¿Hay alguna alternativa a la silenciosa victoria (neo)liberal?
El politólogo Carlos Gil de Gómez acaba de publicar el libro 'La silenciosa victoria (neo)liberal' // Este artículo resume su pensamiento
Asturias 24
17 de abril de 2014
Asturias 24
17 de abril de 2014
Comencemos por una aplastante verdad: el neoliberalismo, mucho más que una teoría económica, se ha convertido en el victorioso paradigma que todos los estados deben abrazar. De hecho, de no hacerlo, parece que se les puede acusar de sospechosos, de dudosos y de anormalidades anacrónicas. Supongo que a más de uno ya le habrá venido a la cabeza ejemplos como el de Corea del Norte… Pocos más le vendrán, eso es seguro. Ha vencido a todos sus oponentes. Los ha ido derrocando, uno a uno, por medio de las guerras, de las lisonjas o de las convicciones, dependiendo de cada momento y lugar.
Lo más curioso del tema que nos ocupa es que el liberalismo, del que dice partir el neoliberalismo, se fue gestando como búsqueda de un modus vivendi en el marco de una realidad política y social que guarda paralelismos con la actual. La Europa del siglo XVII era cada vez más heterogénea, relativizaba los valores antaño inmutables y estaba comenzando a imbricarse con el resto del mundo. Y digo que es curioso porque poco o nada se diferencia esa Europa del actual momento que nos está tocando vivir. Heterogeneidad, interconexión, credos que tratan de imponerse…
Lo que no resulta tan curioso es que el liberalismo clásico se esforzaba en la búsqueda de unos mecanismos válidos para garantizar la convivencia en sociedades cada vez más diversas y variadas, cada vez menos similares y análogas (como eran las sociedades que vivieron los padres del liberalismo y como lo son las que vivimos hoy en día). Y fueron estos primeros liberales los que trataron de evitar la destrucción del “otro que no es como yo” como mecanismo de convivencia. De las dos alternativas que tenían, destruir al disimilar o convivir con él, eligieron la segunda. La tolerancia y la convivencia se erigieron como principios básicos del credo liberal, aunque su “hijo neoliberal” nos haya hecho olvidarlo. En lo público, convivencia y tolerancia y, en lo privado, autenticidad y originalidad.
Por todo ello, desde el punto de vista del que escribe estas palabras, se ha perdido con el paso de lo liberal a lo neoliberal. Hoy en día, el credo reinante no se considera una fórmula de convivencia, ni de respeto y tolerancia. Más bien al contrario, en tanto que el uso de las personas, la baja exigencia moral (cuando no su ausencia) y las desigualdades sociales se nos antojan parte fundamental de esta doctrina. El respeto y la coexistencia humana han pasado a un lugar secundario, sustituyendo la convivencia entre iguales por la supervivencia entre seres cada vez más diferentes y fragmentados, más egoístas y atomizados.
La fórmula por la que optó el liberalismo fue la construcción jurídico-teórica (artificial, no lo olvidemos) del ciudadano, rechazando o subordinaba, bien es cierto, a los que no encajaban en ella (mujeres, discapacitados o extranjeros). En todo caso, con todos sus vicios y defectos, trató de que el entendimiento y el respeto fuesen el arco de bóveda de su doctrina.
Ahora bien, volviendo al comienzo, ¿existe alguna alternativa al neoliberalismo? Alternativas o soluciones puras no. Tal vez nunca hayan existido, sobre todo tras la demostrada capacidad de acoplamiento que ha mostrado el neoliberalismo y su antecesor clásico. Recordemos que en su origen era de lo más radical y ahora de lo más reaccionario, lo que manifiesta su adaptación a cualquier circunstancia. Lo cual no significa que no existan opciones alternativas. Podemos destacar tres: el multiculturalismo, el cosmopolita y el pluralista.
La primera odia la globalización, lo homogéneo y la neutralidad estatal. Por el contrario, adora la autenticidad, lo genuino y la tradición más arraigada en nosotros mismos. De hecho, nos dirán, no somos lo que queremos ser sino lo que nuestra comunidad nos ha hecho ser. No podemos, en consecuencia, dejar de ser lo que somos ni ser otra cosa que nunca seremos. Por si fuera poco, ninguno de los grandes principios (justicia, bien o bienestar) pueden siquiera percibirse fuera de nuestra comunidad, pues ésta nos los define. ¿Alguien puede presentarme a un ciudadano liberal? ¿Existen el hombre o la mujer sin atributos culturales, raciales o sexuales?
La segunda de las opciones es mucho más antigua de lo que podemos creer. De hecho, si muchos modernillos como el que escribe lo hubiesen sabido antes, seguramente no se habían definido nunca como tales. Aquello de los círculos concéntricos y del ciudadano del mundo, ¿les suena? A esta segunda alternativa sí le gusta la globalización, los estudios genéticos (cuando nos dicen que los seres humanos compartimos una esencial similitud entre nosotros… no tanto cuando nos dicen que el 99% de nuestro ADN es idéntico al de los ratones) y amor por la humanidad, así, en general. Nada de estados ni de comunidades, no las necesitamos.
Y la tercera y última se opone a todas las anteriores. El pluralismo nos dirá que el ciudadano del mundo necesita algún tipo de arraigo ya sea comunitario, estatal o interestatal, pero alguna ubicación de tipo identitario. Pero cuando parece acercarse al multiculturalismo se jacta de esas “identidades pegadas a la piel”, esas filiaciones que no hemos elegido y que no podemos cambiar. De ninguna manera. La esencia del ser humano es la elección, su capacidad de elegir alternativas. Hoy en día podemos cambiar de religión, aprender varios idiomas, casarnos con personas de otra raza, teñirnos la piel o, incluso, cambiar de sexo. ¿Qué más queremos?
Tal vez la mejor alternativa sea volver los ojos a lo que fue el ideario originario y primigenio, sin despojarlo de lo mejor que tenía. Tal vez el ciudadano no deba dejar de serlo, perdiéndose en individualidades hedonistas, narcisistas, consumistas, egoístas y posmorales. Tal vez el problema y la solución esté en nosotros. Tal vez…
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