Algunos politólogos han situado el origen de la decadencia de la izquierda italiana en 1977. El 17 de febrero de ese año, cientos de estudiantes expulsaron de la Universidad de Roma a Luciano Lama, el poderoso secretario general de la CGIL, el principal sindicato del país con cuatro millones de afiliados. Lama no era un líder cualquiera. El PCI estaba en pleno apogeo —había logrado el 34,4% de los votos en las generales de un año antes— y el prestigio del sindicalista estaba cimentado en la Resistencia.
Los estudiantes, sin embargo, consideraban que la izquierda se había aburguesado, y, aquella mañana fría, muy fría, como recordaban los periódicos de la época, tiraron de ironía. No solo reclamaron trabajar más horas con menos salarios, sino que hicieron circular una frase que se haría célebre: 'I Lama stanno nel Tibet'. O lo que es igual: 'Los lamas están en el Tíbet'. En otra pancarta se podía leer: '"Andreotti es un rojo,Fanfani lo será".
Los eslóganes, en realidad, escondían una ruptura. Por primera vez desde 1945, la izquierda institucionalizada se había alejado de ciertos sectores vanguardistas, lo que obligó a Luciano Lama a abandonar La Sapienzaescoltado de forma ignominiosa por el servicio de orden del PCI y la propia policía. Una huida atropellada que no solo representaba el fin de una época, sino que era una premonición.
Una década antes, en el mayo del 68, había sucedido algo parecido. Los sindicatos franceses —en particular la poderosa CGT— habían sido desbordados por los estudiantes de la Sorbona y Nanterre, y fue entonces cuando resucitó la figura del sexagenario Sartre, ese pequeño saco de maldades, como le dirían algunos. El filósofo, como es conocido, se convirtió en emblema de la revuelta, y, fruto de ello, nació el diario 'Libération', símbolo de la izquierda no convencional. Lo que no cambió fue la hegemonía del marxismo como canalizador de lo que se llamó 'cultura de izquierdas', que era una forma de reconocer tácitamente la pérdida de influencia de la URSS tras las revueltas de Budapest y Praga.
Keynes vs Hayek
Quedó también en pie lo que algunos han llamado de forma despectiva la superioridad moral de la izquierda, basada en su presencia hegemónica en las instituciones y en el pensamiento. La revolución liberal de los 80 —Reagan y Thatcher— significó el principio del fin de esa realidad y, de hecho, acabó suponiendo una derrota histórica.
Hayek, finalmente, se había tomado la revancha de Keynes tras aquel duelo colosal
Hayek, finalmente, se había tomado la revancha de Keynes tras aquel duelo colosal. De hecho, los partidos de izquierda, para sobrevivir, tuvieron que cortejar a los nuevos movimientos sociales. Por primera vez, los viejos partidos obreros se veían desbordados por las nuevas generaciones, que se movilizaban por cuestiones concretas, no por hacer la revolución: el pacifismo, el feminismo, la lucha contra las centrales nucleares, la extensión de los derechos civiles… El trabajo, las fábricas, el tajo, dejaban de ser el epicentro del descontento social.
Salían a la luz movimientos subterráneos ignorados por los partidos tradicionales, cuya pérdida de influencia empezaba a ser evidente. Aquellas protestas, en el fondo, significaban una nueva forma de hacer política. Por primera vez desde 1945, la protesta social no se canalizaba a través de los partidos que usaban la calle para hacer política, fundamentalmente de izquierdas, sino que, por el contrario, surgían revueltas espontáneas de gran significado político articuladas en torno a pequeñas organizaciones sociales.
La llegada de la Gran Recesión hizo el resto. Desde 2007, la crisis de representación no ha hecho más que crecer y hoy los viejos partidos y los sindicatos vuelven a verse superados por la calle. Entre otras cosas, por la capacidad de movilización de las redes sociales, que hace ineficiente la acción política clásica basada en consignas partidarias. Y las protestas del 8 de marzo —mucho más relevantes que la propia convocatoria de huelga— no son más que un paso en esa dirección. Los partidos y los sindicatos van a rebufo y, ni siquiera, las nuevas formaciones como Ciudadanos o Podemos son capaces de capitalizar la respuesta social.
Probablemente, porque en el nuevo esquema de la política —carente de un objetivo estratégico— no encajan las organizaciones cerradas y jerarquizadas, lo que explica el éxito de la acción política canalizada a través de movimientos y no tanto de líderes carismáticos. Muchos de los que votaron el Brexit nunca apoyarían al UKIP de Farage. Trump, en EEUU; Macron, en Francia o Beppe Grillo, en Italia, no tienen un partido detrás, y saben que si lo tuvieran estarían condenados al fracaso, porque muchos electores no se sentirían a gusto dentro de una definición ideológica concreta.
La decadencia de Podemos
La decadencia de Podemos, precisamente, comenzó en Vista Alegre II, cuando Pablo Iglesias impuso un modelo de partido tradicional que no solo no tenía en cuenta la pluralidad de la sociedad, sino que, expulsaba de la acción política y de la agitación social a amplios colectivos movilizados por objetivos concretos, y no tanto por un determinado modelo de sociedad.
Así es como ha nacido lo que muchos han llamado democracia de audiencia, que ha transformado de forma radical la estructura de representación de la política, lo que obliga a los partidos a confeccionar sus agendas a remolque de los fenómenos políticos y sociales y de la demoscopia. Ni las pensiones, ni la discriminación de las mujeres, ni siquiera la prisión permanente revisable, estaban entre las prioridades de los políticos hace pocas semanas, lo que refleja hasta qué punto los partidos van a remolque de la acción política.
La política de alquileres, por ejemplo, puede dinamizar a amplios colectivos sociales y transformar el mapa político
Esto hace a los partidos enormemente vulnerables. En particular, a los centristas, cuya indefinición ideológica —ahí está el caso de UCD, el CDS o UPyD, choca a menudo con las nuevas realidades sociales, como históricamente ha sucedido en Europa a los partidos liberales. Algo que puede explicar el viraje de Albert Rivera hacia la derecha, donde se pretende capitalizar el voto conservador que se alza contra la ruptura del 'statu quo', como ha sucedido en Cataluña por el desafío independentista. De esta forma, el paso de votar desde el PP a Ciudadanos será menos traumático para el votante conservador.
El tiempo dirá si la estrategia es la correcta, pero por el momento hay una cosa clara. No es seguro que los nuevos partidos vayan a ser tan longevos como los viejos. Entre otras cosas, porque la agenda políticala marcan los movimientos sociales, cada vez más vinculados a las grandes urbes, por naturaleza muy dinámicas. La política de alquileres, por ejemplo, puede dinamizar a amplios colectivos sociales y transformar de la noche a la mañana el mapa político.
Se acaba de ver en Italia, donde las dos formaciones que sustituyeron a los partidos hegemónicos desde la postguerra han sucumbido ante el empuje del populismo. Tanto Forza Italia —una formación nacida sobre las cenizas del centro derecha—, como el Partido Democrático —heredero de la DC y el PCI— son hoy formaciones viejas, lo que no deja de ser un toque de atención para Ciudadanos y Podemos, a quienes las movilizaciones del 8-M les han desbordado. Obviamente, también a los viejos partidos —en particular al PSOE de Sánchez— y a los sindicatos, pero esto entraba en el guion.
El tiempo dirá si la estrategia es la correcta, pero hay una cosa clara. No es seguro que los nuevos partidos vayan a ser tan longevos como los viejos
El sociólogo Manuel Castells recordaba hace algún tiempo que los neurólogos han demostrado que la más potente de las emociones negativas, el miedo, tenía efectos paralizantes, mientras que, por el contrario, la indignación conduce a la acción. No estará de más recordarlo para que los partidos pongan al día su política de prioridades. Algo más que obsoleta. Cuando la izquierda deja de canalizar la movilización social y, además, es parlamentariamente inútil, es perfectamente prescindible para muchos electores. La hegemonía cultural hace tiempo que la perdió.
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