionalistas en juego, pero no es imposible que la reconstrucción haga posible la formalización de unos Presupuestos Generales del Estado, que darían vida a la legislatura. En cambio, la oposición, también muy fracturada, tiene cada vez más dificultades para presentarse como opción alternativa (en realidad, será imposible que converja en una única propuesta congruente), lo que tiene varios efectos contradictorios: de un lado, facilita por razones obvias la estabilidad del gobierno; de otro lado, imposibilita los grandes consensos ya que difícilmente la derecha podrá ser representada por una sola voz, por una única opinión sobre cualquier asunto, a la hora de intentar un pacto con la izquierda.
Casado es, objetivamente, el líder de la oposición, pero lo es de forma tan precaria —88 diputados— que está a merced de sus vinculaciones y alianzas para desempeñar esta función y obtener de ella el rendimiento que precisaría para aspirar con fundamento a provocar la alternancia en las siguientes elecciones. En teoría, los dos grandes partidos siguen siendo el PP y el PSOE, los actores del antiguo bipartidismo imperfecto, pero los equilibrios han de plantearse y conseguirse con mentalidad pluripartidista.
La principal contrariedad que perturba y disminuye la posición del PP es el buen resultado de Vox, que desborda al PP por la derecha y que ha conseguido en noviembre nada menos que 52 escaños. El otro socio, ese más razonable, por el lado contrario es Ciudadanos, que si embargo se ha estrellado por sus incongruencias y derivas absurdas y sólo puede aportar diez escaños (es una mala noticia para Casado pero también tiene su lado bueno, ya que Albert Rivera aspiraba a disputarle el liderazgo conservador). En estas condiciones emanadas de las últimas elecciones generales, Casado tenía ante sí una alternativa endiablada: o mantener la pureza democrática y permanecer a distancia de Vox —hacer operativo el cordón sanitario— o arrojarse en sus brazos, lo que, como se ha visto en Europa, resulta muy peligroso para la derecha democrática: el militante/simpatizante del PP que vea a Vox con buenos ojos, tenderá a deslizarse hacia la formación de Abascal; y el votante del PP que sea un verdadero demócrata y se sienta horrorizado por las derivas racistas y xenófobas de la extrema derecha dejará de votar al PP.
Con todo, Casado tenía pocas posibilidades de mantener su estabilidad personal en el partido y en la política concreta si no pasaba por las horcas caudinas de la foto de Colón, que mostraba claramente el tripartito de derechas, denominado maliciosamente ‘trifachito’. La fórmula le proporcionaría un muy relevante poder territorial —particularmente en Madrid—, que reforzaría su voz como líder de la oposición y le daría armas para mantener una oposición beligerante y creíble. El método se ensayó en Andalucía y se ha desarrollado en la capital y en otras comunidades autónomas y ayuntamientos de relieve, como es conocido.
Este planteamiento, que permitía a la derecha practicar una oposición fuerte y dura frente a un gobierno de coalición en minoría que ha de cargar con la debilidad congénita que implica la fórmula, ha tropezado sin embargo con dos obstáculos: en primer lugar, con la pandemia, donde el PP ha mostrado algunas de sus antiguas miserias —su propensión a extender la sanidad privada en detrimento de la pública y la pésima gestión, principalmente privatizada, de las residencia de ancianos— y no ha aportado soluciones, ha estado falto de reflejos y ha quedado en evidencia no anteponiendo el interés general a sus objeciones alambicadas… El archivo judicial de la causa contra José Ignacio Franco, delegado del gobierno en Madrid, a quien la derecha le atribuía responsabilidades penales por no haber prohibido la manifestación feminista del 8 de marzo, saca a la luz las marrullerías que la oposición utiliza para tratar de sacar alguna rentabilidad a la pandemia. Muertos aparte.
La oposición renovada de Ciudadanos
En segundo lugar, el partido Ciudadanos de Arrimadas no tiene demasiado que ver con el de Rivera, y la nueva lideresa está intentando a ojos vista virar hacia el centro, lo que puede volver imposible cualquier colaboración de Ciudadanos con Vox, cuyas estridencias radicales tienen forzosamente que repugnar a la mayor parte de la antigua/actual clientela de los centristas.
Si el PP no consigue mantener cierta distancia clara con Vox, el alejamiento de Ciudadanos será un hecho irrefrenable, y algunos síntomas bien elocuentes se perciben ya en la comunidad de Madrid, donde el vicepresidente Aguado no ha querido cargar con el baldón de un sistema de residencias de mayores en gran parte privatizado, totalmente infradotado, fuera de control y sin la atención sanitaria mínima con que debería contar. De momento, la pugna entre el consejero de Sanidad, del PP, quien es responsable de los protocolos que impidieron hospitalizar a los asilados, y el consejero de Asuntos Sociales, que ha considerado inmorales y hasta ilegales tales criterios, tendrá repercusiones jurídicas, que con facilidad se traducirán al terreno político.
Así las cosas, a nadie le podría extrañar que Ciudadanos rompiese en determinado momento con la extrema derecha y dejase al “trifachito” convertido en impotente bipartito, que perdería la mayor parte del poder territorial que ahora ostenta, incluidos el ayuntamiento y la comunidad de Madrid. Casado necesita, en fin, hacer encaje de bolillos para mantenerse en candelero, y no parece que la parte más radical de su entorno, con Álvarez de Toledo al frente, vaya en dirección de afirmar esa estabilidad en lo que queda de la legislatura, que probablemente sea bastante todavía.
Escenarios para después de una crisis
El economista Daron Acemoglu, profesor de Economía en el MIT, y James A. Robinson, politólogo en Harvard, son autores de dos ensayos clásicos, Por qué fracasan los países (2012) y El pasillo estrecho (2019) que han descrito con refinamiento e inteligencia las claves de nuestras democracias, las razones del éxito y el fracaso de los regímenes pluralistas, y el angosto pasillo que nos conduce a sistemas prósperos y libres. En ocasiones anteriores he traído a estos pensadores a esta columna porque tales obras se han afianzado en el debate de la globalización.
Los dos libros son anteriores a la pandemia, pero Acemoglu ha publicado ya algunos análisis con posterioridad al desencadenamiento de la Covid-19, que ha dado lugar a lo que en el primero de los libros antecitados se denomina “una coyuntura crítica”, cuyas consecuencias dramáticas no han hecho más que comenzar a mostrarse: está habiendo una recesión global sin precedentes que genera tasas de desempleo y de pobreza desconocidas, que ha desbordado tensiones que estallan con furor imprevisto (en USA, tras el asesinato de George Floyd) y que pone de manifiesto la ineptitud de las elites que han sido incapaces de gestionar la pandemia —los sistemas sanitarios estaban desarmados, incluso en los países más desarrollados— y que no dan muestras de saber qué hacer en aras de la recuperación. Sin embargo, con ocasión de la pandemia, estamos asistiendo a una expansión espontánea de lo público, de forma que el gobierno ha asumido en nuestras democracias un papel y un ascendiente desconocidos, estableciendo estados de excepción, limitando libertades y actuando sobre la economía. Curiosamente, las opiniones predominantes, incluso las conservadoras, se muestran partidarias de que esta intervención no ceda sino de que se incremente.
Pues bien: Acemoglu ha desarrollado en uno de sus artículos más recientes —El estado post-COVID— cuatro posibles escenarios pospandemia, que deberían representar, según sus estudios anteriores, un “cambio institucional radical”. El primer escenario es la pasividad: “no hacemos ningún esfuerzo serio para reformar nuestras instituciones en quiebra, o para abordar las inequidades económicas y sociales que se han vuelto endémicas. No fortalecemos el papel de la experiencia y la ciencia en la toma de decisiones, ni tomamos medidas para aumentar la capacidad de recuperación de nuestros sistemas económicos, políticos y sociales. Simplemente aceptamos la profundización de la polarización y el colapso de la confianza pública. Este camino será el elegido si nuestros líderes no entienden la gravedad del problema”. Si las cosas fueran de este modo, lo más probable sería que la política democrática se empezara a desmoronar y acabara siendo sustituida por el nacionalismo populista.
El segundo escenario podría denominarse ‘China-Lite’ (China-Ligera): la sociedad podría tender a pensar que un amo poderoso —el Leviathan hobbesiano— es el único que puede protegerle de un enemigo igualmente poderoso. En realidad, esta respuesta, que considera ineficiente la democracia, es lógica en este momento, con China en candelero y USA en el foso de Trump: hace falta un poder fuerte contra la pandemia, pero es falso que la gobernanza democrática no pueda enfrentar eficazmente los desafíos de un mundo globalizado e interconectado. El riesgo es que nos deslicemos sin darnos cuenta hacia este peligroso autoritarismo, no tan eficiente y sin embargo castrador y venenoso.
El tercer escenario es el tecnocrático, el del dominio tecnológico o ‘servidumbre digital’. Explica Acemoglu que probablemente las grandes tecnológicas serían más eficientes que la administración Trump en la lucha contra el coronavirus, pero su victoria en esta contienda las liberaría de cualquier control público y esas compañías privadas acumularían cada vez más poder; “y en ausencia de una alternativa viable basada en el Estado, el público podría expresar pocas objeciones. Las mismas empresas, por supuesto, continuarían recolectando datos personales y manipulando el comportamiento de los usuarios, pero tendrían que preocuparse aún menos del gobierno, que se convertiría en una especie de sirvienta servil de Silicon Valley”.
La cuarta opción sería el “estado de bienestar 3.0”. El autor lo define como una evolución del estado de bienestar clásico que incluya una red de seguridad social más fuerte, una mejor coordinación, una regulación más inteligente, un gobierno más efectivo, un sistema de salud mejorado… Es decir, el modelo occidental sensiblemente reformado y optimizado. A esta tarea nos deberíamos poner cuanto antes.
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