La monarquía y la democracia
Miércoles 09 de abril de 2014
Independientemente de la credibilidad que se otorgue a las revelaciones sobre la implicación del rey en la llamada Operación Armada, el libro La gran desmemoria, que acaba de publicar Pilar Urbano, pone sobre el tapete la siempre conflictiva relación entre la monarquía y la democracia representativa.
En las décadas posteriores a la revolución francesa se difundieron por Europa las monarquías constitucionales. La radical experiencia de la Convención había inclinado a las burguesías del continente hacia sistemas políticos que garantizasen el orden social por encima de la libertad, lo que aumentaba el atractivo de la monarquía, que facilitaba el pacto con los sectores más conservadores y permitía evitar las revoluciones, además de añadir estabilidad al poder ejecutivo. Buena parte de la aristocracia se había convencido también de que era preferible concertar una monarquía constitucional que llegar al enfrentamiento y las clases populares urbanas, sustento de las corrientes democráticas y socialistas, eran todavía muy débiles en una sociedad que seguía siendo predominantemente agrícola y rural.
Las monarquías constitucionales del siglo XIX no eran democráticas, a pesar de algunos raros intentos frustrados, como el español de 1869, porque el parlamento no era elegido ni siquiera por sufragio universal masculino y el monarca conservaba un poder considerable. Ese fue uno de sus grandes problemas desde que, en 1791, se intentó establecer la primera Constitución monárquica liberal. Los reyes poseían un poder de derecho divino, había sido educados para gobernar como soberanos y ahora debían adaptarse a un sistema en el que en ocasiones perdían formalmente la soberanía y siempre debían acostumbrase a gobernar con límites, a contar con los representantes de la nación. Casi nunca lo hicieron de buen grado, incluso en el Reino Unido tuvo que ser el parlamento, con el apoyo de la calle, el que le impusiera al rey la obligación de respetar la voluntad de los electores a la hora de nombrar gobierno.
Por otra parte, a nadie se le escapa la gran contradicción de que, en un sistema representativo, la jefatura del estado sea hereditaria. Si el rey choca con el parlamento, por ejemplo, al negarse a formar un gabinete acorde con la mayoría o al vetar una ley, lo que entra en conflicto es una autoridad heredada del antiguo régimen, no electiva, con los representantes de la nación. Al final, las únicas alternativas son privar al monarca de sus poderes efectivos o proclamar la república.
No es casual que, salvo en los casos de España y Dinamarca –dejo de lado a los miniestados-, las pocas dinastías reinantes que sobreviven en Europa solo tengan la legitimidad que les otorgaron los representantes de sus países al establecerlas, no la de la sangre y el derecho divino, independientemente de que, con la excepción de los Bernadotte, hayan sido buscadas en familias más o menos reinantes, sobre todo de los pequeños estados alemanes. Por eso son casi todas muy recientes. Sucede con la británica casa de Hannover, renombrada como Windsor, y con los descendientes de un general napoleónico que reinan en Suecia, los reyes de los belgas, los sucesores del Estatúder de Holanda, cabeza de una república oligárquica, o los reyes del muy reciente reino de Noruega. A ellos les resultó más fácil adaptarse.
La última restauración de los Borbones en España se debió a la decisión de un general que ejerció una sanguinaria dictadura durante casi cuatro décadas. Ese pecado original solo podía ser lavado por una Constitución democrática, pero incluso ella llevaba el estigma del miedo al golpe de estado, que no había permitido consultar expresamente a los españoles sobre si la querían monárquica o republicana. El 23-F le dio al rey una legitimidad añadida, si el papel que jugó entonces se pone en duda, la institución misma se ve cuestionada.
Tan grave como que Juan Carlos I haya podido impulsar el llamado “golpe de timón” es que no supiese comportarse como un monarca constitucional. Si realmente intrigó, pretendió destituir a Adolfo Suárez o amenazó con negarse a firmar un decreto de disolución de las Cortes, su comportamiento recordaría al del Fernando VII del Trienio, incapaz de comprender y asumir las funciones que le atribuía la Constitución.
Es difícil saber hasta qué punto la versión de Pilar Urbano se ajusta a lo que verdaderamente sucedió. Concuerda con otras que circulan desde hace tiempo y es verosímil, quienes la desmienten no dicen que todo sea falso, aunque acusen a la autora de manipularlo. De todas formas, lo que nos señala es el riesgo que comporta la monarquía. Contribuyen a ello quienes periódicamente piden la intervención del rey en la actividad política, ya sea para enfrentarse a Zapatero cuando era presidente del gobierno, para oponerse a la ley del aborto o para intervenir en los conflictos con alguna autonomía. En una democracia, un rey no puede hacer nada de eso sin violar la Constitución, precisamente porque no es un jefe de estado elegido, porque no puede tener funciones comparables a las Obama o Napolitano.
Un problema añadido es el de la responsabilidad penal del monarca. Aunque sea inviolable mientras ejerce su mandato, un presidente siempre puede ser destituido o forzado a dimitir, después se someterá a los tribunales sin que eso afecte al sistema constitucional. EEUU, Alemania o Israel nos han dado ejemplos sonados. Si un rey comete un delito, el propio régimen se pone en cuestión porque no existen mecanismos para afrontarlo.
Es indudable que el rey facilitó el retorno a la democracia, incluso aunque decisiones tan importantes como la legalización del PCE se hayan adoptado a pesar suyo. Tras la muerte de Franco, el ejército no hubiese aceptado una república y, sin rey, hubiera impedido el proceso constituyente. Pero el tiempo pasa, ni el ejército, ni España, ni el mundo son hoy los de 1975 y es evidente que la monarquía es un anacronismo que limita la democracia.
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