lunes, 5 de marzo de 2018

Mujer: El Estado de la cuestión....

Los Rostros de la Opresión de la Mujer en Europa: el Estado de la Cuestión


Europa se encuentra en serias dificultades, unas dificultades que carecen de parangón en la historia de la Unión Europea, desde que, hace seis décadas, ésta viera la luz como proyecto humano de vocación económica, política y social. Europa está sufriendo las graves consecuencias sociales de una crisis económica que se prolonga en el tiempo mientras se enfrenta a la creciente amenaza del terrorismo, así como al aumento del populismo, del autoritarismo, del nacionalismo xenófobo y del fundamentalismo religioso, todos ellos alimentados, en gran parte, por el desempleo (sobre todo entre los jóvenes) la pobreza y la creciente desigualdad social. Primero la amenaza del Grexit y luego la realidad del Brexit ejemplifican de forma palmaria la desilusión de muchos con el proyecto europeo, sobre todo de aquellos que le están perdiendo la partida al capitalismo global y los mercados financieros no regulados, que son los más, en un mundo de creciente desigualdad social. Un sentimiento parecido de desafección por parte de los marginados del sistema parece que alimentara igualmente la victoria de Trump en su día. Ante esta realidad son muchos los que no entienden el repunte feminista y plantean la necesidad de dejar atrás las luchas y políticas de identidad para centrarse en la cuestión realmente preocupante, el problema de la redistribución y de la desigualdad de clases.
En efecto, son muchas las voces del sector crítico que abogan por aprovechar este momento de Europa ante la encrucijada de su propia existencia para plantear un nuevo pacto social que sea capaz de ilusionar y convencer a los desafectados. La Declaración de Roma de los jefes de Estado y de gobierno del 25 de marzo de 2016 incluyó entre uno de los cuatro objetivos del programa de Roma para la próxima década, el fortalecimiento de la Europa social.[1] No obstante, frente a aquellos que piensan que la igualdad de la mujer es una mera distracción del objetivo central, estamos quienes pensamos que es ineludible que Europa aproveche el reto de renovar su compromiso con la justicia social para lograr, de una vez por todas, la igual ciudadanía de la mujer europea. Se trata, no sólo, de que estemos hablando, de entrada, de más de la mitad de la población y de que esta mitad de la población siga a fecha de hoy oprimida y de que eso es incompatible con cualquier visión de la justicia social. Se trata de que es necesario superar falsas dicotomías como las que históricamente se han planteado a la hora de decidir, entre las filas progresistas, si debe prevalecer la lucha de clases frente a cualquier otra agenda emancipadora. Las agendas de la justicia social y justicia de género deben avanzar conjuntamente porque además están íntimamente relacionadas. Ya estemos hablando de desempleo, de empleo precario, o, de pobreza, estaremos hablando siempre de males que afectan no sólo pero si más a mujeres que a hombres.
Me baso, para las afirmaciones que siguen, en datos extraídos de informes y estudios realizados en los últimos años.[2] Basándome en ellos explico por qué y cómo la opresión de las mujeres en Europa persiste a día de hoy. La filósofa política Iris Young define la opresión como cualquier sistema que reduzca el potencial de las personas para ser plenamente humanas, ya sea porque se las trate de una manera deshumanizada, o porque se les nieguen las oportunidades que les permitirían alcanzar su pleno potencial humano, tanto mental como físico. Según Young, la opresión tiene cinco rostros, a saber: la violencia, la explotación, la marginación, el “desempoderamiento” y el imperialismo cultural.
Pues bien: ¿en qué espejos se reflejan los cinco rostros de la opresión de la mujer en Europa?
Violencia
En primer lugar, el peor: la violencia.
De acuerdo con un reciente informe de la Agencia Europea de Derechos Fundamentales en la Unión Europea, 1 de cada 3 mujeres ha sufrido violencia física y/o sexual (al menos una vez desde sus 15 años), lo cual supone un total de 59,4 millones de víctimas(, con una proporción similar aplicable a niñas menores de esa edad). Sabemos también que ¡entre el 45 y el 55 por ciento! de las mujeres en Europa ha sufrido acoso sexual y que el 18 por ciento ha sufrido algún tipo de acoso, entre los que se encuentra de forma creciente el acoso cibernético que va camino de convertirse en una nueva tendencia, especialmente entre los jóvenes. Resulta especialmente doloroso constatar que para 1 de cada 5 mujeres, la violencia física y/o sexual sufrida se haya producido a manos de su actual, o antigua, pareja y al mismo tiempo alarma saber que sólo el 14 por ciento de las mujeres denuncia los incidentes más graves de violencia doméstica ante la policía.
Esto significa es que millones de mujeres europeas viven en un estado de terror y opresión, a menudo en sus propios hogares, colegios, barrios y centros de trabajo. La nueva Europa tiene que acabar con esta lacra.
Explotación y marginación
La explotación y la marginación, son, respectivamente, el segundo y tercer rostro de la opresión. En la actualidad, el porcentaje de mujeres empleadas sigue estando en un 60.4% frente al 70.8% (es decir a una diferencia de 10.4 puntos, que, se ha calculado se traduce en una merma del 2.8% del Producto Interior Bruto de la Unión, si tenemos en cuenta los ingresos cesantes, la pérdida en contribuciones y los costos públicos). Sabemos que por cada euro que los hombres ganan, las mujeres, incluso en el mismo puesto de trabajo y con el mismo nivel educativo, obtienen sólo 84 céntimos. La brecha salarial de género se perpetúa debido a la falta de transparencia en materia salarial, a la existencia de remuneraciones salariales no lineales y a la priorización del presentismo o de la antigüedad más que la productividad y la consecución de objetivos a la hora de fijar retribuciones. Aún más preocupante es que exista una diferencia de un 38 por ciento de media entre la pensión recibida por un hombre y la que recibe una mujer o el hecho de que un tercio de las mujeres no reciba pensión alguna, lo cual expone a las mujeres de edad avanzada, junto con las madres solteras, al mayor riesgo de pobreza y marginación de entre todos los colectivos de la población de la UE.
La segregación ocupacional concentra a las mujeres en los sectores menos lucrativos. Las empleadas siguen teniendo, en comparación con los empleados, cuatro veces más probabilidades de trabajar a tiempo parcial, y sobre todo de compaginar el trabajo doméstico con un empleo remunerado. En total, la diferencia de ingresos resultante de un menor salario por hora, un menor número de horas en trabajos remunerados y una insuficiente representación en los puestos mejor pagados, alcanza el 37 por ciento. Y ello sin contar los recursos derivados de activos financieros o bienes inmuebles, pues sobre éstos carecemos de esa información desglosada en función del género.
Entretanto, los hombres que trabajan dedican sólo 9 horas semanales a tareas y otros cuidados domésticos no remunerados, en comparación con las 26 horas que dedican las mujeres trabajadoras, soportando así estas últimas una carga casi tres veces mayor. Entretanto, muchas inmigrantes encuentran trabajos mal pagados y con contratos “en negro” como niñeras, limpiadoras, o personas de compañía para personas mayores, lo que posibilita que las mujeres con salarios elevados trabajen más horas sin depender de financiación o ayudas pública lo cual se traduce a su vez en la merma de los recursos de los países de origen que a su vez pierden la capacidad de recuperar la inversión que realizaron en la crianza y educación de esas personas –más allá de lo que puedan obtener a través de las remesas individuales, voluntarias y, normalmente, temporales–.
Se trata pues, precisamente, de lo que la filósofa Young llamaba explotación, es decir, la utilización del trabajo de las personas para producir ganancias sin ofrecerles una retribución justa a cambio; y también de lo que define como marginación: el acto de relegar a un grupo de personas a una posición social inferior o a los confines de la sociedad, donde cada vez encontramos a más madres solas tanto dentro como fuera de Europa.
Desempoderamiento
El “desempoderamiento” es el cuarto rostro de la opresión. Las mujeres todavía representan menos de una cuarta parte de los miembros de los consejos de administración de las empresas que cotizan en bolsa en los Estados miembros, a pesar de que constituyen casi la mitad de la mano de obra empleada. A fecha de noviembre de 2014, seguían con una representación de tan sólo el 28%, de promedio, en los parlamentos y gobiernos nacionales.
Aunque ha habido cierto progreso en el ámbito de las instituciones de la UE, seguimos estando lejos de la paridad. Pensemos por ejemplo en que la proporción de mujeres en el Parlamento Europeo alcanza ahora su cota más alta, con el 37 por ciento, pero a 13 puntos aún de la paridad. La Comisión está integrada por 19 hombres y sólo 9 mujeres; únicamente el 21 por ciento de los jueces del Tribunal de Justicia son mujeres; y el consejo de gobierno del en el Banco Central Europeo que sigue compuesto por 22 hombres y tan sólo 2 mujeres.
Imperialismo cultural
La última forma de opresión es el imperialismo cultural. En esencia, la injusticia de género radica en el androcentrismo, que no es más que un patrón institucionalizado de valoración cultural que privilegia los rasgos de la masculinidad al tiempo que devalúa todo lo que se presenta en clave femenina. Pensemos, por ejemplo, en el valor social del trabajo de prestación de cuidados, absolutamente imprescindible para la reproducción de la especie y, por lo tanto, para sostener la economía y la sociedad de mercado. Se trata de un valor social que no ha sido debidamente reconocido pues desde siempre ha existido una dualidad jerárquica entre el trabajo productivo y el reproductivo, a lo que el Nobel Stiglitz añade, una clamorosa falta de relación entre beneficios privados y retornos sociales. Son las normas sociales, y no un concepto claramente definido de productividad marginal, las que determinan los salarios.
Sin embargo, el androcentrismo no es la única forma de imperialismo cultural al que están sujetas las mujeres en Europa. La heteronormatividad y otras formas religiosas y étnicas de imperialismo también configuran sus vidas. Pensemos en las mujeres de la etnia gitana, las lesbianas o transexuales y en las limitaciones a una vida libre de violencia y de prejuicios que enfrentan de forma específica. Pensemos en las musulmanas que viven en Europa y encuentran dificultad para usar el velo islámico cuando, a pesar de ser adultas, así lo deciden cuando acuden a la universidad o a sus trabajos en la empresa.

[1] que define como “una Unión que, basada en el crecimiento sostenible, promueva el progreso económico y social…. que promueva la igualdad entre mujeres y hombres, así como los derechos y la igualdad de oportunidades para todos; que … luche contra el desempleo, la discriminación, la exclusión social y la pobreza; una Unión en la que los jóvenes reciban la mejor educación y formación y puedan estudiar y encontrar trabajo en todo el continente y una Unión que conserve nuestro patrimonio cultural y promueva la diversidad cultural”.
[2] como son el primer estudio sobre la violencia contra las mujeres realizado por la Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (FRA) en el año 2014 basándose para ello en entrevistas a 42.000 mujeres de los 28 Estados miembros de la UE o el “índice de igualdad de género” elaborado por el Instituto Europeo de la Igualdad de Género para medir la igualdad de género en la Unión Europea así como su evolución entre 2005 y 2012.

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