EL ESTADO REGRESA A LA ECONOMÍA (PERO LOS SOCIALDEMÓCRATAS NO SE HAN DADO CUENTA TODAVÍA).
José Moises Martín Carretero, economista y autor de “España 2030”, es miembro de Economistas Frente a la Crisis
Un nuevo equipo de gobierno en la Unión Europea, dispuesto a negociar duramente con Bruselas condiciones adecuadas para sus intereses, y que incorpora dentro de su agenda la puesta en marcha de una nueva estrategia industrial, dirigida desde el sector público. ¿De quién estamos hablando? De los conservadores Británicos, del gabinete de Theresa May. Sí: los Tories están haciendo que Thatcher se remueva en su tumba apostando por incorporar la intervención pública en el desarrollo empresarial e industrial del futuro Reino Unido.
Por su parte, una institución internacional se propone asistir a los gobiernos en la preparación de sus inversiones públicas, vehiculizadas a través de fondos soberanos y fondos de inversión pública en infraestructuras. No se trata del banco de infraestructuras de China: se trata del Banco Mundial, archiconocido por sus tareas liberalizadoras hace unos años. La Unión Europea se ha apuntado al carro exhibiendo el potencial de su Plan de Inversiones, el Plan Juncker, en el que tiene puestas sus esperanzas de reactivación y transformación productiva para el conjunto del continente. Pese a que la Comisión Juncker está apoyada también por los socialdemócratas, su composición prima la mayoría conservadora, corriente política amiga del laissez faire y de la menor intervención posible en el mercado.
¿Qué es lo que ha ocurrido para que se produzca este giro hacia un retorno del Estado en la economía? Varios son los factores a tener en cuenta:
En primer lugar, el aparente éxito de las economías orientales, incluyendo China o Corea del Sur, en cuyo tejido productivo el Estado mantiene, a través de la participación directa, o a través de una fuerte alianza de intereses, un importante control sobre sus resultados y orientaciones. El capitalismo de estado se impone en el modelo de industrialización asiático, amenazando la supremacía de las firmas occidentales, en cuyo tejido industrial el peso del sector público es muy reducido en términos comparativos.
En segundo lugar, el pobre desempeño, en términos de productividad industrial, de los últimos quince años en los países desarrollados. Se suele señalar el éxito norteamericano como modelo, pero debemos tener en cuenta que buena parte del crecimiento del diferencial de productividad entre Europa y Estados Unidos previo a la crisis se debió al sector financiero, sector que terminó estallando como una burbuja de proporciones gigantescas y que estuvo a punto de llevarse la economía mundial por el desagüe.
En tercer lugar, el desarrollo de nuevas perspectivas teórica que evidencian la necesidad del sector público en la política de innovación y de desarrollo industrial: desde María Mazzucato, hasta Han Joon Chang, pasando por Stiglitz y Greenwald, son numerosos los aportes teóricos y empíricos que muestran la necesidad y conveniencia de una mayor implicación del sector público en la dirección y facilitación de la economía de la innovación y el conocimiento.
Y, last but not least, el incremento del nacionalismo económico, la permanente amenaza del proteccionismo comercial, y el resurgir de la llamada geoeconomía, como modelo de gestión económica internacional con un fuerte componente de estrategia nacional, en el que los intereses nacionales comienzan a primar sobre el impulso globalizador. Las críticas a la globalización a ultranza han existido siempre, como reverso de la propia globalización, como bien se encarga de señalarlos Dani Rodrik siempre que encuentra la ocasión de hacerlo. Pero este péndulo se ha acelerado desde la crisis financiera internacional, que evidenció el fracaso del experimento de la gobernanza global y que ha llevado a un resurgir de las soberanías nacionales que tiene, como no podría ser de otra manera, su propia expresión en materia de política económica.
De esta manera, el tríptico de la política económica pre crisis (apertura/liberalización/privatización) está dando lugar a una nueva versión donde el papel del Estado y del sector público se ve reforzado tanto en los elementos infraestructurales (condiciones para el desarrollo del sector privado, política de innovación, desarrollo de instrumentos financieros adecuados) como en los elementos estratégicos (acuerdos bilaterales de cooperación económica, frente al multilateralismo que representaba el marco que la Organización Mundial del Comercio). Esta vuelta del sector público al control de la economía habría sido anatema hace apenas unos años, pero es innegable que el péndulo de la política económica se está moviendo hacia el otro lado.
Esto no es necesariamente positivo en todos sus términos. El regreso del Estado hacia la gestión de la economía es una buena señal para aquellos que somos escépticos respecto a la capacidad del mercado para solucionar todos y cada uno de los problemas y retos a los que se enfrentan nuestras economías. Hay aspectos, como la transición hacia una economía baja en carbono, o la construcción de una economía basada en la innovación y el conocimiento, en los que la intervención pública es imprescindible. También lo es si queremos que la economía se convierta en un motor de lucha contra las desigualdades. Cualquier visión progresista de la economía incorpora al sector público como impulsor imprescindible del desarrollo económico y social. Pero no son todo bondades.
China es un país con gravísimos problemas de corrupción, al igual que otros donde el desarrollo económico basado en la connivencia entre el sector público y el sector privado ha sido fuente de eso que en España denominamos “capitalismo de amiguetes”. Las empresas públicas no son necesariamente más eficientes o menos contaminantes que las empresas privadas, y pueden dar lugar a una estructura económica donde la competencia es sustituida por la connivencia con el poder regulador. En España sabemos bien de esto, y, si miramos a las grandes empresas del IBEX35, nos encontraremos con que buena parte de las mismas forman parte de sectores regulados –energía, financieros, telecomunicaciones- donde funcionan con fluidez las puertas giratorias y los favores debidos.
Plantearse por lo tanto una política económica alternativa, donde el nivel de intervención pública sea mayor, con el objetivo de lograr mayores cotas de desarrollo económico y social, debe ir acompañado al mismo tiempo de una profunda reforma del sector público, una auténtica revolución en materia de calidad institucional, y una adecuada selección de las élites políticas y administrativas. Sin ello, corremos el riesgo de terminar en el peor de los mundos posibles: una economía poco eficiente y corrompida por relaciones ilegítimas entre el sector público y el privado. Es decir, quedarnos donde estamos.
Lástima que en España, hoy, esta posición (reforma institucional y reequilibrio económico entre lo público y lo privado) no tenga la transversalidad que tiene en otros países. Theresa May es primera ministra del país con la tradición más liberal de Europa. Si los Tories, parteros del neoliberalismo, están desandando parte del camino –aunque quizá sólo esa parte- puede que haya llegado el momento de que otras fuerzas políticas –particularmente las socialdemócratas- sean menos tímidas y salgan de una vez de su fascinación por las reformas pro-mercado de los ochenta y noventa. Ese tiempo ya pasó, y, si se quedan ahí, su lugar en el futuro de Europa amenaza con reducirse hasta lo testimonial.
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