EN EL GUGGENHEIM DE BILBAO
‘The Visitors’, la joya audiovisual del año
Emocionarse en un museo cada vez es más difícil. Convertidos en centros de hábitos individualistas, carentes de honestidad y originalidad, han logrado levantar un muro invisible entre los espectadores y la obra. A veces esa incomunicación se rompe y entonces la experiencia se vuelve imborrable. The Visitors se ha convertido en una de las comuniones más descaradas y emocionantes que hemos visto en los dos últimos años.
El montaje audiovisual de poco más de una hora del artista Ragnar Kjartansson (1976) -hasta el próximo 7 de septiembre en el Museo Guggenheim de Bilbao- es una de las mejores metáforas sobre las capacidades de la comunidad, contra las fabulosas historias del éxito individual. A la institución vasca debemos la creación de la sala Film & Video, donde el artista islandés ha montado nueve pantallas, en las que hace un alegato a favor de la colaboración, de la familia y la amistad; fraternidad contra sociofobía.
La obra ha sido reconocida, paradójicamente, como bohemia y nihilista desde que empezó a exhibirse en el circuito internacional en 2012, sin tener en cuenta que Kjartansson pone en escena –bajo una actitud romántica y sentimental- las posibilidades que tiene la sociedad como grupo, para ayudarse y protegerse. La obra es un reclamo para la fortaleza moral, la bondad, la inteligencia y el apoyo mutuo. Y lo hace sin panfleto, desvelandouna experiencia demasiado íntima como para pasar por ella sin padecerla.
Nueve grandes pantallas están repartidas por la sala a oscuras. Nada más entrar encontramos a Ragnar en una bañera a rebosar, tocando su guitarra acústica. ¿Recuerdan el cuadro de Jacques-Louis David en el que recoge la muerte de Marat? El artista toca y canta una versión de un poema que escribió su ex mujer: “Las estrellas explotan a tu alrededor, pero no hay nada que puedas hacer”. Es un lamento por el punto final, un adiós que emana de las entrañas del dolor al hacerse consciente de lo que ha terminado.
La comunidad sonora
Un canto angustioso y vital desde una bañera. La parodia rebaja melancolía y el humor explota la esperanza de seguir adelante. En el resto de las pantallas, los otros músicos interpretan en habitaciones distintas, aislados, pero comunicados entre auriculares, tocando al tiempo. Conectados al grupo respetando su intimidad, pero colaborando en la creación. El pianista fumando un puro, la acordeonista, el bajo, el guitarrista en una cama donde duerme su pareja, el bajo en el escritorio, el batería en la biblioteca y el jardín.
Y una hora después de este mantra inagotable (“Las estrellas explotan a tu alrededor, pero no hay nada que puedas hacer”; y “Una vez más encajo en mis formas femeninas”) abandonan sus islas, para reunirse en el salón de la destartalada mansión Granja Rokeby (en el Estado de Nueva York) y brindar por algo. Lo que sea. Que siguen vivos y juntos. Y Ragnar con una toalla marrón y su guitarra.
El sonido de la toma única lo envuelve todo; la cadencia melancólica va aumentando con cada repetición. Las nueve pantallas y los nueve canales hacen de este montaje una experiencia sonora frágil y emocionante, sobre sentimientos profundos y tristes de un matrimonio que se va a pique. Porque, además de ser la banda sonora contra la fábula del éxito, la desconfianza, los retos y la superación, recupera la amenaza que pone en peligro al grupo. De ahí el título, The Visitors, que es tomado del último disco de ABBA, de 1981, que supone el final del grupo tras las tensiones internas.
Kjartansson no quiere poner a prueba tu paciencia, simplemente quiere que te abandones a un largometraje musical del que no se quiere salir.
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