Los problemas del reformismo progresista: apuntes incompletos
Por José Moisés Martín Carretero (@jmmacmartin) economista y miembro de Economistas Frente a la Crisis
Uno de los ejercicios intelectuales más estimulantes que puede hacer alguien preocupado por la gestión de lo público desde posiciones progresistas es realizar un repaso a los comunicados y documentos de trabajo de lo que hace quince años es uno de los foros más relevantes en materia de elaboración política: los encuentros Progressive Governance.
Estos encuentros, iniciados en 1999 en Berlín, dieron el pistoletazo de salida a una nueva visión de la izquierda occidental. En efecto, ese año coincidieron en el poder Blair, Schröder, Clinton y otros muchos progresistas que dominaron la escena política de finales de los años 90 y principios del nuevo siglo. El nuevo centro, la tercera vía, o el centrismo del presidente norteamericano ofrecían un conjunto coherente de axiomas que se suponía podrían superar la dicotomía entre la nueva derecha y la vieja izquierda, ofreciendo un marco progresista de gestión de la globalización y la integración económica. Esta visión de la izquierda contó con la participación de numerosos intelectuales progresistas, entre ellos, y de manera destacada, Anthony Giddens.
Desde aquél momento fundacional, y de manera anual, la Progressive Governance Conference ha reunido a líderes del centro izquierda de los cinco continentes, en seminarios organizados en Europa, América Latina o África, intentando dibujar un marco en el que desarrollar políticas capaces, por un lado de ofrecer bienestar y justicia social a la población, al tiempo que no sacrificaban la “irremediable” inserción en la economía global.
Presentado como una alternativa al neoliberalismo rampante de los años ochenta y noventa, el concepto clave del reformismo progresista era –y sigue siendo-“Modernización”. Modernización del Estado, de las relaciones socioeconómicas, de las políticas de bienestar y de los patrones de crecimiento. Como expresaba el propio Giddens, ir “más allá de la izquierda y la derecha”. De alguna manera, y tras la ofensiva neoliberal de Reagan y Thatcher, el reformismo progresista se presentaba como una alternativa viable.
Criticado por sus detractores de izquierda y derecha, el nuevo esquema de esta gobernanza progresista podría sintetizarse de la siguiente manera:
- La justicia social se consigue a través de la elevación de los niveles de vida y la generación de riqueza, no tanto a través de la redistribución. Cuanto más crecimiento económico haya, menos gente sufrirá las condiciones de la pobreza. Para ello, apuesta por el crecimiento basado en la innovación y el conocimiento. La desigualdad, elemento clave en el discurso de la izquierda, deja de ocupar la centralidad para dejar paso a la lucha contra la exclusión.
- Las políticas sociales deben ser cogestionadas: el individuo tiene una responsabilidad en su propio bienestar y en su propia seguridad. El estado no puede suplir la falta de responsabilidad personal, sino “activar” y “dinamizar” a la población que debe ser capaz de desarrollar su proyecto vital en un entorno flexible y cambiante.
- De manera coherente con el anterior axioma, la tarea de un gobierno progresista es conseguir que todas las personas tengan acceso a competencias y habilidades necesarias para esa “activación”. El esfuerzo del Estado Social debe concentrarse en garantizar esa igualdad de oportunidades de partida, a través de la inversión en la educación y en las etapas tempranas de la vida, para dotar a las personas de las herramientas necesarias para dirigirse responsablemente y activamente durante el resto de sus días.
- Debe existir compatibilidad entre los niveles de bienestar y seguridad social y la competencia global, por lo que hay que actuar en ambos sentidos: mejorando la competitividad nacional y ofreciendo un marco global compatible con el desarrollo humano sostenible a largo plazo. El reformismo progresista es activista en materia de política internacional, y, muy especialmente, política europea.
- El mix idóneo para el desarrollo de estas políticas es un buen equilibrio entre el mercado y el estado, que no deben ser contradictorios entre sí, sino complementarios. El reformismo progresista reconoce que los mercados no son perfectos y que el Estado debe hacer frente a sus fallos, al tiempo que también reconoce que el Estado y las políticas públicas sufren ineficiencias y sesgos que deben ser corregidos por el mercado, en un marco de responsabilidad fiscal. Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario.
El núcleo de la propuesta (crecimiento económico basado en la innovación, responsabilidad individual, Estado inversor en igualdad de oportunidades, gestión de la globalización y modernización económiica) es tan potente que se ha insertado como un nuevo código genético en el debate político actual, ocupando la centralidad del espectro político capaz de competir –y dialogar- con el neoliberalismo y sólo contestado desde la derecha de la derecha (nacionalismo, populismo de derechas) y desde la izquierda de la izquierda (ecosocialismo, anticapitalismo). Tal es así, que en los primeros años del siglo la presencia de socialistas o socialdemócratas en gobiernos de la Unión Europea fue apabullante, para luego mantener una presencia significativa pero minoritaria.
Sin embargo, en términos prácticos sus resultados han sido, cuando menos, mediocres. El estallido de la crisis económica global ha puesto en entredicho algunos de sus postulados fundamentales, y los resultados alcanzados hacen pensar en la viabilidad política de la propuesta. Sin querer hacer aquí un balance exhaustivo, que requeriría de muchísimo más espacio, si conviene apuntar algunos elementos.
En relación con el crecimiento económico, lo cierto es que, al menos en Europa, éste ha sido, desde el inicio de los años 90 y hasta la crisis, muy decepcionante, con un diferencial de crecimiento a largo plazo sobre Estados Unidos muy significativo. La promesa del crecimiento guiado por la innovación sólo ha tenido resultados parciales, y, en economías como las de la periferia de la Unión Europea, prácticamente inexistente, ya que el modelo de crecimiento se basó en el recurso al endeudamiento masivo con las consecuencias que ahora sufrimos. Plantear un enfoque exclusivamente de oferta en las políticas de crecimiento es un grave error. Las perspectivas de futuro no son mucho mejores. El crecimiento medio esperado del output potencial de la Eurozona apenas alcanza el 1% del PIB para los próximos 10 años. El previo a la crisis fue del 2%, y ya nos parecía insuficiente. Además, los frutos de ese escaso crecimiento se han distribuido de manera desigual, beneficiando desproporcionadamente a las rentas del capital, como bien se ha encargado Thomas Piketty de demostrar.
En segundo lugar, la apelación a la responsabilidad individual en sociedades con fuerte raigambre liberal o con gran tradición socialdemócrata –los países nórdicos- puede tener buena recepción, pero en sociedades con una estructura social clientelar –mediterráneo- o corporativista –centroeuropa- es difícil romper las resistencias que se generan en torno a ese concepto. Varias generaciones de europeos se han sentido seguros en la red generada por el pacto social de postguerra en torno al Estado Social protector, la negociación colectiva, o el vínculo comunitario, y no tienen otras herramientas que esas para hacer frente a su condición de clase media. Apelar a determinadas alturas vitales a un cambio en la manera de enfrentarse al mundo es objetivamente difícil y la reacción esperable es la resistencia o la resignación, pero pocas veces la activación. Tal es así, que el coste político de determinadas reformas fue tal que algunos gobiernos sucumbieron en el proceso, como el del propio Schröder.
Los efectos sobre la igualdad de oportunidades de partida han sido muy poco efectivos. El gasto destinado a infancia y familias se ha mantenido prácticamente invariable como proporción del gasto social total, cuya principal partida siguen siendo las pensiones y la atención a los mayores.
Parece claro que la transformación desde un estado social “protector” a otro “inversor” tiene algunos limitantes. El primero de ello es que la base del sistema está pensada para el grueso de la población y ese grueso de la población se encuentra situado, en términos demográfico, en una clase media estable y avejentada. Modificar las prioridades de gasto social desde etapas más posteriores de la vida a etapas previas requiere de una o dos generaciones que asuman el coste –los que no tuvieron igualdad de oportunidades en la infancia y ahora ven como se lamina el mecanismo reequilibrador del estado social clásico- y son precisamente esas dos generaciones las que se encuentran en la centralidad política y electoral. El ejercicio de “generosidad intergeneracional” que requiere este cambio de orientaciones es poco probable. En una encuesta realizada por Policy Network en 2011 en 6 países, entre un 34% y un 60% de los encuestados no estaban dispuestos a recortar ningún gasto del estado social “clásico” para financiar el estado social inversor.
Por otro lado, el propio esfuerzo en la “igualdad de oportunidades desde la cuna” olvida en ocasiones que la estructura social en la que se construyen las trayectorias vitales es tanto o más importante que el esfuerzo en nivelación de las competencias personales que ofrece el sistema educativo. En un contexto de “generaciones superpuestas”, la situación de la generación anterior influye –y mucho- en la generación futura. La mejor manera de apoyar a un niño es apoyar a su familia. (Para conocer más sobre esta contradicción, nada mejor que leer los excelentes trabajos de José Saturnino Martínez).
En materia de gobernanza de la globalización, los resultados han sido claramente insuficientes y no han sido capaces de superar el paradigma neoliberal y de trascender la soberanía nacional y las dificultades de coordinación internacional, salvo en aspectos testimoniales como en lo relacionado con la Cooperación al Desarrollo y los Objetivos de Desarrollo del Milenio, y esto mismo de manera muy limitada. En materia de gobernanza de los flujos financieros internacionales ha sido un rotundo fracaso –como la crisis financiera internacional se ha encargado de evidenciar- y el estancamiento de la OMC y su “Ronda de Desarrollo” es otra prueba de su incapacidad, teórica o fáctica, de superar determinadas inercias en el sistema global. La irrupción de nuevos actores en el escenario internacional, como los países emergentes, y el renacer de China como potencia global, han trastocado enormemente el proyecto inicial. Ni siquiera se ha logrado reequilibrar el poder político en las instancias multilaterales, y el G20, que podría haber sido un marco más incluyente de gobernanza global, se ha visto claramente sobrepasado por la realidad.
Sus resultados en materia de relaciones mercado-estado han sido también poco alentadores. De manera general, el reformismo progresista se ha mostrado demasiado escéptico en relación con la necesidad de utilizar el Estado para ordenar la vida económica y social, y ha confiado demasiado en la estructura de incentivos que ofrecía el mercado. El resultado ha sido una creciente despolitización de las relaciones económicas, lo cual circunscribe el debate al sector público, su tamaño y su utilidad. Aun reconociendo los fallos del mercado y la necesidad de hacerles frente desde lo público, el reformismo progresista no ha sido capaz de avanzar una auténtica doctrina de los bienes públicos y de sus déficits de provisión por parte del mercado en materia económica, social o ambiental. Por poner un ejemplo, sólo en fechas muy recientes, y de manera muy tímida, se vuelve a hablar de “política industrial”. En materia de responsabilidad fiscal, muy pocos cuestionan ya los perniciosos efectos de la austeridad fiscal y su impacto procíclico en la reciente crisis económica.
El balance tiene, por lo tanto, muchas sombras y pocas –aunque algunas- luces. Ante el mismo, no han faltado ni faltan voces que se encargan de señalar los “responsables” del fracaso: desde los intereses corporativistas de determinados sectores, las deficiencias institucionales y la escasa preparación y vocación de las élites, hasta la ausencia de autocrítica en una ciudadanía poco proclive a asumir su parte de responsabilidad en el proyecto. Otros insisten en que la “dosis de reforma” ha sido insuficiente, y que hay que seguir profundizando en las mismas.
A juicio de este autor, el principal problema que tiene el reformismo progresista es sencillamente su falta de credibilidad. Los magros resultados obtenidos hasta la fecha, las divergencias entre los proyectos y las realidades de gobierno, y la falta de “margen de maniobra” en economías altamente integradas en los mercados globales, hacen perder confianza en una propuesta intelectualmente estimulante pero política y prácticamente poco exitosa. Fracasado en su intento de construir un estado social “dinamizador” de la ciudadanía, su agenda de modernización económica es prácticamente indistinguible de la agenda neoliberal: austeridad fiscal, liberalización e integración económica internacional.
Sin embargo, con todo, el acervo acumulado en estos años de formulaciones políticas reformistas y progresistas no debería ser abandonado a las primeras de cambio. Antes que seguir repitiendo modelos de dudosa viabilidad, y antes de sacarse de la chistera propuestas con “tirón” pero sin resultado práctico alguno, una verdadera fuerza progresista y reformista debería ser capaz de extraer lecciones de los éxitos (que los hay), de los fracasos (que esos seguro que los hay) y plantearse honestamente cómo reformular las cuestiones clave que necesitan ser abordadas.
Lo que es sin duda una vía muerta es insistir en la receta para terminar culpando de sus debilidades a instituciones obsoletas, políticos incompetentes o ciudadanos egoístas. Allí donde ha gobernado, o donde lo hace ahora, el reformismo progresista se encuentra, básicamente, con dificultades propias del diseño de su propio proyecto.
El reto político e intelectual es enorme. Si el reformismo progresista quiere volver a ser “el partido de las ideas”, debe ser capaz de redimensionar las dificultades fácticas de su proyecto político y ofrecer alternativas viables y creíbles. De lo contrario, terminará siendo una nota al pie de página en la historia de las ideas políticas.
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