domingo, 4 de marzo de 2018

Manualillos fiscales....

Impuestos panameños, servicios noruegos

Los impuestos son el precio de la civilización. Sin ellos, el sector público, ése que nos proporciona seguridad jurídica a través de las leyes y el sistema judicial, cohesión social a través de las prestaciones sociales, seguridad ciudadana a través de las fuerzas y cuerpos de seguridad, infraestructuras de transporte a través de la obra pública, que recoge nuestras basuras o provee de formación para nuestros jóvenes e hijos a través del sistema educativo, no tendría los recursos necesarios para actuar. Por pequeño que sea el presupuesto público, por pequeña que sea la organización social que sostienen nuestras preferencias políticas, siempre se necesitará una fuente de impuestos. Pagar impuestos es consustancial a nuestra forma de entender la vida en sociedad. Siempre hay una serie de bienes públicos, por mínimos que sean que deben ser satisfechos con aportaciones de los ciudadanos, porque, como bien explicaron Holmes y Sustein en su magnífica obra “El coste de los derechos”, la libertad y los derechos tienen un coste, y ese coste son los impuestos.
Desde ese estado mínimo, la acción pública se ha ido extendiendo y, hoy por hoy, en las sociedades avanzadas, los instrumentos del sector público están muy desarrollados: educación, sanidad, infraestructuras, I+D, políticas sociales… Cuantos más servicios proporciona el Estado, y de más calidad son, más altos son los impuestos.
El caso está bien explicado por la teoría económica. Cuando las aportaciones para los bienes públicos –como la seguridad ciudadana, la preservación del orden público o la mera garantía del derecho a la propiedad frente a los robos o las apropiaciones indebidas- se sostienen exclusivamente con aportaciones voluntarias, los incentivos para que alguien se aproveche de estos bienes públicos sin aportar a su mantenimiento son muy altos. Por eso las aportaciones son obligatorias. Así, tenemos el caso de las comunidades de vecinos, entidades privadas que recolectan, a través de contribuciones obligatorias, el dinero suficiente para el mantenimiento de los edificios o la calefacción central. Todos conocemos algún caso de vecino que no paga sus recibos, con el consiguiente enfado del resto de la comunidad y la acumulación de deudas por parte del moroso.
España no se caracteriza por tener unos impuestos altos: el promedio de ingresos fiscales se sitúa unos siete puntos por debajo de la media de la Unión Europea. De acuerdo con un informe de FEDEA, los impuestos que paga la clase media no superan el 30% de sus ingresos, salvo para el 1% más rico, donde alcanzan el 37%. Paradójicamente, el 10% más pobre de la población paga, fundamentalmente a través del IVA, casi tantos impuestos como el 10% más rico. Según el CIS, un 35% de los españoles estaría dispuesto a pagar más impuestos por tener mejores servicios públicos, y sólo un 15% estaría dispuesto a bajarlos. Por eso sorprende la defensa de las bajadas de impuestos compulsiva y demagoga de nuestros políticos. Cuando nos dicen que quieren “aliviar” los bolsillos de la clase media trabajadora a través de una bajada de impuestos, o recuerdan al charlatán de Laffer que defendía que con menores impuestos se recauda más, nos están diciendo que tendremos menos recursos para la educación pública, la sanidad, las infraestructuras, la I+D o la modernización de la justicia.
En materia fiscal, la magia no existe: el efecto generalizado de las bajadas de impuestos es la reducción de la recaudación. Según la agencia tributaria, las bajadas de impuestos de 2015 y 2016 supusieron un impacto de diez mil millones de euros menos de ingresos. Nada es gratis, y si queremos tener servicios públicos noruegos, no podemos pagar impuestos panameños. En un país donde hay hospitales que se hunden o las líneas de transporte público se averían todos los días, es para pensarlo.

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