Más allá de la decisión de Pedro Sánchez de dejar el escaño y lanzarse arecuperar la dirección del PSOE, hay un hecho indiscutible. El modelo de organización del Partido Socialista ha reventado. El viejo aparato de Ferraz (con sus baronías regionales, sus redes mediáticas y su capacidad de influencia sobre los poderes fácticos del Estado) ha quedado en evidencia.
Lo que este sábado ha demostrado es que estatutariamente se puede echar a un secretario general, pero lo que nadie está en condiciones de impedir es la irrupción de un nuevo tiempo político que pasa por ser coherente con lo prometido ante la ciudadanía. Y que tanto la comisión gestora como la mayoría del comité federal del PSOE han despreciado, sugiriendo, incluso, métodos de depuración estalinistas por no acatar las consignas del partido. Resulta verdaderamente vergonzante escuchar en el siglo XXI a un diputado socialista amparado por el Estado de derecho decir que vota algo por "imperativo" legal.
Algo que explica que Pedro Sánchez —que llevó a su partido a los peores datos electorales de su historia reciente— pueda aparecer hoy ante muchos españoles (socialistas o no) como el regenerador de un partido decadente en el que las élites se comportan como auténticos oligopolios para mantener su cuota de poder. Nadie impidió en su día reclamar legítimamente la abstención en los órganos de dirección del PSOE a quienes ayer facilitaron la investidura de Rajoy.
La renuncia de Pedro Sánchez, en este sentido, no es más que una denuncia del mal funcionamiento del Partido Socialista, que pretende convertir una comisión gestora —necesariamente provisional— en un órgano de dirección política, lo que explica el escaso interés que tienen hoy Susana Díaz y sus adláteres en convocar un Congreso lo antes posible, lo cual es un profundo error.
Ningún partido puede prescindir de un congreso, sobre todo, porque hace difíciles los acuerdos de EstadoNo solo porque ningún partido político democrático puede prescindir durante mucho tiempo de una asamblea abierta en la que todos los militantes tengan voz y voto, sino, sobre todo, porque lo que está en juego es la gobernabilidad de España. Y parece evidente que un partido tan relevante como el PSOE para el sistema político, sumido en una larga crisis, sin un secretario general elegido por los militantes, hace muy difíciles los acuerdos de Estado.
Lógicamente, salvo que el PSOE se rija por el ordeno y mando del Comité Federal, un organismo que no nació para eso. Máxime cuando gran parte del grupo parlamentario socialista es afín a Sánchez y necesariamente tenderá a marcar distancia con la estrategia que ordene Ferraz durante el período provisional.
El ‘efecto Sánchez'
Desgraciadamente, sin embargo, Susana Díaz y sus adláteres han elegido la vía lenta en la reconstrucción del PSOE para diluir el ‘efecto Sánchez’entre los afiliados, lo cual, a la larga, favorecerá las tesis del exdiputado y del exsecretario general, que podrá emerger sobre las ruinas de su partido. Atrapado en múltiples contradicciones.
Mala noticia para España porque algunos de los grandes asuntos de Estado que este país debe encarar —la política territorial o un gran pacto por la educación— requieren el concurso del Partido Socialista. Tampoco es razonable pensar que se pueda abordar una reforma constitucional o una puesta al día del sistema electoral sin el concurso del Partido Socialista.
El Partido Popular, es evidente, podrá sacar adelante muchas leyes ordinarias con el apoyo de Ciudadanos y, eventualmente, con el respaldo de los diputados del PNV, pero difícilmente podrá embarcarse en dar la vuelta a un sistema político que en estos 300 días largos de interinidad ha demostrado multitud de ineficiencias. Y que ha salido airoso por algo que habitualmente se subestima en el debate político: la autonomía del aparato de la Administración respecto del Gobierno, uno de los grandes avances de Estado moderno.
Como ha dicho el Tribunal Constitucional en alguna ocasión, “Gobierno y Administración no son la misma cosa”, y eso ha permitido neutralizar tanta irresponsabilidad política. A lo que sin duda ha ayudado el hecho de que buena parte del gasto público esté residenciado en las denostadas —injustamente— comunidades autónomas, que han seguido prestando servicios públicos esenciales como la sanidad o la educación.
La diferenciación entre Gobierno y Administración ha permitido neutralizar tanta irresponsabilidad política
La rebelión de Sánchez, tanto como si doblega a los barones del PSOE como si no lo hace, revela, en este sentido, que quienes impulsaron el derrocamiento del exsecretario general —sin duda llevados por una decisión políticamente correcta como era la abstención— se equivocaron de forma meridiana cuando en lugar de dejar que cada diputado decidiera en conciencia su voto, obligaron a optar por una de las dos opciones. Poniendo al partido al borde de la fractura y situando su credibilidad a la altura del betún para muchos de sus votantes.
Si cada diputado hubiera decidido libremente su voto —a situaciones excepcionales, soluciones excepcionales—, es probable que el PSOE no estuviera hoy en una situación que recuerda a la quiebra histórica que se produjo en 1919 con la creación de la Tercera Internacional. Pero sin el dramatismo de aquellos días.
Paradójicamente, lo que ha traído consigo la crisis política derivada de la recesión económica y del aumento del malestar social, es una nueva correlación de fuerzas dentro de los partidos de izquierda. Mientras que el centro derecha (la suma de votos del Partido Popular y de Ciudadanos) ha salido prácticamente indemne.
Un terremoto político
Pero ahora es probable que la rebelión de Sánchez no sea más que el inicio de un terremoto político dentro de la izquierda. Entre otras cosas, porque Podemos se presenta cada día más como una amalgama de grupúsculos sectarios sin dirección estratégica que compite solo por el poder. Como dijo el jueves Pablo Iglesias con razón desde la tribuna de oradores, la formación morada es la “consecuencia” de la crisis. O lo que es lo mismo, la fuerza de Podemos radica en las causas que dieron pie a su origen, y a medida que la crisis y el malestar social queden atrás, su presencia se irá diluyendo en el tiempo.
Ese es el momento en el que, previsiblemente, se producirán movimientos telúricos en la izquierda española. Entre una parte de ese PSOE desencantado con un partido que ha ayudado a consolidar la hegemonía del centro derecha, y un amplio sector de Podemos, hastiado de un líder, Pablo Iglesias, al que la ‘democracia aburrida’ (esa que permite abrir la puerta de la calle a las cinco de la mañana y es el lechero) le sienta mal. Y que solo emerge en los períodos de zozobra, pero que es incapaz de dar alternativas más allá de la descalificación y del improperio. Y que ríe la repugnante intervención del diputado Rufián, lo más parecido a los camisas negra.
En definitiva, si triunfa Sánchez en su cabalgadura hacia Ferraz, lo que se divisa es una recomposición de las fuerzas de izquierdas que muy probablemente afectará a algunos de los territorios donde han emergido en los últimos años nuevos partidos teñidos de nacionalismo. Esa sopa de siglas tenderá a disolverse, como sucedió al principio de la Transición, cuando el PSOE fue fagocitando a la fragmentada izquierda que salió de la dictadura.
Entre otras cosas, porque la posición de Iglesias es incompatible con la construcción de nuevas mayorías de carácter transversal, como las que reclamaba Pedro Sánchez antes de su defenestración. Y que, en realidad, nunca se atrevió a plantear de forma abierta. O Íñigo Errejón, seguidor de Antonio Gramsci y su célebre teoría de la hegemonía: una victoria política siempre viene precedida de una victoria ideológica (como Thatcher y Reagan demostraron a principios de los ochenta). Y Sánchez, guste o no, ya ha ganado la primera de las guerras de las ideas.
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