La práctica comenzó con el veto de la CUP a Artur Mas, pero se ha ido extendiendo por el resto del país. Según la prensa de estos últimos días, Ciudadanos se muestra dispuesto a apoyar al Partido Popular si este prescinde de Mariano Rajoy y el Partido Popular no rechaza la posibilidad de una alianza con el PSOE, siempre que este deje de lado a Pedro Sánchez. No sé si hay más casos, pero como muestra bastan estos tres.
Obligado como estoy por razones editoriales a enviar este artículo antes de haber podido conocer con detalle los resultados electorales y menos aun analizarlos, es muy probable que cuando este llegue sus manos, el lector contará con datos que yo no tengo y que echarán nueva luz sobre la firmeza de estas enfáticas afirmaciones. Esta probabilidad debería disuadirme de seguir adelante si yo intentase ofrecer un pronóstico de lo que va a pasar, pero no es ese mi propósito. Pretendo sólo proponer una explicación para esta práctica peculiar de nuestra vida política y poco frecuente, me parece, más allá de nuestras fronteras.
En los muchos países europeos cuyo sistema de partidos hace imposible o improbable los gobiernos monocolores, lo normal es que sea el partido que toma la iniciativa de las negociaciones para formar gobierno el que asume su dirección y propone la persona que ha de presidirlo. A veces esta propuesta también ha de ser negociada con los demás partidos, pero no recuerdo caso alguno en el que esta cuestión se haya presentado en términos tan descarnados: como condición previa para iniciar una negociación que ni siquiera se sabe si llegará a producirse.
La razón de esta peculiaridad no está, muy al contrario, en la regulación constitucional, que de hecho tiende más bien a impedirla. La obligación que nuestra Constitución impone de convocar nuevas elecciones cuando no se logra la formación de gobierno dentro del limitado plazo de poco más de tres meses está concebida para forzar el acuerdo de los partidos.
FRANCISCO RUBIO LLORENTE
Como hemos podido comprobar tras las últimas elecciones autonómicas, es una técnica eficaz para su fin, pero sumamente arriesgada, pues cuando no lo consigue, la división política ya existente en el pueblo de la comunidad autónoma o del Estado encontrará nuevas razones para ahondarse y se prolongará por más tiempo de lo razonable la vida del gobierno en funciones, con fuerzas disminuidas tanto para la política interior como la exterior.
Hasta ahora ese riesgo no era preocupante porque el sistema de partidos hacía imposible o muy improbable que surgieran esas situaciones de bloqueo, pero con la quiebra del bipartidismo, el supuesto ha dejado de ser puramente académico y los partidos que imponen límites infranqueables a la formación de un nuevo Gobierno han de asumir la grave y paradójica responsabilidad de mantener en funciones al viejo. De ahí lo sorprendente de esta práctica de fulminar vetos personales irrevocables y la necesidad de indagar las razones por las que varios y diversos partidos han decidido acudir a ella.
No la razón inmediata, el motivo concreto (o más bien el pretexto aducido), que es fácil de ver y distinto en cada uno de los tres casos citados al comienzo, sino la razón última, el objetivo realmente perseguido, el fin para el que el veto sirve de medio. Cabe colegir sin mucho esfuerzo que el veto de Mariano Rajoy a Pedro Sánchez tiene su origen inmediato en la penosa escenificación televisiva del dilema machadiano entre una España que embiste y otra España que bosteza, en la que ambos fueron protagonistas. La CUP justificó su veto a Artur Mas por la identificación de éste con una política social que condena y su aptitud al menos tolerante con los muchos casos de corrupción estructural o personal que hoy conocemos. Y también la connivencia con la corrupción generalizada en su partido es según creo el principal motivo que Ciudadanos aduce para negar su voto favorable a un gobierno encabezado por Mariano Rajoy, que sin embargo se muestran dispuestos a hacer posible si sólo se requiere su abstención, a la que con el mismo fin invitan también al PSOE.
Todo parece claro, pero todo deja de estarlo en cuanto se va un poco más allá de la superficie y se sigue escarbando, porque el comportamiento que se reprocha no es de la persona, sino del partido. La grave e insultante acusación que Sánchez lanzó contra Rajoy y este respondió con destemplanza ha sido respaldada y celebrada en todos los actos de propaganda electoral que su partido ha efectuado después. Como ha sido el partido entero encabezado por Mas, antes y después de que este alcanzara su jefatura, el que ha cerrado los ojos a la corrupción existente en su seno, y como ha habido corrupción en el Partido Popular, a favor del partido mismo o a favor de personas concretas, antes de que Mariano Rajoy fuera su presidente. (Si mayor, igual o menor que la que también ha existido en el PSOE es cosa que ahora podemos dejar de lado porque no afecta a nuestro tema).
No parece posible que quienes establecen esta curiosa disociación entre el partido y la persona lo hagan por creer que con el sacrificio de la persona quedará aquel limpio de sus culpas pasadas o se asegurará que no habrán de repetirse en el futuro. Ni los dirigentes vetados son los creadores de los respectivos partidos, a los que se incorporaron cuando ya estos estaban bien estructurados, ni hubieran logrado llegar a dirigirlos si su comportamiento no hubiera satisfecho la expectativas de quienes los elevaron actuando en nombre del partido. Ni, de otro lado, sirve de mucho para garantizar el cumplimiento de los compromisos adquiridos por el nuevo gobierno impedir que estos dirigentes forman parte de él, pues esto no les resta fuerza dentro del partido ni anula su capacidad de influir en las decisiones de los miembros que éste tiene en el seno del Gobierno.
Pero si el veto no sirve para castigar los errores colectivos del pasado y es inútil para prevenir los del futuro, su uso sólo puede ser explicado por referencia al presente. No es un artefacto, sino una construcción que ofrece a quien la usa la posibilidad de dar apoyo a adversarios políticos sin desdecirse y sin obligarlos a negarse a sí mismos, ofreciéndoles la posibilidad de purificarse sin grave daño, es decir, sólo de manera simbólica. El vetado es realmente el chivo expiatorio que el adversario ha de sacrificar para lavar sus pasadas culpas y hacer manifiesta su sumisión sin reservas.
La política no está nunca libre de elementos simbólicos, muy ligados a las emociones, y su peso decrece en consecuencia a medida que aumenta el de las razones, todavía escaso en la nuestra. Pero si no cabe impedir el recurso a los símbolos, sí debemos esforzarnos por identificarlos como tales para evitar que se los tome por razones.
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