viernes, 1 de enero de 2016

Y el Sistema se viene abajo...


La implosión 

del sistema

Desde que se inició la transición a la democracia, no ha habido quizás en España

 un año con la trascendencia política 

de este 2015...




Desde que se inició la transición a la democracia, no ha habido quizás en España un año con la trascendencia política de este 2015. Hubo, ciertamente, otros en los que se produjeron relevos al frente del Gobierno de la nación, en los que se ganaron o perdieron mayorías absolutas. Pero todos esos cambios se enmarcaron en un sistema de estructura estable, caracterizada por el bipartidismo y la alternancia entre el PP y el PSOE.
El año que toca a su fin ha sido distinto. Ha registrado la consolidación de las formaciones políticas emergentes, y en particular de Ciudadanos y Podemos. Estos dos partidos nacieron en ámbitos singulares. En Catalunya el primero, como respuesta a la hegemonía nacionalista edificada por el pujolismo. Y en el mundo universitario y los platós televisivos madrileños el segundo, que supo rentabilizar el empuje de los indignados del 15-M. Ambas formaciones, que empezaron a asomar en condiciones adversas, han acabado cabalgando diversos malestares y los han capitalizado.
Para que tal cosa sucediera, según apuntábamos, ha sido precisa la confluencia de varios factores coadyuvantes. Uno de los principales fue la crisis económica, que en su fase más cruda llevó la tasa de paro más allá del 25% y encrespó sobremanera los ánimos en la sociedad española. Mariano Rajoy quiso sacar partido de la progresiva recuperación de la economía española, que este año va a crecer por encima del 3%. Y se presentó como su artífice. Pero, al parecer, fue poco convincente. Así cabe entenderlo a juzgar por el resultado de las últimas generales, las del 20-D.
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El año que hoy termina ha sido, por cierto, pródigo en elecciones, en cada una de las cuales han ido cubriéndose etapas de esta nueva transición política, como gustan llamarla las formaciones emergentes. La suma de todas ellas es la que ha propiciado la implosión del sistema político español, su transformación en otro.
En las primeras elecciones del año, las municipales y autonómicas del 24 de mayo, se prefiguró ya este cambio del paradigma político. El Partido Popular experimentó un serio retroceso, al quedarse algo por encima del 25% de los votos emitidos, y perdió buena parte de las comunidades que gobernaba. Pero lo que vendría a finales de año quizá se manifestó de modo más palmario en las grandes capitales españolas, aquella misma fecha primaveral. De resultas de las municipales del 24-M, Madrid, Barcelona, Zaragoza, Cádiz y otras ciudades pasaron a manos de la izquierda emergente.
Con este precedente, las recientes elecciones generales del 20 de diciembre se plantearon como una lucha abierta entre las formaciones tradicionales y las nuevas. Desde principios de la campaña, la incertidumbre fue un factor definitorio. Las encuestas presentaban buenas expectativas tanto para el PP como para el PSOE, Ciudadanos o Podemos, y los electores acudieron a las urnas con la idea de que la España que saliera de ellas sería distinta de la que habían conocido hasta entonces. Y, en buena medida, así fue. El 20-D el PP, pese a proclamarse vencedor, experimentó un gran retroceso al pasar de 186 escaños a 123 en el Congreso de los Diputados. El PSOE retrocedió también, aunque menos (de 110 a 90). Podemos irrumpió en el Parlamento con 69 escaños. Y Ciudadanos, que en determinados momentos sopesó la posibilidad de superar a alguno de los partidos antedichos, debió conformarse con 40. Aun así, en la noche del 20-D, la larga etapa de bipartidismo podía darse ya por cerrada. Los que llegaban con nueva fuerza al hemiciclo lo hacían provistos de promesas de cambio y regeneracionismo. Propuestas que fueron bienvenidas por un electorado presto a penalizar a los grandes partidos por su reiterada incapacidad para afrontar reformas estructurales de calado –la de la Constitución, la de la administración pública, la encaminada a erradicar la corrupción y sanear el Estado– que son vistas por el grueso de ciudadanos como una cuenta pendiente desde hace ya demasiados años.
Junto a estas cuestiones, ha planeado sobre la escena política española, a lo largo del 2015, la cuestión catalana. Pasados tres años desde aquella gran manifestación del Onze de Setembre del 2012 que empezó a alterar nuestros equilibrios políticos, el 2015 fue presentado por los soberanistas en Catalunya como el año en que debían darse pasos decisivos hacia la creación de un nuevo Estado. Pero los partidarios de la independencia sólo sumaron el 47,8% de los votos en los comicios del 27-S y carecieron, por tanto, de la legitimidad necesaria para seguir adelante con su proceso. Aquel fracaso dio pie a errores posteriores. El más grave de todos, la declaración parlamentaria de seguir adelante con el mencionado proceso, pasando por encima del orden legal si fuera necesario. Se hicieron además, desde Junts pel Sí, excesivas concesiones a los anticapitalistas de la CUP, cuyos votos se precisaban para la investidura de Artur Mas, degradando por el camino la dignidad de las instituciones catalanas.
Tras el 27-S, Catalunya entró en un periodo de interinidad, con el Govern en funciones y siempre a la espera de la investidura como presidente de la Generalitat de Artur Mas, que en su afán por conseguirlo hizo nuevas concesiones a la CUP y, de este modo, sembró nuevas dudas entre parte de sus seguidores tradicionales. De esta manera se contribuyó, también desde Catalunya, a la implosión del sistema político tradicional. Quien observe su actual abanico de partidos y lo compare con el de años recientes, sencillamente, no lo va a reconocer. CiU ya no existe, Convergència intenta refundarse, debilitada, bajo una nueva marca, Unió se ha dividido en dos y ha perdido su representación parlamentaria en Catalunya y en Madrid, el PSC debió renunciar a una de sus dos almas y así sucesivamente.
Mañana empieza el 2016 y lo hace, por todo lo dicho hasta aquí, ante un horizonte de incertidumbre. Al año de la implosión de la política española y de la catalana le sucede otro sin mayorías claras y con un amplio repertorio de problemas sobre la mesa, que deben resolver unos viejos partidos con menos fuerza y unos partidos emergentes de corta experiencia. El país entero agradecería, sin duda, la adopción de una política basada en el diálogo y los pactos, que permita dejar atrás el estancamiento y la atonía, que son siempre inadecuados y, más aún, en época de recuperación económica.

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