Si quieres ir rápido ve solo, pero si quieres ir lejos, ve acompañado. Esta vieja sentencia africana perseguirá a Pedro Sánchez durante toda su vida. No debe ser fácil arrastrar el récord de investiduras fallidas. Dos en poco más de tres años. Y lo que es todavía más sonrojante. En la segunda ocasión, incluso, con menos votos a favor que en la primera: 124 síes frente a los 131 que logró en 2016.
¿Soberbia? ¿Torpeza? ¿Ineptitud? O, simplemente, una incapacidad manifiesta para negociar con éxito a su izquierda y a su derecha. ¿O es que la culpa la tienen los 'otros'?, como se sugiere desde la Moncloa.
Es probable que la causa de tanto fracaso tenga que ver con un poco de todo. Pero no hay duda de que Sánchez tiene un problema de entendimiento con sus adversarios políticos.
Hay quien lo achaca a que el presidente es un lobo solitario de la política que se ha construido una imagen de resistente contra todos, lo que incorpora ciertas dosis de victimismo. Algo así como el mundo contra mí: Iglesias, Casado, Rivera, el Ibex, los banqueros, los periodistas, los dirigentes de su propio partido que recelaron en su día del Gobierno Frankenstein y que hoy callan… Y hasta la Iglesia a cuentade la exhumación de Franco. Todos contra Sánchez, como confesó un compungido Sánchez ante Jordi Évole antes del segundo asalto a Ferraz. Y no le fue mal.
El presidente en funciones, de hecho, ha sugerido en los últimos tres meses —desde el 28 de abril— que el resto de fuerzas políticas tienen la obligación de desbloquear la investidura "porque yo lo valgo", como ironizaba hace unos días un exdirigente de su partido condenado al ostracismo por el secretario general del PSOE. Simplemente, porque fue el candidato más votado: 123 diputados, casi el doble que los 66 que obtuvo Casado.
Pretendientes a la corona
Lo de simplemente no es retórica. Sánchez tiene un problema, y no es pequeño, tanto para él como para todos los futuros pretendientes a la corona monclovita. La Constitución diseña un sistema parlamentario y es el candidato encargado por el rey para la investidura quien debe buscar apoyos. De lo contrario, agua, como le ha sucedido en dos ocasiones.
No se ha cumplido la célebre teoría de Gaetano Mosca, para quien la élite de los partidos se caracteriza por disponer de una 'fórmula política'. Es decir, por valerse de una concepción del orden del pasado, del presente y del porvenir. Por lo tanto, un plan de intervención y actuación. O lo que es lo mismo, por ofrecer soluciones y no problemas.
El problema de España no son las instituciones herederas del Antiguo Régimen, sino las élites políticas
El adanismo, sin embargo, se ha impuesto en la política española. Es como si las preguntas clave del 98 volvieran a golpear la conciencia colectiva: ¿qué es España?, ¿cómo es España?, ¿qué le pasa a España?, ¿somos ya como Italia? Pero, ahora con una ventaja: la sociedad civil avanza, progresa. El problema ahora, al contrario que en otros momentos cruciales de la historia de España, no son las instituciones herederas del Antiguo Régimen: la milicia, el clero o la vieja aristocraciaque se resistía a perder privilegios. El problema ahora son las élites políticas.
Probablemente porque de tanto polarizar el voto, acentuando hasta la intransigencia el eje derecha-izquierda, el país se ha quedado sin centralidad. Incluso, sin política. La misma que ahora de forma denodada busca Sánchez antes del 23 de septiembre, fecha límite para una nueva investidura.
Régimen presidencialista
Y ya se sabe que quien cree que el mundo empieza con él, acaba pensando que todo gira alrededor de su persona. Yo o el caos. Sánchez o nada. No es un asunto cualquiera. Aunque cueste creerlo, y solo hay que echar un vistazo a los debates constituyentes, España, de tapadillo, y al margen del mandato constitucional, va camino de convertirse en un régimen presidencialista, lo que es incompatible con un sistema parlamentario en el que el presidente del consejo de ministros sale de los escaños del Congreso. Y el caso de Sánchez, probablemente, sea el más descarnado, aunque no el único.
El culto al líder, el bonapartismo, la ausencia de debates verdaderamente abiertos en los partidos —el que pierde cae en el ostracismo o es expulsado sin piedad—, el nepotismo, fruto de listas electorales cerradas, el alejamiento de la sociedad civil a la hora de tomar decisiones que afectan directamente a los ciudadanos, la endogamia, el sistema de cooptación para elegir a los cargos internos, y, por supuesto, la corrupción de las ideas, que es la peor de las corrupciones, parece que se han apoderado del sistema político, lo que explica que para muchos ceder es lo mismo que traicionar.
Nunca antes el campo de batalla de la política había estado tan yermo. El gatopardismo en estado puro. Como aquel viejo chiste de Ramón en la portada de Hermano Lobo, cuando un político encorsetado clamaba: "O nosotros o el caos", a lo que la gente respondía: "¡¡El caos, el caos!!". "Es igual, también somos nosotros", respondió sin perturbarse el orador.
La balcanización del parlamento, de hecho, parece que ha cogido a España, acostumbrada a la inercia del bipartidismo imperfecto, con el pie cambiado. O lo que es peor, se ha caído, como sostenía hace unos días una antigua dirigente del PP, en la dinámica del frontón, que, como se sabe, consiste en que quien pega con fuerza la pelota recibe, a su vez, una bola lanzada todavía con mayor violencia. Una especie de frenesí salvaje.
Un sistema colapsado
Pero si en el frontón, esto puede servir para ganar un punto, en la política esa estrategia lleva al colapso del sistema o, al menos, a exagerar de forma impúdica las diferencias. Justo lo contrario de lo que Raymond Aron llamaba "realismo político", que se basa en la razón de Estado.
"Resulta muy fácil negar la razón de Estado, pero mientras haya Estados habrá razones de Estado que, antes o después, se impondrán a los gobernantes", sostenía el mejor representante de esa generación de intelectuales conservadores a quienes algunos filósofos llamó reaccionarios de izquierdas.
¿Dónde fue a parar la regeneración política? ¿Puede presentarse alguien a una investidura sin tener garantizado un mínimo de apoyos? ¿No es obsceno ver a políticos que se empadronan en un lugar para seguir disfrutando de un sueldo público? ¿Qué fue de la supresión de los aforamientos ilegítimos? ¿Alguien vigila si las declaraciones de bienes de los altos cargos responden a la verdad o se oculta patrimonio? ¿No es una estulticia mantener abierto un Senado que no sirve para nada porque los partidos son incapaces de convertirlo en una verdadera cámara territorial, precisamente el asunto central de la política española? ¿Cómo es posible que la presidenta del Congreso tenga cerrada la cámara baja durante tres meses sin que ello no sea un escándalo? ¿O que el Tribunal Constitucional tenga sin resolver recursos presentados hace una década? ¿O que el ministro de Exteriores lo siga siendo cuando tiene pie y medio fuera del gabinete?
¿A quién hay que pedir cuentas cuando el país lleva políticamente paralizado desde 2015?
¿O que el de Fomento dedique más tiempo al partido que a resolver los problemas de su departamento? ¿O que el presidente del Gobierno vuelva de un Consejo Europeo donde se toman decisiones transcendentales y no dé cuentas a nadie? ¿O que el poder judicial, una institución clave en el Estado, siga sin ser renovado y todos sus miembros estén caducados? ¿Cómo se puede presumir de la cantidad de fibra óptica, como hizo el presidente Sánchez, cuando en amplios territorios es una odisea llamar por teléfono por falta de cobertura? ¿Es necesaria tanta alta velocidad cuando los territorios se abandonan, entre otras cosas, por ausencia de inversiones en tren convencional? ¿A quién hay que pedir cuentas cuando el país lleva políticamente paralizado desde 2015, y desde entonces el endeudamiento público ha crecido en más de 126.000 millones de euros? ¿O a quién hay que exigir explicaciones por el hecho de que para miles y miles de españoles en el extranjero sea una pesadilla ejercer el derecho más elemental de la democracia: el voto? ¿De verdad los que ocupan los cargos públicos son los mejores o, simplemente, son los más obedientes con el poder?
España, avanza
La molicie, la falta de interés por resolver los problemas pactando, la soberbia, la desidia respecto a la captura de talento, la campaña electoral permanente, el pornográfico reparto de cargos a la vista de todos en el templo de la democracia, el desprecio a las minorías, la incapacidad de gestionar la pluralidad política y el conflicto social, que es inherente a todas las sociedades, como acreditó Dahrendorf, parece que se han apoderado de la política española, a la que solo salva un sistema productivo que, con todas sus dificultades, sigue funcionando. La gente paga sus impuestos, las fábricas siguen funcionando, los profesionales de la sanidad o los maestros cumplen con sus obligaciones mientras que los políticos están a lo suyo.
Ni el populismo, ni el iliberalismo, ni la demagogia, ni siquiera la zafiedad intelectual, han caído del cielo. Son hijos de la (mala) política. Trump no estaría en la Casa Blanca si la crisis y la globalización desordenada no hubieran arruinado a la clase media estadounidense; ni Boris Johnson hubiera entrado en Downing Street si el sistema político británico hubiera estado a la altura en la gestión del Brexit; ni Salvinisería vicepresidente si los políticos italianos hubieran sido capaces de dar estabilidad política al país. Ya lo dijo el profesor Marina, la irracionalidad es un fracaso de la inteligencia.
Y después de un demagogo, ya se sabe, lo que viene es un salvapatrias. El pueblo, en algún momento, pedirá mano firme contra los políticos, y entonces es probable que ya sea demasiado tarde. Cuando las ideologías, que son el perímetro de lo intelectualmente posible, desaparecen llegan las soluciones milagrosas, los vendedores de crecepelo político que empujan hacia el abismo a las democracias liberales. Los que piensan que hay alternativas mejores a la propia democracia.
Algo falla cuando el país se encamina a las cuartas elecciones generales en cuatro años si nada lo remedia
No es extraño, por lo tanto, que la corrupción y el fraude sean el segundo problema que existe en España. O que el tercero sean, precisamente, los partidos políticos y la política. Algo falla cuando el país se encamina a las cuartas elecciones generales en cuatro años si nada lo remedia. Y lo que es peor, con la sensación de que se ha normalizado la repetición electoral como una especie de segunda vuelta que para nada amparan ni la Constitución ni las leyes electorales. Como decía hace algunos días Felipe González, es como si los políticos dijeran a los ciudadanos: vais a votar hasta que salga lo que yo quiero.
Mucho antes de esas palabras, un entristecido Amadeo de Saboya lo dejó por escrito antes de abandonar España: "Todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible hallar el remedio para tantos males".
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