Las campañas electorales son como la lluvia que va dejando charcos. El periodismo tendría como prioridad la de ir metiéndose en esas aguas estancadas que se quedan cuando han pasado las tormentas, por más que sean en vasos de agua, que en eso quedan a la postre los discursos militantes. Los mítines son aglomeraciones de personas que solo se adscriben a dos categorías. O los militantes, donde cabe incluir los parientes, paniaguados y aspirantes, o los curiosos con tiempo libre, buscadores de momentos estelares para el recuerdo y que acaban quedándose con un cierto aroma a arrepentimiento; mejor hubiera sido quedarse en casa.
No hay ningún líder político que confíe en los mítines para hacerse una idea de su influencia. Lo que cuenta es el rebote, lo que trasmiten a los medios de comunicación, la eventualidad de una jornada taurina en la que todo salga bien y pueda despedirse por la puerta grande a hombros de los aficionados. Los encuentros a pie de plaza con los ciudadanos es una antigualla para enmendar el olvido. El Partido Comunista en las primeras elecciones de junio del 77, como hicieron todos tras la larga noche de cuarenta años, salieron a la luz y se exhibieron. Únicamente los más inexpertos en sociología de masas creyeron que las plazas llenas de ovaciones equivalían a termómetros para las urnas. El mayor mitin de los que se dieron entonces lo protagonizó Dolores Ibárruri, “Pasionaria”, en el campo de fútbol del Athletic de Bilbao, “la catedral” de San Mamés. Los memoriosos no recordaban otra cosa igual desde don Manuel Azaña en Mestalla, Valencia, en la campaña del Frente Popular de febrero del 36. Pero Azaña arrolló, en aquellos tiempos donde solo se disponía de la radio; sin embargo Ibárruri no consiguió ni un solo diputado por Vizcaya. La gente había ido a escuchar una voz para la memoria, como quien asiste al último cuplé de Raquel Meyer. Nada que ver con las urnas, que se cocinan en casa.
Como en la guerra, la primera víctima de una campaña electoral es la verdad. Nada de enjundia ni de reflexión, lo importante es acertarle en la yugular al contrario. Si hoy se hiciera a la antigua, con aspiraciones didácticas, los asistentes huirían a tomar una cerveza con banderilla. Ahora hay que mostrarse sobrado de soberbia y simpatía; una contradicción en los términos.
Luego está la saturación. Llevamos muchos meses de campaña electoral. Exactamente desde que se desfondó Mariano Rajoy y cada cual esperaba las urnas para el día siguiente gracias al señuelo de Sánchez y a la candidez de sus aliados. Llegamos a las elecciones cansados de trampas al solitario. De no ser por la invención de “Vox” no habría sal ni pimienta ni ocurrencias. ¡Ya tiene que ser ridícula la envergadura de nuestros partidos para necesitar el espantajo de “Vox”! Nos acosan con los miedos de la extrema derecha y del independentismo y no nos atrevemos a añadir que también nos aterrorizan ellos mismos. Lo que asusta del inefable Donald Trump no es que gobierne, sino que la mayoría habitaba en la certeza de que un tipo tan golfo, ignorante y descerebrado no podía ser presidente de los Estados Unidos. Quizá a la gente le tire más cómo tocarle los cojones al vecino que preocuparse por la sociedad, esa señora a la que tanto detestaba Ms. Thatcher, que hasta negaba conocerla.
Por eso la clave hoy día está en evitar meterse en los charcos. ¿Se acuerdan cuando de niños teníamos una querencia por chapotear en los charcos? Era la única travesura parecida a una rebelión y que tenía el coste de un par de cachetes. Hoy hubieran procesado a nuestros padres por castigos corporales a la infancia. Nada más políticamente incorrecto que decir que una hostia a tiempo evita un delito, pero estamos en tiempos de cínicos y cínicas, y eso porque suena mal decir de tartufos y tartufas.
Si escribo que el acoso estilo camisas negras -los jóvenes fascistas genuinos de Mussolini- es un atentado a la convivencia, ya se refiera a Ciudadanos, PP o Vox, a renglón seguido debo añadir que estos grupos lo forman provocadores que rompen la convivencia de una sociedad que sólo admite camisas negras. No nos metemos en el charco, hacemos como que entramos, pero nos quedamos al borde y apuntamos con el dedo lo mucho que nos puede salpicar si nos metemos. ¿Es una provocación que “Ciudadanos” con Maite Pagazaurtundua a la cabeza vaya a Rentería para mitinear? Lo de menos es que ella sea de allí e incluso, ya es bestia decirlo, el que ETA asesinara a su hermano. Está en su derecho y además es su deber político porque “Ciudadanos” no cuenta con representación parlamentaria en Guipúzcoa. Pues no, no se puede admitir porque esa tierra es propiedad abertzale y quien entre debe pedir permiso, pagar peaje o sufrir las consecuencias. ¿Cómo esquivamos el charco de los territorios prohibidos?
Eso ocurría durante las guerras carlistas y ha vuelto, o quizá nunca se fue del todo. Cuando nos metemos en un charco no podemos luego decir que no hemos entrado, se nota por la humedad que exhalas, por eso evitamos acercarnos, como si no estuviera en el camino. Antes de denunciar a unos camisas negras que en otras ocasiones compartieron parroquia con nosotros, hay que preparar el atenuante de sus actuaciones. Seguimos con la letanía de que no hay que dar pie a coincidir con el adversario, aunque en este caso tenga razón. Siempre cabe el recurso de “no lo entendería nuestra gente”. Un argumento que convierte al líder político en una variante del carterista: yo tengo derecho a robarte la cartera, pero no se te ocurra defenderte porque te denunciaré por violento.
La subvencionada manifestación de “lacitos amarillos” en Madrid no fue una provocación porque nadie quiso entenderla así, salvo los organizadores. Se trató de un acto militante cubierto por la libertad de expresión. Nadie se inmutó ni había razones para hacerlo. Fueron, gritaron y volvieron. Ni un incidente, solo el desdén que genera un gesto común de hinchas deportivos a los que se observa como si se tratara de paletos con fronteras -mentales-. Pero si usted quiere hacer algo similar, pero con otros convocantes, en territorios de fe inmarcesible, será una operación de alto riesgo y habrá que preparar el atenuante para justificarles cuando te forren. Es la ventaja de los verdugos que ejercen de víctimas para seguir siendo verdugos.
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