lunes, 29 de enero de 2024
El Fontán ( Mercado ) no puede ser un GRAN BAR....Recomendado.
El Fontán frente a la oleada hostelera
Reflexiones sobre el proyecto de reforma del gobierno local de Uviéu de la plaza de abastos.
Por
Ignacio Fernández del Páramode Somos Oviedo/Uviéu. Concejal de Urbanismo y Medio Ambiente en el mandato 2015-2019.
En los últimos años, hemos sido testigos de una creciente tendencia de intervención en mercados tradicionales en desuso, con el objetivo de adaptar estos espacios a otros nuevos, principalmente enfocados en la industria hostelera. No voy a entrar hoy en la polémica de la falta de imaginación de ciertos políticos que ven en los bares y restaurantes la única fórmula de reactivación de un tejido urbano, por cierto, normalmente en barrios o zonas donde estos usos son precisamente predominantes. El caso es que, en ocasiones, se le da una nueva vuelta de tuerca y se pretende introducir usos hosteleros no en edificios abandonados sino en algunos en funcionamiento. Algunas veces mirando para otro lado mientras la gentrificación avanza y se van sustituyendo uno tras otro los locales; o de forma activa a través del apoyo municipal que hace las veces de martillo/ariete para forzar meterlos dentro, como un niño apretando la pieza circular en el hueco de la triangular de su juego infantil o el caso del gobierno de Alfredo Canteli en el Mercado del Fontán de Uviéu.
La conversión de estos espacios en restaurantes, bares y cafeterías suele presentarse como una estrategia para atraer a nuevos visitantes y turistas. Se habla de un impulso para el desarrollo económico y la revitalización urbana, pero poco se habla de la amenaza directa que supone para los vendedores tradicionales, que suelen terminar en estos procesos cerrando o marchando, lo que termina en pérdida de empleo y la disminución de ingresos para las familias que dependen de estos negocios, pero también la migración de los usuarios locales y la pérdida de identidad cultural. Como bien señala el arquitecto y urbanista Lope de Lucio una transformación de un equipamiento que cubría las necesidades básicas de las familias en otro destinado a la venta de productos y servicios.
Mercado de San Miguel en Madrid.
La arquitectura de las plazas de abastos resulta fascinante, por su gran riqueza formal, cada una con sus soluciones constructivas y funcionales únicas, pero sobre todo en lo emocional, porque son contenedores de una relación social totalmente diferente. Puede ser porque la propia política y filosofía nacieron en estos mismos espacios, conformando un reflejo claro de la identidad y arraigo de un pueblo. Por eso creo que nos gusta tanto estar en los mercados. Por eso, la gente de muchas partes de la ciudad va a comprar al Fontán y por eso adoramos colarnos entre los ruidos, colores, sabores y olores de otras plazas de abastos, zocos y lonjas cuando viajamos. Somos conscientes de lo maravilloso que es estar inmersos en una de las grandes expresiones identitarias de un pueblo.
Los mercados son por lo tanto, pese a tener el aparente mismo uso, lo contrario a los centros comerciales creados para ser anodinos, “no-lugares” como los define el antropólogo Marc Augé. Son antagonistas. Por eso resulta tan inquietante cuando poco a poco ves que las fruterías, carnicerías, pescaderías y vecinos se sustituyen por tiendas de souvenirs o franquicias de comida rápida de los mismos extremos del planeta de donde vienen los turistas que te rodean. Y empiezas a entender un poco mejor conceptos como “turistificación” o “disneyficación”, porque todo se vuelve grotescamente falsario, como hecho de cartón piedra, una dolorosa parodia, pero sobre todo terriblemente caro y excluyente. Como apuntan Adrián Hernández y Stoyanka Andreeva: el mercado que aún mantienen un carácter popular en sí mismo resulta contestatario a las lógicas neoliberales.
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