miércoles, 24 de enero de 2024
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Lenin, cien años después
Francisco Carantoña
Lenin
24 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.
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El pasado domingo se cumplieron cien años del fallecimiento de Vladímir Ilich Ulianov, Lenin. Pocos personajes históricos han sido a la vez tan alabados y denostados, pocos, también, desempeñaron un papel tan decisivo. Numerosos dirigentes políticos o de grandes movimientos sociales o culturales han influido de forma notable en el devenir de los acontecimientos, pero a muchos menos se les puede atribuir haber determinado la marcha de la historia. No es excesivo afirmar que sin Lenin el siglo XX hubiera sido bastante diferente; sin embargo, su centenario casi ha pasado desapercibido, quizá porque sigue resultando incómodo.
No pretendo reivindicar la vieja concepción de la historia centrada en el protagonismo de destacadas individualidades, pero es poco discutible que algunas determinaron su discurrir. El golpe del 18 brumario de 1799, el giro autoritario y conservador de la primera república francesa, se habría producido sin Napoleón Bonaparte, pero no lo que sucedió en los quince años siguientes. Del mismo modo, la revolución rusa de 1917 se originó sin intervención de Lenin, pero la toma del poder por los bolcheviques y la creación del primer Estado socialista puede considerarse obra suya, en todo caso con la colaboración de Trotski, que por sí solo no lo hubiera conseguido.
La imagen que hoy predomina del revolucionario ruso está condicionada por el fracaso del socialismo que, en su nombre, construyó Stalin. La desestalinización puso fin al terror y mejoró el nivel de vida de la población, pero no cambió la esencia del sistema, que acabaría colapsando poco después del setenta aniversario de la revolución. El posestalinismo había mantenido la sacralización del líder fundador, que se vio arrastrado por su caída.
Una de las ideas que parece haberse asentado en la historiografía desde los años noventa del siglo pasado es que en Lenin estaba el germen del estalinismo. Sin duda es eficaz para combatir los planteamientos igualitarios, que conducirían necesariamente al totalitarismo, pero simplifica demasiado las cosas.
Ni Lenin ni Trotski, los principales líderes del bolchevismo en octubre de 1917, tenían un plan de actuación preestablecido para construir el socialismo una vez que consiguiesen la toma del poder por los soviets, los consejos de obreros campesinos y soldados. Ningún teórico o partido marxista lo tenía. Marx y Engels solo habían escrito algunas generalidades sobre el socialismo, la etapa de transición hacia el comunismo, la meta final, la sociedad auténticamente igualitaria y libre en la que el Estado desaparecería. El socialismo se identificaba con la dictadura del proletariado, una dictadura de clase que debía emancipar a todos los trabajadores, pero no de un partido o, menos todavía, de una persona. Para ellos, el Estado burgués, incluso el democrático con sufragio universal, era una forma de dictadura de clase, pero de la burguesía sobre las clases trabajadoras.
¿Cómo se organizaría esa dictadura de la clase obrera? Lenin escribió en agosto de 1917, antes de tomar el poder, El Estado y la revolución, una pequeña obra en la que indicaba que el Estado socialista nacería para extinguirse. Tomaba como referencia la democracia radical de la Comuna parisina, en la que los cargos de representación eran elegidos y removibles, en Rusia, su base serían los soviets. Los obreros controlarían la producción y la distribución, pero continuarían los científicos y los técnicos realizando sus tareas con los nuevos jefes. El derecho burgués debería subsistir por un tiempo, habría un «Estado burgués sin burguesía». Sería una «democracia para la mayoría gigantesca del pueblo y represión por la fuerza, es decir, exclusión de la democracia, para los explotadores, para los opresores del pueblo».
Suele olvidarse que, tras la revolución de octubre/noviembre, los bolcheviques no solo no prohibieron los partidos políticos, sino que buscaron un gobierno de coalición con los socialrevolucionarios de izquierda y la izquierda de los mencheviques, aunque solo lograron integrar a los primeros. No se encontrará en los textos de sus dirigentes ninguna referencia al régimen de partido único, tampoco estaba en su cultura la defensa de la dictadura personal. El problema es que pronto estalló la guerra civil, algo previsible cuando lo que se pretendía no era un simple cambio de sistema político, sino acabar con la propiedad de los grandes terratenientes y empresarios. Era de esperar que burgueses y aristócratas no estuviesen dispuestos a ceder sus riquezas sin resistencia. A su vez, los imperios centrales quisieron aprovechar la debilidad del nuevo régimen ruso y no aceptaron una paz sin cesiones territoriales, como ingenuamente habían creído los bolcheviques. Las derrotas en el frente y la firma de una paz humillante en Brest-Litovsk, el 3 de marzo de 1918, condujeron a la ruptura con los socialrevolucionarios, muy nacionalistas, una parte de los cuales comenzó a organizar atentados terroristas contra el gobierno que había entregado gran parte del imperio ruso a Alemania. Por otra parte, muchos de los científicos, ingenieros, técnicos, cuadros y burócratas del zarismo fueron muy reacios a colaborar con las nuevas autoridades e incluso boicotearon el funcionamiento de las instituciones y la economía.
La grave crisis económica que padecía Rusia se agravó, la delincuencia se enseñoreó de las calles de las ciudades, los campos y los caminos. Los soviets tuvieron que organizar su policía, la Cheka, en la que al principio tendrían puestos muy relevantes los socialrevolucionarios y que, con el estallido de la guerra civil, se centró cada vez más en la represión política.
La guerra civil duró hasta 1921, aunque en oriente se combatiría hasta 1923. Fue un conflicto terrible, con dos bandos que compitieron en brutalidad. El hambre y la miseria se apoderaron de un país que llevaba en guerra desde 1914, precisamente las penurias que padecía la población habían provocado la revolución de febrero/marzo de 1917. La construcción del socialismo no iba a ser una tarea ni fácil ni plácida.
Lenin no llegó a ejercer el poder ni siquiera cinco años, en mayo de 1922 sufrió su primer infarto cerebral, que se repitió en diciembre. Siguió teniendo influencia, pero estuvo alejado de las tareas diarias de gobierno y de la dirección del partido hasta que, en marzo de 1923, perdió la capacidad de hablar. Dirigió la nueva república socialista en un tiempo de guerra, en el que los bolcheviques, que llegaron a ver reducido su territorio a la Rusia central europea, se sentían amenazados y temían un final de su revolución similar al de la Comuna. Recuérdese que EEUU, el Reino Unido, Francia y Japón habían intervenido incluso con tropas en apoyo de los blancos y que Polonia había atacado a Rusia.
El nuevo poder soviético no respetó los derechos de los detenidos ni la independencia judicial, que tampoco lo hiciesen sus rivales, que no solo asesinaban a todo sospechoso de izquierdista o simpatizante bolchevique, sino que, impregnados de un nacionalismo antisemita, masacraron a miles de judíos, a familias enteras, no supone una excusa, pero explica el contexto. También se limitó progresivamente la libertad de prensa y los demás partidos fueron ilegalizados, aunque los mencheviques conocieron periodos de tolerancia y de represión y Lenin mostró deseos de reintegrarlos en el sistema.
De todas formas, el partido, rebautizado como comunista en 1918, había conservado notable pluralidad y democracia interna. En sus últimos escritos, conocidos como su testamento político, Lenin había abogado por no estigmatizar a dirigentes como Kámenev y Zinóviev por haberse opuesto a toma del poder en octubre de 1917 o a Trotski por no haber sido bolchevique en la época de la escisión del Partido Socialdemócrata, justo lo contrario de lo que haría Stalin con todos sus enemigos reales o supuestos y con sus familias, para los que cualquier pecado pasado, por remoto que fuese, podía convertirse en causa de condena. Contrario al nacionalismo, denunciaba con dureza al «hombre auténticamente ruso, al chovinista gran ruso», «ese canalla y ese opresor que es en el fondo el burócrata ruso». Es comprensible que Putin no lo aprecie y se haya olvidado de su centenario.
Percibió el peligro que representaba Stalin: «El camarada Stalin, convertido en secretario general, ha concentrado en sus manos un poder ilimitado, y no estoy seguro de que siempre sepa utilizarlo con la suficiente prudencia», escribía el 25 de diciembre de 1922. El 4 de enero de 1923 añadía: «Stalin es demasiado grosero, y este defecto, perfectamente tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros los comunistas, se torna intolerable en las funciones de secretario general. Por lo tanto, propongo a los camaradas que reflexionen sobre el modo de desplazar a Stalin de ese cargo (que Lenin nunca ocupó) y de nombrar a otra persona que tenga sobre el camarada Stalin una sola ventaja: la de ser más tolerante, más leal, más cortés y más atento para con los camaradas, de un humor menos caprichoso».
Los dirigentes del partido prefirieron evitar un enfrentamiento en un momento tan delicado, con Lenin gravemente enfermo, no podían prever que el caprichoso humor del secretario general acabaría llevándolos a todos prematuramente a la tumba, en la mayoría de los casos previa tortura.
Lenin, pragmático y consciente de que el camino hacia el socialismo sería largo, había impulsado en 1921 la nueva política económica, que restablecía el mercado y la propiedad privada, no solo en el campo, sino también para las pequeñas y medianas empresas. La política social fue muy avanzada, se despenalizó la homosexualidad, las mujeres lograron plena igualdad legal y derechos políticos, se estableció el divorcio y se legalizó el aborto. De hecho, muchas de las mujeres que lo rodeaban eran feministas, crearon sus propias organizaciones y tuvieron sus periódicos, hasta que Stalin los suprimió, prohibió el aborto, endureció el divorcio y proclamó que su principal deber era ser madres, también perseguiría de nuevo a los homosexuales.
Sus biógrafos han señalado que sus gustos artísticos y literarios eran conservadores, pero las vanguardias rusas vivieron entonces un momento dorado, fue Stalin el que impuso tras su muerte el «realismo socialista» y persiguió a artistas, músicos y escritores tachados de elitistas, decadentes y burgueses.
Lenin no era Stalin, es imposible saber si, de haber vivido veinte años más, Rusia hubiera evolucionado hacia una democracia socialista o si habría continuado la economía mixta, pero sí puede afirmarse que nunca se habría convertido en la brutal dictadura reaccionaria que destruyó cualquier atisbo de idealismo y de ética entre los dirigentes comunistas y alejó radicalmente su discurso de la realidad que promovían, convirtiéndolos en una casta opresora, cruel e intelectualmente mediocre.
Quizá el Estado no hubiese sido tan opresivo, pero sí puede asegurarse que no habría desaparecido. Marx y Engels tenían mucho de herederos de Rousseau al creer que el fin de las clases sociales y una nueva educación formarían a seres humanos capaces de convivir en armonía sin la necesidad de un poder estatal. De todas formas, lo peor del estalinismo, en lo que sí tiene algo de culpa Lenin, fue la deshumanización de las personas, su conversión en elementos de una clase, que pensase solo en el colectivo, lo que condujo al olvido de que la emancipación es inseparable de la libertad y solo tiene sentido si es para lograr la felicidad de cada individuo o para facilitarle que la consiga. No es posible comentarlo ahora con más detenimiento, pero la indiferencia ante los derechos de la persona, independientemente de su origen o sus ideas, fue el mayor error de buena parte del marxismo del siglo XX y está detrás de que convirtiese la utopía en distopía.
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