sábado, 5 de abril de 2014

Pasó por Gijón...

Jodorowsky: la magia de un

 charlatán

Tres horas de terapia y reflexión en el Jovellanos con el artista chileno
Domingo30 de marzo de 2014
7
Asturias 24
Siempre tuve dudas sobre Alejandro Jodorowsky. Nunca supe a ciencia cierta si era un genio o un impostor. Leo a Rubén Paniceres y acepto que su figura extravagante esconde algo misterioso y sugerente que lo convierten en un tipo alucinado al que presto atención cuando su rostro se cuela en la pantalla de mi televisor. Reconozco cierta envidia al comprobar que su salud está blindada a sus 85 años de edad y que yo no lograré sostenerme en un bastón para cuando hayan pasado esos cincuenta años que nos separan. Lo cierto es que Jodorowsky consiguió que una película tan desquiciante como El Topo se convirtiera en un western de culto para la modernidad y aunque en la educación secundaria un profesor me convenció para aceptar que su dramaturgia pánica lo acercaba al panteón de los dioses, todo eso se ha quedado en una incendiaria parida diluida en el tiempo y el olvido.
El sábado, en el teatro Jovellanos, sólo vi a un charlatán practicando terapia de grupo ante un aforo lleno de devotos que seguían sus órdenes como en las mejores sectas sudamericanas. La repetición de vocales como mantras tibetanos, sentir el abrazo de un extraño, la confesión de tu vida a quien no conoces, fingir la muerte de tu padre y vomitar ante su imagen todas tus frustraciones... Creer que serás otra persona distinta y que todo habrá cambiado para mejor en cuanto acabe la función, no va conmigo, por mucho que Jodorowsky se empeñe en hacerme comprender que vivo encerrado en un megalómano yo, maniatado en mi ego superficial, incapaz de comprender la infinitud del Universo y de los infinitos nombres que tratan de explicarlo y bla,bla,bla...
Tres horas de charlatanería en torno a las frustraciones que nos rodean, palabrería vacua, para descubrir que soy un tipo miserable, un tullido sentimental incapaz de amar, sentir ni unirme al desolado corazón de todos los demás. Jodorowsky me invita a amar sin miedo, a meditar sin palabras, a construir a través de la colectividad, a sentirme un ser iluminado nacido para el bien, a buscar la esencia de mi ser en lo más hondo de mi alma, esa que por más que busco soy incapaz de encontrar porque los tipos mundanos como yo somos lo suficientemente retorcidos y desquiciantes que estamos provistos de una extraña intuición para captar el lado oscuro de las cosas.  Sin embargo, me hace pensar que la gente es buena y que lo comprende todo, que tiene una vida tan desesperada que se ha vuelto demasiado crédula o demasiado gilipollas como para aceptar que todo esto es una reverenda estafa. Ciertamente, uno descubre que la gente sólo aspira a ser feliz, amar, ser libre y cosas así y puede que el cinismo de uno sólo consiga ver a un ilustre mentiroso ante un público ingenuo mientras otros ven a un gran actor capaz de hacer que pase una hora de función o de terapia sin que haya dicho una sola palabra que me haga levitar.
Tengo esa extraña manía de pagar para que los demás hagan su trabajo, así que no me gusta ver como el personal suelta su pasta para adorar al gurú de la psicomagia, que apenas habla y sólo interviene para explicar ejercicios espirituales inspirados en el psicoanálisis y el método Stanislavsky. Siguiendo sus instrucciones, una mujer me cuenta su vida en seis minutos y me pide que yo le relate la mía. Pero yo no estoy para contarle mis traumas a nadie y menos a una desconocida, así que me lanza una mirada de odio que yo prefiero confundir con cierta ira o, en el mejor de los casos, una amarga tristeza que, desgraciadamente, desde el escenario Jodorowsky no puede detectar. Antes de que me vaya, otra mujer se sube al escenario para confesar que su marido la engaña, que vive confundida y extrañada. Se sabe cornuda, ay.
A la salida del teatro otro desconocido me pregunta qué tal Jodorowsky y sólo puedo decir que ante tantas reflexiones sobre el yo y la vida, al final va a resultar más honesto leerse cualquier bazofia escrita por Jorge Bucay.

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